junio 02, 2006

JOSÉ EULOGIO GARRIDO Y EL "CARPE DIEM" MELODIOSO DE LA ALDEA/ ARMANDO ARTEAGA


APROXIMACION A LA LITERATURA PIURANA


JOSÉ EULOGIO GARRIDO
Y EL “CARPE DIEM” MELODIOSO DE LA ALDEA

Por Armando Arteaga

Varias veces, cuando era niño, vi caminar por las calles del medallón de Trujillo bajo la pálida neblina (aunque benigna), al narrador, escritor, y folklorista José Eulogio Garrido.  Con un gabán negro, una boina azul marino, una bufanda escocesa, y un bastón elegante (me parece). Caminaba por la calle Pizarro hacia el Barrio El Recreo. Nosotros vivíamos en la calle Estete, razón de costumbre matinal por la cual me resultaba tan familiar la patriarcal figura del escritor huancabambino. Se saludaba -amicísimamente- con mi tía Luzmila Urquizo. Eran -respetuosamente- muy amigos. Se saludaban con mucha reverencia y conversaban sobre cualquier trivialidad, parados al borde de la misma acera: las aceitunas de El Rosado, las jamones y los quesos mantecosos del Mercado, las flores de la salida de Mansiche, la miel de abejas o las piñas de Viru, o simplemente del tiempo: “¡Qué frío hay... Jesús!.


Lo recuerdo así, con mucha simpatía y veneración, pues, era un escritor –decía mi tía Luzmila- amigo de Cesar Vallejo. Y aprendí -desde lejos- a estimar su presencia, a mirarlo con admiración. Recuerdo que, a través de mi tía Luzmila, el viejo escritor me envió un obsequio que era de él: un libro con ilustraciones, un relato para niños, “El Príncipe y el Mendigo” de Mark Twain. Y fue más tarde, en mis tiempos de mozalbete de secundaria, cuando volvía a Trujillo de vacaciones, que pude volver a estrechar su mano, y luego tomarnos un café –histórico- en El Romano. Recuerdo haber conversado con él en esa oportunidad acerca de Vallejo y el Grupo Norte.

José Eulogio Garrido, n. en Huancabamba, en 1889,y murío en Trujillo en 1967. Fundó el Grupo “Bohemia” en Trujillo (“la ciudad de la eterna primavera”) en 1915. Publicó “Carbunclos” en 1945 (algo tarde me parece, no lo sé), con un fervoroso Proemio de Nicanor A. de la Fuente (Nixa): “Tónica y Maravilla de la Leyenda”. Su obra permanece dispersa, aunque en 1979, entiendo, se ha publicado sus “Visiones de Chan Chan”, nada de extraño tendría, la arqueología era otras de sus ocupaciones afines al periodismo.

Algunos creen que “Carbunclos” es un libro enigmático, telúrico, barroco, y hasta misterioso. “Carbunclos” es un piuranismo, son las brasas de carbón encendido que hacen su calor y brillan desde la oscuridad. Es también, rubíes, todas las piedras preciosas rojas y de color permanentemente encendido.

Octavio Paz en su ensayo “El Lenguaje” nos recuerda la relación entre el hombre y las palabras para entender más allá de la belleza de las obras literarias, y la comprensión que tiene toda la intención por principio del origen de las cosas vividas y de la profundidad del pensamiento, sea este filosófico, antropológico o matemático. Todo al final se transforma en una cuestión de lógica de nuestro razonamiento. Encontramos en “Carbunclos” aparte de la belleza del lenguaje de los textos, el retorno a la edad primaria de la infancia donde vivimos con una gran capacidad de fantasear sobre la realidad, pero ¿quièn ha tomado cuentas de nuestro lenguaje de niños, de nuestros vinculos afectivos con el lugar o el espacio en donde pasamos parte de nuestra infancia, y que a través del recorrido por tiempo se va olvidando, o archivando en la memoria? . Un registro de cada episodio de la infancia, no es cuestión de preocupación solo para el psicoanálisis de donde puede brotar el diagnostico más o menos inesperado de la personalidad humana. Cuando el escritor se atreve a transcender sobre el lenguaje: la vivencia contada, queda allí impregnada en el imaginario colectivo y para siempre, el lenguaje es en esencia la obra de un escritor. Pero esta actitud, es más lacerante, cuando la herida narcisista viene desde la infancia o es trastocada en nuestra transformación hacia la adultez.

Octavio Paz dice: “La historia del hombre podría reducirse a la de las relaciones entre las palabras y el pensamiento. Todo periodo de crisis se inicia o coincide con una crítica del lenguaje. De pronto se pierde fe en la eficacia del vocablo: "Tuve a la belleza en mis rodillas, y era amarga”, dice el poeta. ¿La belleza o la palabra? Ambas: la belleza es inasible sin las palabras. Cosas y palabras se desangran por la misma herida. Todas las sociedades han atravesado por estas crisis de sus fundamentos que son, asimismo y sobre todo, crisis del sentido de ciertas palabras. Se olvida con frecuencia que, como todas las otras creaciones humanas, los Imperios y los Estados están hechos de palabras: son hechos verbales”.


Es importante tener en cuenta para cualquier análisis del lenguaje de una obra como “Carbunclos”, primero: el testimonio, y luego: la toma de conciencia de la perdida de ese estado -tan feliz o tal vez desdichado- de la infancia, hasta que el escritor se atreve a trascender sobre aquella experiencia. Múltiples y diversos son estos testimonios sobre el recorrido literario y periodístico de José Eulogio Garrido.

