Presentación del libro "Sinfonía de ilusiones" de Juan Rodríguez Pérez, a cargo de Maynor Freyre, Armando Arteaga y Juan Benavente. En "El Ekeko" de Barranco.
Dentro de veinte años, cuando se vuelva la mirada hacia atrás, y algunos como Lot, nos encontremos como estatuas literarias, se recordará esta “Sinfonía de Ilusiones” (Cuentos de Juan Rodríguez Pérez).
La verdad es que estoy sorprendido con el manejo temático amazónico de este libro “Sinfonía de Ilusiones” de Rodríguez Pérez. Rodríguez Pérez es un acertado constructor, de secuencias y “ritmos interiores” contables, de ciertas historias inverosímiles de nuestra Amazonía, que este joven escritor de la región San Martín hace con destreza.
En el primer cuento “Mami Juana, no veía mejor que Papá Leo”, la lluvia y la Amazonía con su estruendo musical: enriquecen tremendamente el contexto narrativo de aquel viejo sentado sobre un petate en la puerta de su casa que espera ver el regreso del hijo peregrino que se ha ido a la ciudad. La lluvia y la “shapaja” del techo de la casa definen las pautas del contexto narrativo. Me parece estar atrapado por aquella atmosfera del “tropo-tropel- pluvial” que Gabriel García Márquez le da a su cuento “Isabel viendo llover en Macondo”. Pero, no solo eso, sino que este personaje cuya figura fantasmal divaga por el Ucayali, y nos descubre una calle del pueblo de Huinguillo también es “macondiano”. En la Amazonía, todo es posible, menos que el hijo peregrino vuelva hijo prodigo recuperado desde el olvido o desde la memoria recobrada, para encontrarse nuevamente con el padre. Detalle bíblico, pero sin religión alguna, que Rodríguez Pérez, trae para la narrativa joven de nuestro país.
En el cuento “Se acabaron tus minutos”, el Ing. Cappillo se hace viejo mirándose a través del “espejo de su vida” en búsqueda de “otra” felicidad, otra mujer, a lo mejor, que lo salve de su matrimonio de pacotilla, que lo libere, o que lo delate cruelmente: tal el “olor” de la crema dentífrica en la celosa imaginación de su mujer. Aquí el amor, otorga a los seres infelices y terrestres cierta mediocridad enmarañada en su propio laberinto humano, esta mediocridad los ayuda a vivir. La vida cotidiana tiene cierta importancia y brillo en cada circunstancia, que así nomas cualquiera de estos seres no tiene sumaria posible. Pareciera que el tiempo real, vuelva a estos seres humanos (sujetos extremos) en personajes feos y nefastos (objetos muertos en vida), atrapados en su propia vorágine prodigiosa. Aquí, solamente el tiempo real, los minutos contados, logran despejar todas las mentiras del mundo.
La “Sinfonía de Ilusiones”, me resulta casi un suceso familiar, para los que conocemos la Amazonía en su verdadera dimensión, nos resulta un hecho inserto en la propia vida de sus pobladores: el acontecimiento de la muerte, la influencia del fenómeno mortuorio en la vida misma de sus personajes, de vital importancia, porque la muerte no termina nunca, al contrario prolonga los pesares y las nostalgias, trastoca todos los sueños, hasta convertir a todos los individuos en hombres anónimos y vulgares. El cuento “Anónimo Vulgar”, es la prolongación de las ilusiones, es por eso que Rodríguez Pérez reflexiona –camusianamente- diciendo: “Tanto luchar, para terminar apestando”, aunque el rio de la vida, recordemos a Heráclito, siga discurriendo siempre: prudencialmente, provocativamente, provenzalmente.
Amazonía, selva exuberante y narrativa como la de Horacio Quiroga, agua, música, ríos que abren senderos, tiempo y ficción, cotidianidad: se entrecruzan en estos cuentos donde “lo amazónico” siempre está presente con todas sus alegrías y todos sus miedos, como en el cuento “¿Pazos?”. Una mirada “realista” se expresa en “Fin de Semana”, aquí también (como en “Se acabaron tus minutos”), el Ing. Cappillo, como Astolfo: el padre del niño que relata en primera persona la infelicidad y el amor, se asfixian en la modesta vida pueblerina, van siempre de la mano con la mnemotecnia popular. Los personajes siempre se traicionan a ellos mismos y a la gente que los rodea. Rodríguez Pérez extrae estos detalles humanos, sin menoscabar la belleza exuberante del laberinto selvático, para decirnos que allí también, en ese estupendo escenario sus personajes se angustian y viven su propio sufrimiento existencial.
La sopa de zapato que Arturito toma, no es más que una indicación de la pobreza material sublimada con la ironía que le pone el escritor, en esa realidad están sumergidos estos personajes, pero es también algo real. La fantasía más extraordinaria que recoge este libro de cuentos se da en este simple dialogo:
-No tengo hambre- contesta Arturito.
-¿Qué haz comido que no tienes hambre?.
El hambre es el lenguaje que hablan estas familias pobres, un ensañamiento discreto de sus propias debilidades, enmascaradas dentro de su propia vida en el esplendor del paisaje selvático, donde toda imaginación es posible. El autor usa casi siempre diminutivos como Arturito, Felipito, Jorgito, otorgándole a estas “creaturas”: roles infantiles y familiares, dentro de todo este laberinto literario y misterioso, del que por supuesto, sale airoso.
Podemos decir, que la narrativa amazónica, nos trae ahora personajes menos épicos, de carne y hueso, pellejos humanos: no tan éticos, nada felices, y más silvestres. Algunos de estos personajes ya están en la tradición narrativa y discursiva de Hernández, Izquierdo Ríos, Calvo de Araujo y Romero, y otros personajes: los que ha inculcado la narrativa de Rodríguez Pérez, traen los problemas actuales de la indisposición actual y la indigencia moral de la situación actual y coyuntural de nuestra Amazonia. Son más cercanos a nuestra percepción vigente. Encuentro mucho de equilibro literario en este libro de cuentos entre la realidad y la ficción, pero sobre todo madurez, para ser su primer libro. Saludo entonces, la llegada puntual de esta narrativa de Juan Rodríguez Pérez como un destacado escritor, sumándose al lado de otros jóvenes narradores, que para mi gusto son los que destacan: Fernando Ampuero, Teófilo Gutiérrez, Cronwell Jara, Oscar Colchado, Dante Castro y Zein Zorrilla.
El Ekeko, Barranco. Septiembre, 1995.