enero 03, 2006

MANAN HUYK’AQPAS QONQASAQCHU/ Armando Arteaga (cuento)

Caraybamba-Aymaraes-Apurìmac.






Fotos: Armando Arteaga.

Narrativa Andina

MANAN HUYK’AQPAS QONQASAQCHU/ Armando Arteaga
(Cuento).


Pueblo de corazón de indio,
traga monte bravo.

Fernando Silva

Los días pasaban tristes y monótonos en el pueblo de Caraybamba. No se porqué diablos había aceptado ese trabajo de ingeniero residente en aquel alejado páramo.

El pueblo era para mirarlo con ojos de lejanía y cierta tristeza. No era para menos, era una población que dormía. Allí estaba sola, triste y abandonada, su Iglesia en ruinas en la misma Plaza de Armas que ostentaba el nombre de San Pedro de Caraybamba, su santo patrón, por el que los “calachos” como los llamaban los habitantes de los pueblos vecinos, los de Pampamarca y Colca, por ejemplo, daban testimonio de su fe y religiosidad.

Todo el pueblo andaba de capa caída, el polvoriento Cementerio, la destartalada Municipalidad, la Escuela Primaria sin techo de tejas, unas calaminas viejas y oxidadas insinuaban una pequeña sombra donde se cobijaban los niños estudiantes de este centro poblado. Las casas de adobes se caían a pedazos; sólo el piso empedrado de la calle Ugarte daba aseveración de un esplendoroso pasado. Los kilinchos dormían en los maderamens de las casas viejas. Un niño guitarrista le daba con sus rasgos el tono melancólico de las mañanas a la calle Cáceres que desembocaba en la Plaza; el mirador para los celajes y la hostal Azul, un carbón sobre la nieve y el sueño: para el domingo tu cabellera roja, tu encendido cabello bugambilla, para visitar el averno, me salvaban los versos de Otto Raúl González; mi ventana desde donde se miraban las estupendas terrazas o andenes de los chancas, invadidas de alfalfares y que orillaban al sonido tempestuoso que traía por las noches el río del pueblo del mismo nombre, cuyas aguas se encontraban con el Cotaruse, dando vida al Challhuanca, abajo en el Aparaya.

El rancho del señor Toribio Morales era lo mejor de las cuatro casas del villorio que los indios llamaban Aparaya. Allí uno podía congraciarse con un suculento plato de truchas fritas con papas sancochadas o choclos. Era lo único que me gustaba en este desvencijado caserío. Por el filo del puente de Aparaya pasaban los autos y camiones llenos de carga y los omnibuses que venían de Lima rumbo a Lucre y a la bullanguera Abancay.

Ya tenía exactamente un mes en el campamento de los ingenieros que trazaban la zigzagueante carretera de Caraybamba hacia Antabamba, y apenas si conocía al Gobernador y a Ña Jesusa. Al Gobernador porque era un empedernido borracho y un buen acompañante para las faenas alcohólicas, y a Ña Jesusa porque me lavaba la ropa y me cocinaba al menos, una lawa caliente, o un mate de hierba luisa para aniquilar el frío. Lo que siempre permanecía incólume era el Apu Marka, el cerro sagrado de los caraybambinos, que aparecía siempre intacto, lleno de neblina blanca en la cresta, de allí bajaban pequeñas nubes danzando por entre las pircas y los tunales, diluyendo las chacras de maíz y de cebadas, moviendo el tallo de las habas y recordándome el frío terrible de las punas de Calcauso. Las lluvias eran un dilema.

Siempre había sol en Caraybamba, otro dilema, por eso usaba a diario el casco de ingeniero, o el sombrero de campesino. Al barro de las calles largas que seguían las curvas de las terrazas de los cerros cuando venía la lloclla no le daba importancia, solo por el favor que me ensuciaba las botas de cuero. Pero estaba acostumbrado a estos avatares, topógrafo e ingeniero, zuño y zupia era la vida en esta comarca andina.

En estos treinta días, aunque no era un ermitaño del todo, con unos tragos encima, el ingeniero Gutiérrez, se comunicaba con cualquiera de los huraños y otros receptivos comuneros con los que tenía que lidiar para que avance el tramo de la requerida carretera, el ruido del Caterpilar era la única música valiosa y probada que conocía de veras, aparte de los casetes de Santana y Led Zepelin que lo acompañaban de noche. Siempre llevaba como singular corbata, la bufanda uruguaya regalada por Mónica, la novia limeña, que era algo que lo distinguía inmediatamente de los demás. “La Constructora S.A. “, empresa de prestigio en el ramo de la construcción de carreteras lo había contratado como ingeniero residente por treinta días, así que esta experiencia era como estar preso en Siberia, o en algún remoto lugar de la extensa tierra. A veces se sentía olvidado, ninguneado, ruralizado, se sentaba en una saywa, chakchaba coca, fumaba en pipa, o se bebía unas cervezas solo, explorando el numen metalífero y majestuoso de estos cerros.