Una aproximación brillante y dispersa elaborada con las secuencias literarias donde aparece José Eulogio como protagonista activo de esa experiencia, de su escritura vivida, sería la siguiente:

1918: Cesar Vallejo publicó “Los heraldos negros” donde dedica el poema “Bajo los álamos” a José Eulogio Garrido. 1924: Vallejo publicó en “L´Amérique Latine” de París la crónica “Literatura Peruana: la última generación”, la versión en castellano apareció en el diario “El Norte” de Trujillo, el 12 de Marzo de 1924”. Vallejo organiza allí el panorama de la literatura peruana de su época desde el punto de partida “generacional”. Es una hermosa apreciación y un valioso testimonio: “José Eulogio Garrido forma, con Valdelomar y Aguirre Morales, el triángulo de tales narraciones; tal lo dice su libro Las sierras, colección de admirables ambientes de las punas”.

En “Cesar Vallejo y su Obra Poética”, sección  “Apuntes Biográficos...”, André Coyné describe el ambiente de la "Bohemia de Trujillo" en la que se desarrolló la amistad entre Vallejo y Garrido. Sabemos –dice Coyné- que las primeras piezas (se refiere a los poemas de “Los Heraldos Negros”) fueron compuestas en el jugueteo del medio provincial, cuando se leían libros comunes y libros “codiciados” que venían de afuera, y se recitaban en las excursiones campestres o en las tertulias urbanas:

“Paralelamente a estas tareas profesionales, han surgido ya ante Vallejo perspectivas más amplias. El encuentro con Anterior Orrego es de 1915; lue­go el santiaguino participa en las diversiones y trabajos del grupo formado por José Eulogio Garrido, del cual se ha escrito mucho, sin que un sobrevi­viente de aquellos años nos haya ofrecido todavía su historia legítima. De todos modos, el grupo, integrado por elementos bastante numerosos, unidos más por los lazos de la amistad que por los de una formación o ideología común, es el que por sus manifestaciones y polémicas va a iniciar el despertar de la capital de La Libertad.

La presentación de su tesis de Bachillerato en Letras había sido para Vallejo un éxito completo: al publicar ese trabajo sobre El Romanticismo en la poesía castellana, lo dedica a su maestro, doctor Eleazar Boloña, por lo vis­to uno de los pocos maestros verdaderos con que contaba la Universidad de La Libertad, y a su hermano Víctor "en prueba de cariño y gratitud". El fo­lleto consta de dos partes:

1)Origen del Romanticismo, que pretende, con­forme la fórmula de Taine sobre la obra literaria producto de la raza, el medio y el momento, hacer la valoración, en el romanticismo español, de los elementos provenientes de la raza, la naturaleza y el momento histórico. (¿Tendrá repercusiones personales ese aserto de que "es un hecho compro­bado que la más alta y sincera poesía es lujo de la pobreza........."?);

2) Crítica del Romanticismo que integran unos esbozos monográficos de los principales representantes del romanticismo: Quintana, Heredia, Zorrilla, que da la no­ta española, Espronceda sobre todo, el hombre tipo del romanticismo de quien su hermano en el arte alaba el valor universal (el Diablo Mundo "hijo de las entrañas de la humanidad"). Son de destacar los breves párrafos en los cua­les Vallejo reivindica para cada tiempo o momento histórico el derecho, y aun la necesidad, de una "elocución nueva, de un modo nuevo de expresión". Después de hacer breve reseña del romanticismo peruano (en los poemas de Márquez y Salaverry encuentra los dos rasgos esenciales de los verdade­ros poetas: la emoción y la idea) concluye lamentando la decadencia del ro­manticismo cuya virtud esencial era la "sinceridad", y pidiendo la difusión de la cultura por el desarrollo económico del pueblo.


Simultáneamente, Vallejo, cuyo prestigio empieza a surgir en el círculo de sus amigos, colabora en todas las manifestaciones que organizan los más entusiastas de la juventud estudiantil. Cada año, el 23 de setiembre, el Cen­tro Universitario celebra con la mayor solemnidad la Fiesta de la Juventud; en 1915, durante el desfile, "leyó una bonita composición poética el estudian­te universitario Cesar Vallejo que mereció ser ovacionado" (La Industria, Trujillo, setiembre, 1915). En 1916, presencia esta fiesta el poeta Parra del Riego, quien al regresar a Lima presenta en un artículo del semanario Bal­nearios (22 de octubre de 1916), la "Bohemia" de Trujillo que, dice él, no es nada terrible sino más bien una bohemia mental en reacción sana contra el ambiente chato y calculador; luego, narra el agasajo que le proporciona­ron en casa de Garrido y traza breve semblanza de varios bohemios: José Eulogio Garrido, director de La Industria; Antenor Orrego, director de La Reforma; y como poetas, Oscar Imaña y Cesar Vallejo; "más hondo que "él (Imaña) y con más inquieta celebración y anchura en el miraje, es "paisajista sentimental y sugeridor. Casi por todos sus versos se nota el paso de aquel poeta que tenía vestida de ave del paraíso la emoción de Julio "Herrera y Reissig. Pero yo creo que se le puede poner en la frente una violeta de aquellas que con hojas de hiedra coronaban a Alcibiades, cuando "comparaba el discurso de Sócrates a la flauta del sátiro Marsyas, ebrio de "fervor y de vino en aquel divino banquete platónico, al que fue preciosista "de este verso: ¡un nido azul de alondras, que mueren al nacer!".

La presencia de Antenor Orrego es imprescindible para entender el momento que vivían los poetas y su relación con la vida universitaria trujillana. Vallejo, Garrido, Imaña, Orrego, eran provincianos – de muy adentro- como para no darse cuenta como funcionaban los fulgores urbanos en la literatura. El centro de gravedad de las discusiones se daba también en torno a la dualidad: nacionalidad versus universalidad. Orrego en sus “Discriminaciones” nos ayuda a entender mejor ese contexto:


NACIONALIDAD, UNIVERSALIDAD

“Llegar a la nacionalidad a través de la universalidad y llegar a la universalidad a través de la nacionalidad, he aquí la fórmula vital del hombre histórico. Aparentemente, parecen excluirse, pero, en realidad, ambas se integran y aclaran, ambas se organizan y se construyen. Universalidad sin nacionalidad es cosmopolitismo des­caracterizado; nacionalidad sin universalidad es chauvinismo deshumanizado y ciego. El universo no debe eliminar a las patrias; la patria no debe devorar al universo.

