enero 03, 2006

EL PEZ SALADO/Armando Arteaga (cuento).



 
  Fotos: Armando Arteaga.

 
 Imagen: Armand.
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Literatura Fantástica

EL PEZ SALADO / Armando Arteaga

Era tarde, muy tarde. La noche era inmensa y Mike Pérez no podía terminar de un solo porrazo el día, ese final de insomnio lo trastocaba. Le daba vueltas en la cabeza una sola idea: bajar a la cocina.

Se enrollaba en la cama aún más al costado de su esposa que dormía ya plácidamente, no se decidía. Hasta que más pudo el hambre.

Mike Pérez ha sido siempre minucioso y es de una exquisitez que a veces mejor no les cuento. Al entrar en la cocina sintió demasiado frío, el marfil de las losetas y mayólicas le hacían castañear los dientes, y ni qué hablar de la blancura de la refrigeradora que instantáneamente le hacía pensar en el polo norte, rodeado de nieve.

Pero en las noches, cuando el insomnio le carcomía hasta el último nervio, masticar para él era una terapia perfecta. ¿Qué habría en ese refrigerador?, ¿Qué secreto le habría dejado allí su mujer?, ¿Vamos a ver, dijo, un tuerto?. A fin de cuentas, con esa hambre, un pescado no estaba mal, pero tendría que estar frito, con rodajas de tomate, jugo de limón, y por supuesto, unas papas doradas.

Pero no todo andaba perfecto esa noche ni previsto, en forma normal. La rutina de Pérez terminó en el suelo apenas abierto el refrigerador. La cosa fue tan de repente. Había que ver la cara de la corvina, y hay que advertir que también la de Pérez.

- Por favor, Sr. Pérez, insistió la corvina-, no sea cruel. Déjeme ir de aquí, libéreme.

Pérez no salía de su asombro. Una corvina que hablaba en perfecto idioma.

- ¿Y quién eres tú para pedirme tan descabellada cosa?- le respondió Pérez a la desconocida corvina que ya empezaba a soltar unas lluvias de los ojos.

- Soy una corvina macho enamorado de otra corvina hembra- enfatizó tan extraño personaje.
-Fui secuestrado del mar, mi casa, por unos policías, para padecer esta infamia, esta injuria, que me hace un ser inútil, sólo por el hecho de haber osado enamorarme. He sido desterrado hasta esta refrigeradora por agentes de diversos países. He sido sometido a los más diversos interrogatorios, he padecido torturas en los más exóticos frigoríficos y supermarkets, hasta que la extraña mano bondadosa de su cocinera me rescató de esa red internacional de espionaje jamás visto contra el país de las corvinas.

- ¿Y por qué tendría que creer toda esta historia? - insistió Pérez.

- Es muy simple -volvió a responder la corvina-. Usted me devuelve al mar; me lleva en una bolsa de plástico y me deja en mi destino, en las aguas saladas. A cambio de eso, yo le ofrezco revelarle el secreto del idioma, soy el único mortal de estos lugares que habla todas las lenguas del mundo.

La corvina yacía tristemente sobre la mesa. Pérez meditó un rato sobre el asunto. ¿Esta corvina habla? ¿O es que yo estoy fuera de la realidad?. Y no pudo soportar más esta indefinición; afilando el cuchillo empezó a descuartizar en trozos a la corvina, trozos que a fin de cuentas fueron a terminar en la sartén de aceite caliente.

Cuando el teléfono sonó y Pérez se apresuró a contestar, la pobre corvina era ya un excelente plato. Pero a estas horas, ¿quién puede ser?...

- Aló. ¿cómo...?

- Soy la corvina, Sr. Pérez, y es Ud. un reverendo cínico, un desdichado apuntador de aduanas que perdió una excelente oportunidad de ser bueno. Nada humano ha sido conmigo...

Descolgando el teléfono, Pérez se quedó mudo para siempre, con el mis-terio del origen del idioma, romance, y desde entonces es el más famoso escritor no-hablante de este discreto distrito.

Pero volviendo al sueño, Pérez volvió a su cama después de atragantarse de pescado frito, y luego de cepillarse los dientes.

Sintió el muslo caliente de su esposa. La esposa también sintió el cuerpo helado de Pérez.

- Parece que hubieras estado en el polo -murmuró-. Le dio un beso, y se volvió de espaldas. Pérez estaba inconfesable.

- Mi amor -le susurró la esposa dándole un codazo- si mañana hace sol nos vamos a la playa...

La esposa empezó a estar profundamente dormida.

Pérez se sintió desdichado, y apagando la luz, empezó a sentir la deformación de su cuerpo. Estaba en otro mundo, ahora era un hombre simple, sin lengua. ¿Un lenguado a lo mejor?. Pérez entró por fin en el sueño, al infinito.

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