Las mujeres del pueblo comentaban, al ingeniero le falta mujer... se le ve huachito.

Por los caminos nunca faltaba un tropel de acémilas, un toro loco y desbocado que perseguía su dueño, vacas que comían flores, una fila de llamas o de alpacas que anunciaban
su presencia con pequeñas campanillas en el cuello, unos arrieros que llegaban al pueblo, uno que otro comerciante vendiendo baratijas, no sucedía nada, solo el ruido del trote de un caballo de algún enamorado que pasaba sin camino adecuado: un jinete de fuego atravesando la noche mientras el tedio se asomaba por el perchero donde colgaba la casaca negra de cuero, el sombrero, el poncho y la bufanda, una trápala era la vida, la rutina de estas semanas era rústica y desolada.

-Allillanmi, tayta- (bien, señor), lo saludaban los mak’tillos cuando pasaban por su lado.

-Upyankichu traguta- (¿bebes licor?), le preguntaba algún vivaz comunero llevando fuego en los ojos.

Los días pasaban tristes y monótonos en el pueblo de Caraybamba, hasta después de treinta días en que apareció Ibis, esa ave zancuda de pico largo venerada por los egipcios.

La había visto ya varias veces asomar -diferente- por las asambleas de los comuneros, en la fiesta de carnaval había bailado con todas las autoridades, menos con él, tal vez le estaba reservando un lugar aparte.

Ibis era una bella y aparente robusta holandesa, una perla en el muladar, una flor perdida en el campo, de cabellos rubios, ojos azules, digamos que mujer bien despachada, de senos toronjas, de un trasero magnífico, de una voz dulce, pero que charangueraba el castellano, lengua que no podía domar, digamos porque en verdad era una india rubia, una de esas pocas mujeres que suelen encontrarse como apariciones raras y bellas de estos pueblos apurimeños. En la fonética de su lengua se notaba la “cc” que remplazaba a la jota gutural que tramitaba cuando hablaba. Un ceceo la delataba, era hermosa, era india.

Y así brillaba. Sí, era bonita, pero nada mas, era la enfermera del pueblo, las mujeres siempre la buscaban en la posta médica, por algún remedio o para contarle sus penas.

-Qan. Pin Kanki- (¡Usted!. ¿Quién es usted?), había exclamado de súbito cuando el ingeniero había ingresado a la bodega o cantina de la calle Amargura, mientras Ña Jesusa preparaba un plato da atún con galletas y cebollas para sazonar al grupo de visitantes que atiborraba su tienda bebiendo y cantando huaynos.

Sentada sobre el poyo divisó a Ibis. Así que César se acopló al grupo de visitantes.

-Pin kaypi munasqayta niwanman? (¿Hay alguien quien pueda decirme qué deseo?)- preguntó el “qarí” entrometiéndose al tumulto de gente.

El “engeniero’ se acercó más al grupo y finalmente se integró.

De pronto, estaba sentado al costado de Ibis, mientras ella entonaba un huayno: “Olvido que nunca llega” de Walter Humala, y tocaba la guitarra con la siniestra. Bebieron y cantaron en grupo, una a una las botellas se fueron sucediendo, arrumándose, y Ña Jesusa contaba y llevaba la cuenta.

Muy rápido, los comuneros y visitantes empezaron a estar borrachos y se dispersaron, en cambio Ibis nada, tenía buena cabeza, y era buena moza. Estaba de puta madre, rica y poderosa. Ibis salió a la calle que estaba oscura como abandonando la tienda de Ña Jesusa. Y llovía. Fue entonces que César la siguió. Ella se detuvo para que la alcanzara, se tocó la cabeza como si le doliera algo, y César la abrazó, hacía frío. Mientras ella se arreglaba los cabellos.

Las noches en Caraybamba son muy frías, heladas, y las estrellas tiritan azules a lo lejos.

César empezó a orinar sobre una piedra. Fue que en la oscuridad de la noche ella empezó a mirarle con pose de hembra, el sexo.

Allí nomás, en el rigor de la imprudencia, César empezó a besar a Ibis. La noche empezaba a clarear. No había electricidad esa noche en el pueblo. Algunos mecheros de las casas de arriba tiritaban.

Entonces brio la suave sonrisa de Ibis.

- ¿A dónde vas?- preguntó la enfermera.

- A ningún lado- contestó el ingeniero.

- ¿Eres soltero?.

- Sí. No tengo a nadie.

- ¿Qué haces en este pueblo?.

- Estoy haciendo la carretera.

- Ah, tú eres el ingeniero.

- Sí, tú eres la enfermera.

- Te quería conocer.

- Yo también.

Al abrazarla y besarla, el ingeniero, sintió los senos calientes debajo del poncho de Ibis.

- ¿Eres siempre así, apasionado?- preguntó la enfermera.