Así como el individuo para serlo debe partir de un centro bio­lógico, núcleo o foco organizativo de su ser, que es su realidad ¡individual y personal, para luego proyectarse a su periferia —fami­lia, patria, humanidad— absorberla y anegarse en ella para mejor

realizarse, así también la nación, la patria tiene que partir de sí misma irradiándose hacia el universo y absorbiéndolo, también pa­ra vitalizarse.

Cuando este doble movimiento de endósmosis y de ósmosis se interrumpe, por fuerza tiene que producirse un estado patológico. El deflagrante nacionalismo actual de Europa que está montado sobre un esqueleto de acero explosivo, que está hecho por la guerra, no será el cáncer que se genera porque la nacionalidad vuelta sobre sí misma, reabsorbida en su ombligo, convertida en lepra jingoísta, ha olvidado de que el universo existe y que las pa­trias no pueden vivir fuera de él, rompiendo su ligamen plasentario, permanente y vital”


Orrego siempre influyó para ir “Hacia un humanismo americano”, cosa que se entendía fácilmente en la poesía y en los medios literarios, pero que eran más un “hueso duro de roer” en los medios universitarios y políticos. Este humanismo americano terminó por perfilarase y viceversa como el indoamericanismo. Orrego es un extraño caso de escritor proteico, tanto en lo literario como en lo politico-filosófico.

Veamos como enfrenta este episodio normativo refiriendose a Vallejo, el más notable de los ejemplos en EL SOLECISMO DE SU POESÍA:

“Cesar Vallejo con un golpe genial de intuición poé­tica y con un coraje artístico sin precedente, emprende la tarea más escabrosa y difícil que se haya producido en la vida literaria de América. Crea dentro del castellano y sin modelo extranjero, un nuevo lenguaje poético, una nueva técnica literaria. Desde las primeras palabras del prólogo a la primera edición de Trilce hago referencia a tamaña empresa.

Todos los grandes creadores de la expresión litera­ria, todos los egregios renovadores del lenguaje no tienen sino un camino, el solecismo y la alteración semántica de los vocablos envejecidos, que han ido acumulando y transbordando a sus espaldas una carga inmemorial de oxida­ción histórica. El poeta no se propone nunca ser original sino que su originalidad emerge de la necesidad interna de su emoción, de su expresión poética virginal.


Pero, el solecismo de Vallejo tiene todavía otra raíz. Glosando un pensamiento de Hegel dije, cierta vez, que en la expresión estética perfecta, "forma y contenido eran idénticas en el espíritu". O dicho de otra manera, una de­terminación estética del espíritu, apareja, también, una única, determinada e intransferible forma de expresión. La forma es el resplandor físico del espíritu, no lo altera, ni lo deforma sino, que lo revela. La forma y el contenido nacen juntos, así como la estructura corporal de un niño, al surgir del seno materno, es la expresión directa, espon­tánea y original del espíritu individual que lo anima. En la realización de una gran estética, en la expresión estética de gran estilo, no hay ni pueden haber dos formas igua­les, así como tampoco hay dos niños de formas corporales ".



Valdelomar y el Grupo Norte, fotografìa tomada en 1918, en Chan-Chan. En primer plano y con una chalina a modo de turbante, Valdelomar, aparece tambièn Antenor Orrego, Josè Eulogio Garrido, Oscar Imaña, Macedonio la Torre, y otros.

Ernesto More también nos ayuda a reconstruir con su “Vallejo, en la encrucijada del drama peruano” la huella humana, descrita para conocer y para entender patéticamente las acciones vividas por los actores de este teatro donde está Vallejo y algunos de nuestros escritores –piuranos- que expurgamos por ahora, en está crónica anecdótica donde el pintor trujillano Macedonio de la Torre en el “Infierno Feudal” hace -casi en soledad- su monologo interior. Macedonio fue uno de los artistas protagónicos de ese tiempo de los más longevos y pudo contar sustanciosas historias con cada detalle, que me parece volver a verlo y escucharlo en el Café del Yugoslavo en el Jr. Moquegua -en el Centro de Lima- donde todavía llegue a conocer a Macedonio y a More, a principios de los años 70. More, y Macedonio, ambos, nos evocan, y son aún, todos estos escarceos, que por instantes nos parecen eternos:

—Nuestro grupo se componía de Vallejo, José Eulogio Garrido, Oscar Imaña, Eloy Espinoza, que era el benjamín de la partida y el niño engreído; Juan Es­pejo Asturrizaga, el negro Esquerre, el chino Julio Gálvez Orrego,, Antenor Orrego y Alcides Spelucín. Cons­tituimos el grupo "Norte", nombre con el que había después de bautizarse el periódico que dirigió Orrego. Me parece justo decir que Orrego fue el primero en descubrir el valor del cholo. Lo defendió a capa y es­pada contra los ataques de que Vallejo era víctima de parte de los magister.

—La vida en Trujillo transcurría con esa inso­portable placidez de convento. Todo era barato. El kilo de carne costaba 15 centavos, el litro de leche va­lía medio, y el ají y las verduras se daban de yapa. Un sueldo de cien soles correspondía a un jefe de ofi­cina, y quien lo ganaba constituía un buen partido casamentero. El alquiler de una casa costaba una li­bra. Todo era barato a condición de permanecer en­claustrados. ¡No había nada que hacer!...


