Ollantaytambo.
AGATA, OJOS DE GATO
Por Armando Arteaga (*)
Estoy en un hotel de Ollantaytambo. No conozco Ollantaytambo todavía, afuera llueve. Asocio Ollantaytambo a la caída del Imperio de los Incas. Me siento como el penúltimo Inca en este hermoso escenario. Una ciudad hecha de piedras es lo que me faltaba. Pero estoy atrapado en un sueño que transcurre en mi propia realidad de viajero. Estoy en mi pieza del hotel con una mujer que apenas recién he conocido. La habitación es amplia y es antigua. El piso es de madera y cruje. No es viejo este hotel, no es una antigualla ni una ruina, se puede pasar bien aquí; al menos, eso es lo que me parece. La muchacha que da vueltas por entre los dibujos del empapelado del hotel es brasilera, la acabo de encontrar en la calle, mientras venía al hotel. Sólo sé que se llama Agata y que tiene ojos de gato. Estoy perdido en este sueño. El empapelado es de mal gusto, son mil recortes de revistas que a uno lo llevan de Varsovia a Filadelfia, del invierno al verano, del tenis al aburrimiento de una tasca española, de Anouk Aimée en “Un Hombre y una Mujer” de Claude Lelouch a Mónica Vitti en “El Desierto Rojo” de Michelangelo Antonioni, de Matucana al Salto del Fraile. Son escenarios amarillentos atrapados por la magia de Gutenberg; estas imágenes no están abandonadas ni sucias, tienen algo del amor y del odio de esta época tan conflictiva. Hay en el amplio corredor un Humareda, lo he visto al pasar de reojo, y aquí en el fondo de la pared un Sérvulo; son “iluminations”, imitaciones fotográficas. La habitación es grande, ya les dije, hay una amplia cama matrimonial, de ucumano, pesada y conventual, y al costado un espejo colonial. Hasta nuestros ojos no llega ningún amor. Por el ventanal que da a la calle empieza a caer granizo, un pájaro canta. La calle está totalmente vacía. Por primera vez me acerco a la muchacha. Está de espaldas. En el cenicero sobre la mesa de noche ha apagado la colilla de su cigarro. Voltea y me abraza. Los dos estamos solos, nos tiramos a la cama. -¿Eres casado?- me pregunta. Le miento que no. Una tortuga estática es el mundo. Un batracio que huye sobre el césped. Un bello áspid. Un dromedario. Garras, dientes, uñas. Bajo la triste piel del universo, la amo, nos amamos. No sabe ni siquiera mi nombre porque nunca me lo ha preguntado. Plantas ariscas que se enredan al polvo de este siglo. En un bosque de rocas. Observo mi realidad. No sueño realmente desde hace mucho tiempo, no sé si lo que vivo es realmente lo que me gusta. Adiós, muchacha, nunca más nos volveremos a mirar en los ojos en aquella estacíón del tren en Cusco. Una ciudad de piedras, eso es lo que me faltaba.
AGATA, OJOS DE GATO
Por Armando Arteaga (*)
Estoy en un hotel de Ollantaytambo. No conozco Ollantaytambo todavía, afuera llueve. Asocio Ollantaytambo a la caída del Imperio de los Incas. Me siento como el penúltimo Inca en este hermoso escenario. Una ciudad hecha de piedras es lo que me faltaba. Pero estoy atrapado en un sueño que transcurre en mi propia realidad de viajero. Estoy en mi pieza del hotel con una mujer que apenas recién he conocido. La habitación es amplia y es antigua. El piso es de madera y cruje. No es viejo este hotel, no es una antigualla ni una ruina, se puede pasar bien aquí; al menos, eso es lo que me parece. La muchacha que da vueltas por entre los dibujos del empapelado del hotel es brasilera, la acabo de encontrar en la calle, mientras venía al hotel. Sólo sé que se llama Agata y que tiene ojos de gato. Estoy perdido en este sueño. El empapelado es de mal gusto, son mil recortes de revistas que a uno lo llevan de Varsovia a Filadelfia, del invierno al verano, del tenis al aburrimiento de una tasca española, de Anouk Aimée en “Un Hombre y una Mujer” de Claude Lelouch a Mónica Vitti en “El Desierto Rojo” de Michelangelo Antonioni, de Matucana al Salto del Fraile. Son escenarios amarillentos atrapados por la magia de Gutenberg; estas imágenes no están abandonadas ni sucias, tienen algo del amor y del odio de esta época tan conflictiva. Hay en el amplio corredor un Humareda, lo he visto al pasar de reojo, y aquí en el fondo de la pared un Sérvulo; son “iluminations”, imitaciones fotográficas. La habitación es grande, ya les dije, hay una amplia cama matrimonial, de ucumano, pesada y conventual, y al costado un espejo colonial. Hasta nuestros ojos no llega ningún amor. Por el ventanal que da a la calle empieza a caer granizo, un pájaro canta. La calle está totalmente vacía. Por primera vez me acerco a la muchacha. Está de espaldas. En el cenicero sobre la mesa de noche ha apagado la colilla de su cigarro. Voltea y me abraza. Los dos estamos solos, nos tiramos a la cama. -¿Eres casado?- me pregunta. Le miento que no. Una tortuga estática es el mundo. Un batracio que huye sobre el césped. Un bello áspid. Un dromedario. Garras, dientes, uñas. Bajo la triste piel del universo, la amo, nos amamos. No sabe ni siquiera mi nombre porque nunca me lo ha preguntado. Plantas ariscas que se enredan al polvo de este siglo. En un bosque de rocas. Observo mi realidad. No sueño realmente desde hace mucho tiempo, no sé si lo que vivo es realmente lo que me gusta. Adiós, muchacha, nunca más nos volveremos a mirar en los ojos en aquella estacíón del tren en Cusco. Una ciudad de piedras, eso es lo que me faltaba.
(*) Escritor peruano (n. 1952), de su libro "Cuentos de cortometraje" (2002).
Imagen: Armand. Foto: Armando Arteaga.
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