- Siempre soy así, pero más ahora porque me gustas- respondió el ingeniero.

- Estamos en la calle, no se puede aquí.

- Vamos a algún lugar- Le abrió la blusa debajo del poncho de lana de vicuña.

- No se puede aquí.

- Vamos a mi cuarto, o al tuyo.

- Estoy con la regla, no se puede.

- No importa, me gusta más así.

- Eres un cochino.

- No tengo asco.

Empezaron a caminar por el discreto laberinto de esas calles irreconocibles de noche, hasta que Ibis se detuvo. Sacó una llave del bolsillo del blue jean y abrió el candado. Se abrió la puerta pesada y vieja de la casa. Entraron. Ibis prendió una vela. Era una sola habitación que le servía de dormitorio, sala y cocina. Allí en el ángulo izquierdo estaba esperandolos la cama, vacía y fría, una manta roja la cubría; al levantarla la sábana blanca estaba tibia y limpia.

Así fue como el ingeniero y la enfermera fueron macho y hembra, peladitos, montando en pelo, chismeaban algunas veces algunos desorientados del pueblo.

De rato en rato, el viento movía las persianas de madera de la ventana de la habitación de Ibis. Fue una noche increíble. Descubrieron un rincón silvestre. Algo especial donde nunca nadie se había atrevido a buscar los límites inconfundibles del cuerpo y el goce.

- ¿Sabes qué era eso?.

- El canto de la lechuza.

- ¿Qué estará pensando la lechuza?.

- No lo sé-. El ingeniero Gutiérrez había sido feliz con esa mujer-pájaro, había penetrado por infinitos sentidos jamás asentido por él, y tal vez por ella. La descubrió, presea, Pasifae, desnuda al rojo de su cabellera, y tenue, al blanco de la luna que se filtraba por el pequeño hueco del techo, Weqe ñawi.

- Estas bella-. La besó.

- ¿Mañana te vas?.

- Vuelvo en un mes. ¿No tienes miedo de despertar con un hombre que no conoces?.

- ¿De qué miedo se trata?.

-Se trata de que me sigas haciendo el amor hasta mañana.

- ¿De qué sueño se trata?.

- Estoy en ti. He penetrado en todas tus ansias.

- No lo puedo saber. Te conozco recién.

- Te he descubierto, eres mi tierra. Y la lluvia.

-Terminará pronto.

- ¿Puedes adivinarlo?.

- A lo mejor tengas razón. Mañana, vuelves a soñar.

- Falso, mi querida Ibis. Mañana no estaré aquí.

Fue entonces que el hombre comenzó a descender por la pendiente de la quebrada, por el estupendo camino de la nada y que lo devolvía a la ciudad de todos los cementos. ¿Qué huye de este pueblo?. El hombre, su sombra. Este territorio no es mío -susurró-.

Sintió el vibrar de la guitarra de Manuel Silva tocando “Mauka Zapato”.

La mujer salió a buscarlo por el camino de la duda con el pretexto de saludarlo al paso, de despedirse, mientras llevaba un porongo de leche de vaca.

Nadie se dio cuenta del último beso, ni el comunero que le ayudaba cargándole la alforja, la mochila y el teodolito.

- Te espero un mes- le dijo ella. Si no regresas en un mes, te olvidas de mí.

El ingeniero César Gutiérrez no prometió nada. Miró las nubes y se puso a soñar otro sueño.

Un kilincho secaba sus plumas sobre una roca ígnea. Era el sol de las siete de la mañana. Lo recordaré toda la vida.

Del libro: "Cuentos de cortometraje".


*

INFORME DEL ALCALDE UMA TORO DE CHONGOS BAJO

Por Armando Arteaga





El Alcalde de Chongos Bajo recibió un telegrama urgente de Defensa Civil enviado desde Lima por un despistado burócrata que decía:

Movimiento telúrico trepidatorio, posiblemente 8 grados en escala de RICHTER detectado en su zona. Localizar epicentro e informar alteraciones con la flora y la fauna.

Varias semanas después llegó la respuesta del Alcalde Uma Toro para los expertos de sismología, con referencia, al Gobierno Central:

Epicentro fue localizado y arrestado, ya confesó y está preso, esperamos órdenes superiores. Telúrico quedó muerto en el lugar de los hechos. El tal Richter: ideólogo marxista y maoísta del Sol Rojo, y otros 8 malparidos del movimiento subversivo “ trepidatorio” se dieron a la fuga, pero ya casi los tenemos capturados. A Flora y a Fauna, las echamos de nuestro pueblo por putas. Necesitamos más alcohol de 8 grados para que la gente este contenta.

Nota: No pudimos informar antes nada acerca de “movimiento telúrico trepidatorio” porque en Chongos Bajo, provincia liberada de Chupaca, territorio libado, hubo un terremoto que fue como estar en el infierno.





Del libro: "Los pobres diablos"

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