—Valdelomar introdujo en Trujillo los vicios des­critos por Claude Farrére. Y tuvo buenos discípulos. Había un joven, cuyo nombre callo, que solía distri­buir éter en una gran lata, a golpe de campana, pues pasaba por las calles golpeando con un palo la lata en que estaba el tóxico para que lo tomara el que quisie­ra. Era un verdadero apóstol y misionero...


—Y después de algunos años, vuelvo a encontrar al cholo en París, el año 25, la época en que Uds. lle­garon a la gran ciudad. Como era natural, los prime­ros años fueron de tremenda desorientación para Cesar. Escribía poco, sus crónicas para "Mundial" y "Va­riedades", y casi nada más. Poéticamente, estuvo co­mo paralizado algunos años. Tengo para mí que el cholo no debía haberse separado de Henriette, esa mu­jer tan abnegada que sufrió en silencio y compartió su miseria valientemente, muchas veces trabajando.


Macedonio tendría mucho que decir, pero no ha­ce sino apuntar y perderse.


—Una vez fui invitado a comer en casa de Vallejo cuando ya estaba con Georgette Nos presentó una buena mesa. La casa estaba bien puesta y no fal­taba nada. Al terminar, el cholo, saboreando un pla­cer que no pudo reprimir, dirigiéndose a su mujer, le dijo: "Tócanos un poco de Beethoven". Había ciertos principios de burguesía. . . ¿O sería que me había acostumbrado a ver al cholo viviendo otro género de vida?...


—Con Cesar hemos pasado muchas, como a ti te consta. Pero hay una aventura singular. Hubo un momento, entre los muchos difíciles, en que era preci­so empeñar algo para vivir un poco. Y ese algo era un abrigo de pieles de mi mujer. Y aunque las pieles son allá corrientes, las que componían el abrigo tenían cierto valor. Hicimos nuestros cálculos y pensamos po­der sacar unos 200 francos en la peña. Acudí a Vallejo, quien estaba munido de su carnet de identidad. Y salimos con él y con Juan Luis Velásquez. En el mon­te de piedad nos dijeron que esos objetos debían ser presentados en Una caja. Salimos a comprarla y encon­tramos una de cartón que nos pareció aparente. • Me­timos en ella el abrigo y volvimos campantes. Nos di­jeron entonces que la caja debía ser de madera. La cosa era ya más grave. No había cajas de madera y tuvimos que ir en busca de un carpintero, lo que allá no es tan fácil de encontrar como aquí. Para pagar la caja, hubo necesidad de convencer a Velásquez que empeñara su reloj. Con el importe, pagamos al carpin­tero, metimos en ella el famoso abrigo y nos precipita­mos nuevamente a la peña. Cuál no sería nuestra sor­presa cuando nos dijeron que el abrigo debía venir en­vuelto en tela, dentro de la caja. Compramos tela, en­volvimos con ella la prenda, y retornamos, haciéndonos esta vez preguntas mentales sobre lo que todavía falta­ría por hacer. En efecto, faltaba coser la tela. Tuvi­mos que salir por cuarta vez para hacerla coser. Nue­vo retorno. Larga espera. La gente hacía cola, y cada cliente esperaba que se cantase el precio que se podía dar por su prenda. En eso oímos un grito del emplea­do: ¡Un franco!. . ., al que respondió otro, dado por una mujer, grito que fue un verdadero alarido: ¡Oui! (Sí). Era una mujer que aceptaba que se le diera un franco por la prenda. Fue el grito de la miseria que —me acuerdo muy bien— hizo temblar a Vallejo y nos llenó de emoción a los tres. A nosotros nos dieron una bicoca, y como tuvimos que sacar el reloj de Velásquez, sólo nos quedó un saldo de unos 22 francos, con los cuales nos fuimos los tres al Mille Colonnes, donde comimos confortablemente. El primer abrigo debe ser para el estómago, mi viejo —nos dice Macedonio-, como rememorando aquella época gloriosa en que la camaradería ponía un fulgor de oro sobre la vida miserable..."


1942: Carleton Beals publicó “Fire on the Andes”, a nivel internacional y sin mucha repercusión literaria y política, pues la coyuntura nacional para los “indoamericanistas” ya no era la misma de antes, y los tiempos agitados habían cambiado. Su “Fuego en los Andes” es un libro polémico donde este peruanista (británico) expone sus simpatías y sus vivencias acerca del Perú, sus hombres, sus ideas, sus pasiones, sus paisajes y sus costumbres. No por nada las páginas de “Carbunclos” de Garrido están dedicadas a esa “generación perdida” de los más representativos escritores y artistas de esa “Bohemia”: Arturo Jiménez Borja, Cesar Vallejo, Carlos Camino Calderón, Abraham Valdelomar, José Alfredo Hernández, Cesar Atahualpa Rodríguez, José Sabogal, Luis Valle Goicochea, Carlos Alfonso Ríos, Edmundo Jibaja, Néstor S. Martos, Alicia Martos de Castañeda, Julia Codesido, Juan María Merino Vigil, y Camilo Blas.

Carleton Beals visitó a José Eulogio Garrido en Trujillo, en esa oportunidad, a fines de 1940, ya en el crepúsculo solitario del escritor. Quedaban en la memoria de aquellas tardes, las sombras de aquella “Bohemia”, esos días estupendos que ya habían pasado, pero “donde hubo fuego, quedan las cenizas”, y todavía ostentaba el brillo de cierto sinsabor (que nadie puede negar, tal grandeza literaria, la de Garrido), de aquella tertulia literaria y de aquella acelerada experiencia, de este hijo de Huancabamba, en su morada provinciana y trujillana:

“La vida es sencilla en Moche. Las gentes no leen muchos libros, la mayor parte de ellas están ocupa­das en sus cultivos, en negocios insignificantes, en sus familias, en sus hijos, en sus asuntos amorosos. Moche vegeta, sencillamente.

Pero me agrada Moche. Y me gusta no por otra razón sino porque allí vive mi amigo Garrido. Garrido, ligeramente magullado, calvo, hace una vida de recluso, no es fácil de abordar; sus silencios son largos y por­tentosos. Pero es gentil, considerado, docta su palabra. Además de ser editor de un diario de Trujillo, es un poeta, cuya alma está dividida entre las altas sierras en donde nació y Moche, en donde vaga trajeado con su overall azul. Sus hermosos poemas andinos, que versan 'Casi todos ellos acerca de su ciudad nativa —Huancabamba—, son vibrantes, plenos de emoción; cada flor, cada peñón, salta a la vista con pura y sagrada afección.


Aunque visité los Andes movido por la curiosidad, no podré quererlos jamás. Son demasiado brutales, de­masiado amplios, demasiado remotos. Me han produ­cido terrible agonía espiritual y corpórea, aterrándo­me, por lo que siempre traté de escapar de ellos rápi­damente. En oposición a las ásperas montañas de Mé­xico y California o a las colinas boscosas de Nueva In­glaterra, los Andes no me atraen con tan irresistible fuerza. Pero, cuando menos, gracias a Garrido, aprendí a comprenderlos mejor; descubrí que existían, aun en esa abrupta amplitud, delicadas notas menores; que palpitaba la vida humana, que eran sombríos, pero vá­lidos y plenos de esperanza. Mas, quizás debido a que durante muchos siglos el pueblo andino ha olvidado el significado interior de los Andes y de ellos mismos, hasta Garrido tuvo que marchar a las tierras bajas, hasta Moche, para descubrirlas. Sin embargo, por mu­cho que esta plácida ciudad, ubicada en el llano, di­fiera de los ásperos Andes, ambos son lugares en donde otrora imperó la antigua sabiduría incaica.


Garrido vive cerca de la estación del ferrocarril, en una amplia casa colonial, circundada por grandes galerías, enfrentada por majestuosas palmas mecidas por el viento. Enormes habitaciones se suceden unas a otras, interminablemente. Y también la brisa marina sopla incesantemente por entre aquellos largos y an­tiguos corredores.


Garrido vive allí. Los viejos pisos de madera, ple­nos de nudos, carcomidos por el tiempo, están cubier­tos por alfombras indígenas; existen escasas sillas, pero abundan los divanes, cómodas rinconeras de las que penden tejidos indios plenos de colorido, muchos estantes de Libros y elevadas paredes cubiertas con di­bujos de Sabogal, Camilo Blas y otros artistas, consi­derados como los mejores del Perú. Las amplias habi­taciones, a veces sombrías, desamparadas, conducen, inevitablemente, a la meditación pacífica. Me he sen­tado allí, solo, matizados mis pensamientos por ine­vitable melancolía, como si hubiera perdido algo en la vida, una paz nunca hallada. Desde que abandoné Trujillo y Moche he deseado mucho conocer toda la historia de aquella casa. Jamás le pregunté a Garrido. Y ambos detestamos escribir cartas.


El atardecer se cierne sobre el mundo. Garrido en­ciende una lamparilla y lee aquellos profundos poemas de los lejanos Andes, tan remotos y, sin embargo, tan cercanos.


Garrido fue uno de ese raro grupo del cual Haya de la Torre fue miembro. Estudiantes que salieron de la Universidad de Trujillo hace quince años, muchos de los cuales han formado el núcleo del movimiento aprista. Pero Garrido edita un diario conservador y sus vie­jos camaradas lo consideran un renegado. Como no es un político ni un amante de la lucha inmediata, su ver­dadera vida la constituye Moche. Allí busca paciente­mente algo, hurgando en su nebulosa juventud, pasa­da en los Andes, en la más arraigada parte de la vida peruana, aquella que ha sobrevivido por más siglos que la era cristiana, que tuvo sus glorias en la época de Gre­cia: la comunidad india".


2005: Mayo. En la Galería de Escritores, en la casa del poeta Cesar Vallejo, en Santiago de Chuco se exhibe -fue para mi una grata sorpresa ver- una fotografía de José Eulogio Garrido, tal como lo he descrito a comienzos de este escrito en la estancia de la infancia. Volver a encontrarlo, aunque solo sea en el imago de ese retrato colgado en la escarchada pared de barro de aquella sencilla casa serrana, me ha regresado inmediatamente a una nueva y atenta lectura de “Carbunclos”. Gran libro, olvidado. Gran fiesta, volver a caminar por la aldea de la infancia.

Volviendo a Octavio Paz , y también a los textos/re-creativos de “Carbunclos”, que siempre me han parecido prosas-poéticas, y que bien pueden ser considerados atributos notables del lenguaje espontaneo de los niños. Sobre ese aspecto del aporte de este lenguaje cognoscible a través de la belleza re-creativa, Octavio Paz dice: “La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento: lo primero que hace el hombre, frente a una realidad desconocida es nombrarla, bautizarla. Lo que ignoramos es lo innombrado. Todo aprendizaje principia como enseñanza de los verdaderos nombres de las cosas y termina con la revelación de la palabra-llave que nos abrirá las puertas de saber. O con la confesión de ignorancia: el silencio. Y aun el silencio dice algo, pues está preñado de signos. No podemos escapar del lenguaje”.

Diré algunas palabras más sobre este libro “Carbunclos” de José Eulogio Garrido donde conmueve volver al estado salvaje, inofensivo y concreto de la infancia, para ir en cada detalle nombrando el nombre de las cosas que hasta el final de la vida nos envuelven con su lenguaje: el padre, la madre, la casa familiar, los hermanos, los amigos, los parientes, la escuela, la aldea misma y su paisaje telúrico, todos esos objetos tan cercanos en la infancia que -tal vez- hasta el final de la vida nos rodean, y que terminan convirtiéndose en pertenencias preciosas y queridas, humanizándose la vida. Textos como “Mi tío Ricardo”, “El Cometa”, “El arco de siete colores”, “El duende” . Casi todo el libro. Me parece de una gran fiesta por ese paso que todos hemos vivido de la infancia, pero recordado con inteligencia en las abrumadoras palabras de José Eulogio Garrido con mucha vivacidad y una indescriptible ternura, donde todavía vive el “carpe diem” melodioso de la aldea serrana. En mejores palabras de lo que he dicho, y con mayor conocimiento respectivamente sobre “Carbunclos” se ha referido Nicanor A. de la Fuente, el gran Nixa: “Volver a los años que se han ido, es como darse un baño con lágrimas de las almas que nos asisten en este miedo de la vida. Es el refresco de los años, que vuelven a beber agua de la tinaja, donde los helechos se pusieron sus mejores verdores para vivir en el recuerdo de la humedad de las palabras de la abuela, de los regaños de las tías y los gritos de los muchachos. Es vivir toda la provincia en este libro, porque “la noche estaba metida toda en el traspatio y en el callejón, la lluvia era su voz”.

Cuando el poeta (o escritor) bebe del seno materno de la fuente original que es el terruño, no hay ningún problema con la adaptación sublimada de la realidad. El poema o texto, cuando aborda con creatividad absoluta el problema del lenguaje, el texto se transforma para siempre en creación universal, original y única, y porqué no, en telúrica experiencia.



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BIBLIOGRAFIA:

-José Eulogio Garrido. “Carbunclos”. Lima-Perú. Librería e Imprenta D. Miranda. 1948.

-Cesar Vallejo. “Literatura Peruana: La última generación”. Diario “El Norte” Trujillo. 12-03-1924.

-Cesar Vallejo. “El Romanticismo en la Poesía Castellana”. Juan Mejia Baca & P.L. Villanueva Ediciones. Lima-1954.

-Luis Monguio. “Cesar Vallejo, Vida y Obra”. Editora Perú Nuevo. Lima-Perú. 1952.

-André Coyné. “Cesar Vallejo y su Obra Poética”. Lima. Editorial Letras Peruana. 1957.

-Antenor Orrego. “discriminaciones”. Universidad Nacional Federico Villarreal. Facultad de Educación y Ciencias Humanas. Lima. Perú. 1965

-Antenor Orrego. “Hacía Un Humanismo Americano”- Librería-Editorial Juan Mejía Baca. Lima. 1966.

-Ernesto More. “Vallejo, en la encrucijada del drama peruano”. Librería y Distribuidora Bendezú. Lima. 1988.

-Carleton Beals. “Fuego Sobre los Andes”. Empresa Editora Zig-Zag. S.A. Santiago de Chile. 1942.






TEXTOS DE “CARBUNCLOS” DE JOSÉ EULOGIO GARRIDO
 
CREPÚSCULO TERCERO
 
El Cometa

Para Tí, padre.


La tarde había sido trágica. La clase de Aritmética y de Historia Santa resultaron desastrosas. Los muchachos, más preocupados con la idea de salir temprano a volar "las pavas" y "los barriles", no tuvimos tranquilidad para -desarrollar los problemas ni para aprender la historia de Esaú y Jacob. Y así fue como mi padre, a la hora de la lección, nos pilló azorados y sin una idea fija en la cabeza.

La mortandad fue inevitable. Uno tras otro mis compañeros oyeron una salmodia de calificativos humillantes y aún sintieron coscorrones de cierta magnitud en la "tutuma". Yo no podía escapar a la suerte co­mún. En el magín me danzaban una idea absurda los "complejos" y el plato de lentejas de Jacob y a la hora que mi padre me interrogó hice una mescolanza desconcertante. El apenas me miró en relámpago, a través de sus cejas espesas tan temibles para mí. No me dijo nada. Pe­ro ya sabía yo que la tormenta se desencadenaría después.

— A repasar de nuevo, sin moverse de aquí! ¿Ya entiende usted? Sin moverse. Esto de "sin moverse" resultaba para mí más pavoroso que el más áspero adjetivo y más que tres coscorrones de ley. Significaba no poder ir a corretear, no poder ir a la "otra casa", donde mi mami­ta; no poder ir al rezo de noche; no poder........ en fin........

Bajo el peso del castigo tuve que sentarme en un rincón con la pi­zarra, el lápiz, la embrollada Aritmética de García Godos y la chismosa Historia Santa. Y la danza en mi cabeza fue más tremenda. Eso por un rato prudente, mientras oí los paseos y refunfuños de mi padre, en los altos. Cuando éstos cesaron me entretuve en fojear la Historia en busca de "las figuras".

A poco hubo alboroto en la casa.

— ¡El cometa! ¡El cometa! ¡Vengan a ver el cometa! Carreras de mis hermanos a los altos.

Yo creí que se trataba de alguna cometa grande y me pareció de­masiado aspaviento.

— ¡Ven, hombre, a ver el cometa!

—¿Qué cometa? ¿De quién es?

—¿De quién? ¡Tonto! Si no es cometa de papel. ¡Ven para que lo veas!, me dijo Máximo subiendo de dos en dos los peldaños de la es­calera.

—¿Y si "me trata" mi papá?

— ¡No seas zonzo! Sube un momento y vuelve a repasar.

Yo me había convencido desde antes y alcancé a Máximo.

Salimos al balcón largo de la casa que se abría sobre la plaza. Hacía el extremo, mi padre rodeado de mis hermanas, miraba hacia el lado por donde se ocultaba el sol.

Máximo y yo nos acercamos sigilosamente para que no nos sintie­ra mi padre. Ya detrás del grupo, nos empinamos para mirar.

No pude reprimir un ¡Oh! ¡Oh! gutural.

Un lucero enorme con una gran cola brillante parecía prendido en el cielo sobre el testuz del cerro Gutiligún.

El cielo, hacia el Poniente, y las nubes que bogaban cerca pare­cían en llamas.

— ¡Oh! ¡Oh! ¿Oué es eso papá?

La pregunta me salió borboteante y cuando quise contenerla ya estaba fuera. Esperé la tempestad y bajé la cabeza.

Mas, sólo oí la voz de mi padre, grave y serena:

— ¡Es un cometa! Un astro que sólo aparece cada muchos años. Ya después lo entenderás mejor........ Acércate para que lo mires bien.....

Y me jaló hacia sí. Yo me acerqué a la baranda.

La mano de mí padre sobre mi hombro y su voz, tan llena de se­renidad, al decirme:— ¡Qué hermoso es!.— abrieron los primeros goz­nes de mis ojos ante la belleza.




CREPÚSCULO SÉPTIMO

Mi tío Ricardo

De tiempo en tiempo me viene, con el recuerdo agraz y radiante de mi adolescencia, la sombra de un hombre cargado de años y de bondad.

Esa sombra es la de mi tío Ricardo. Una sombra, mas no un volumen; un gesto paternal, mas no un grito.

Esa sombra dibujó una viñeta al margen de mi niñez y de mi juventud; una viñeta más lírica que concreta, muy simple, pero con tin­tura imborrable.

Recuerdo que, desde muy niño mis gentes me dijeron que el tío Ricardo había sida mi padrino de confirmación. Así sería, aindamente, pero yo recuerdo también haberlo querido por su melancólica placidez, por su carácter parco y por su estar silencioso y recogido. Y ahora que devano mis visiones de antes, pienso que yo quería al tío Ricardo, porque era distinto a todos mis parientes, más quieto, más contenido, más hermético, pero cuánto más misericordioso y más miel de buen panal.

El tío Ricardo me quería a mí también, me quería más que a todos sus otros sobrinos........ Me quería........ me quería........ ¡sabe el buen Dios porqué!...... Por un poco de compasión quizás...... por el rezumo de su soledad........ porque quien sabe vio en mí un niño alelado y titubeante......

¡Quién sabe porqué me querría!

Al tío Ricardo lo conocí cuando ya sus años necesitaban de bastón para seguir caminando. Pequeño, enjuto, un poco moreno, de barba en­trecana y rala calvicie. Vivía solo. Vivía en una habitación que no sé sí la arrendaba o se la daba algún pariente por el  qué dirán. La habitación se abría hacia la calle más dramática de Huancabamba........ Digo la más dramática porque es la calle "rajada", la que se está resbalando hacia el río, desde hace años y años; la calle que se sigue resbalando y que nadie sabe cuando acabará de resbalarse. Es seguro que, ahora, si es que aún está en pié la habitación donde pasaba sus noches y dormía el tío Ricardo, ya no estará al frente de la casa que tuvo como espejo durante la vida de su único morador. Ya otra casa, que antes estaría más arriba, habrá caminado y estará al frente de la puerta que solía abrir sigilosamente el tío Ricardo, a cada amanecer, para arrojar el agua de su jofaina franciscana.

Mi tío Ricardo estaba pegado a la casa de mi padre. Pegado con levadura doble: la levadura del pan de cada día y la levadura del cora­zón........ Lo veo así y lo siento así, ahora, con mis ojos acostumbrados a medir y a pesar las cosas con el termómetro y la balanza del tiempo y la distancia.

Cuando muchacho no supe explicármelo nunca.

Mi padre era escribano público del pueblo y consultor público del pueblo también. Y mi tío Ricardo fue su amanuense años y más años.

Fresca aún la mañana el tío Ricardo iba a esperar que mi padre abriera la Escribanía. Se saludarían a sordos refunfuños, entiendo, que mi padre era otro gran silencioso también.

Todas las mañanas se las pasaba el tío Ricardo garrapatea que ga­rrapatea minutas, bajo el dictado tajante e imperativo de mi padre, unas veces; y copia que te copia, otras veces, "testimonios" y "copias simples" para el señor Zutano, para el hacendado Mengano, para el Man­dón cualquiera, o para el Timoteo de Pundín, o la Conseciona de Sapalache; ¡sábelo Dios!

Siempre callado, siempre calmoso, el tío Ricardo, no hizo mayor ca­so nunca de las cóleras de mi padre, y a lo sumo, cuando la borrasca amenazaba mucho, él se levantaba, guardaba sus anteojos venerables, agarraba su sombrero bien hormado y su bastón y se salía sin decir una sílaba...... Y era seguro que después el desenlace se desencadenara en la casa, pues mi padre no se resignaba fácilmente a.pasárselas sin el tío -Ricardo, a pesar de las "malas ausencias" que alguna vez hiciera de él. Y es que no sólo se había acostumbrado a él, sino que lo quería entrañablemente también, pienso ahora.

El tío Ricardo no iba por las tardes a la Escribanía. No iba, porque las tardes las dedicaba a su esparcimiento personal. Y ese esparcimiento consistía en la libación de unas cuantas copitas de aguardiente de caña de Canchaque, famoso en la comarca.

Y para hacerlo, sólo o en muy rala compañía, siempre se iba a una tienda de nuestra misma casa, cerca de la Escribanía.

Recuerdo "como si fuera ayer", que siempre, cuando yo salía de la Escuela, por las tardes, encontraba al tío Ricardo, sentado en la puer­ta de la tienda preferida, con su sombrero encasquetado, mudo y apo­yando el mentón sobre las manos juntas que empuñaban el bastón.   A veces lo hallaba dormitando.... Y entonces lo despertaba, porque siem­pre tenía para mí algún envoltorio de golosinas en uno de sus bolsillos.   El escuchaba mis quejas pueriles y mis quisquillosidades de muchacho. Y siempre me consolaba con su "Ya verán''..., o con algún medio en plata, que me resultaba de lo más reconfortante.

De la tienda, donde muy rara vez tomaba parte en el chismorreo y despellejamiento del "género humano", mi tío Ricardo se iba todas las noches -a prima noche- un poco tambaleante y adormilado, hacia su . aposento, a través de una calleja, a veces transida de obscuridad y de silencio y otras veces con farol de luna y borboteante de muchachos gritones.

Posiblemente la gente de entonces -"familias" o no- no sabrían qué pensar del tío Ricardo, juzgándolo quizás un poco raro o un "candelojón", como pintorescamente se calificaba en mi tierra a toda persona poco aficionada a los corrillos y a los "cuentos".

Se extrañarían de su persistente silencio, de su parquedad, de su ningún afán de hacerse el importante.
Llegó el día en que a mi padre se le ocurrió que ya tenía que mandarme a un colegio, a Piura o a Trujillo, y uno de los nudos más indesatables se me hizo en la garganta cuando quise anunciarle al tío Ri­cardo la inminencia de mi viaje, para mí, entonces, tan monstruoso como inútil.

Al fin, no llegué a decirle nada.  Además, ya lo sabía... Só­lo recuerdo que la víspera de mi viaje, como de costumbre, lo busqué en la tienda consabida. El Sol ya no brillaba sino en rescoldos granates sobre las piedras llagadas del Pariacaca. Hallé a mi tío Ricardo más que nunca dormido, más taciturno que dormido quizás (luego supe que había llegado más callado que nunca y luego de sorberse una co­pa de aguardiente, se sentó en su sitio de siempre, a mirar la plaza primero y a dormitar después, apoyado el mentón en las manos viejas y éstas en el viejo bastón).

Lo moví casi sin querer molerlo. Pero se incorporó ligeramente, y metiéndose la mano en el bolsillo de costumbre, la sacó vacía y sin mirarme, me dijo con voz temblorosa:

— ¡Ahora no tengo nada que darte, muchacho!

¡Y nada más!......-. Volvió a su postura de antes, y yo no sé cómo pude despréndeme del sitio y correr lejos.

Años más tarde regresé a mi pueblo, y hallé al tío Ricardo "igualito"; aún que sí algo más envejecido y titubeante. Siempre iba a la Escribanía por las mañanas, pero ya desganado y arrastrando los pies. Por las tardes no iba nunca, pero sí se pasaba las horas en la tienda de antes, sentado en su silla, en su sempiterna actitud distraída y somnolienta.

Yo, grandullón y colegial, con pretensiones y merendengues de señorito "regresado de la costa", y a pesar de eso, no dejé de verlo todos los días y estar siquiera unos minutos cerca de él en sus estáticas sentadas frente a la Plaza. Me quería como antes, más que antes, quizás, pero parecía como acobardado delante de mí, como si se sintiera inferior -¿inferior de qué?, ¿inferior por qué?- pero siempre, con movimiento maquinal, se llevaba la mano al bolsillo, y al sacarla vacía, avergonzado, me decía:

- ¡Siempre me olvido de que ya no eres chico, muchacho!

¡Buen tío Ricardo!

Y, siempre en las noches -pero más temprano que en las noches de antes- se iba a su casa a paso tardo, tanteando las paredes con su bastón más despierto que él. Y algunas veces alguien lo acompañaba conmiseradamente.

De nuevo, a otro mandato de mi padre debí partir del pueblo a "se­guir los estudios"... para ser doctor!... Enraizado otra vez a mi pueblo y a mis gentes, tuve que obedecer, a pesar de los pesares.
Mi tío Ricardo, a quien sí le dije esta vez mi congoja, me conforto con voz trémula:

- ¡Anda, no más, mocito, adonde te manda tu padre!... Anda... que ha de ser para tu bien!... Anda... y no te olvides de tu pobre viejo...!

Y me vine...y ni volví... ¡ni he sido doctor... tampoco...!

Y mientras tanto, en el trajín de mi ausencia, un cierto día mi tío Ricardo, ya no fue a sentarse en la tienda de la esquina de la Plaza...

Se había enfermado, y días más tarde, con pies ajenos, se fue al Pan­teón para siempre; al Panteón que él había mirado tanto y tanto, desde su silla todas las tardes, mientras la luz crepuscular se volantineaba y bordaba arabescos sobre las laderas del Pariacaca...

Años más tarde, distante yo de mi pueblo -en la doble lejanía del tiempo y la distancia- me puse, cierta tarde de otoño, a morder este recuerdo en llaga, y al escribirlo, se fue muriendo la luz fuera de mi aposento, sobre el jardín inmóvil.

Pero cuando mi mano, que parecía estar devanando telarañas de lágrimas, escribía:

"Y, mientras tanto... en el trajín de mi ausencia, un cierto día, mi tío Ricardo ya no fue a sentarse en la tienda de la esquina de la Pla­za..." vi al través de la ventana florecer un agapanto y cómo se en­cendió, el cerro Chipitur, en telón de lejanía, con un morderé del otro mundo, precisamente a la hora en que allá lejos, en mi tierra, se estarían incendiando de crepúsculo las piedras llagadas del Pariacaca, a cuya fal­da seguiría durmiendo mi tío Ricardo, su último sueño largo!...

Y por su recuerdo y para su recuerdo salí y corté el agapanto recién florecido bajo ese crepúsculo de mayo, y ya con él cerca, seguí escribiendo estas remembranzas con las cuales tropieza mi pluma como mariposa ciega entre mariposas ciegas...




José Eulogio Garrido: Grabado de Mariano Alcantara.