septiembre 22, 2024

EL TAXISTA / POR ARMANDO ARTEAGA


EL TAXISTA

Observó que el desconocido que fumaba era algo extraño. No estaba en regla la noche. Estar debajo de sus pier­nas en unos cuantos segundos, caído del cielo, tirado en el suelo, sin conocimiento, mientras volaba por los aires, sobre el tiempo perdido, en un instante que pare­ce un siglo, era un suceso desprevenido.

La muerte parecía explotar de sus labios que tembla­ban.

- ¿Qué está pasando, Jefe?

El desconocido golpeaba el rostro del muchacho.

- ¡No sé nada, Jefecito!.  Y el tumulto de la gente creció como un inesperado tumor en el instante mismo de la noche. Al filo de la navaja, en otro abismo.

Con discreción, el muchacho deslizó por su pierna el pequeño paquete que le fastidiaba en el sexo, mientras fingía morirse.  El muchacho caído en el suelo no daba señas de nada.

- Está frío.

Alcanzó a escuchar la voz del desconocido que fumaba. .El muchacho sintió morirse más, estaba haciéndose el muertito, no estaba en la playa para flotar como un corcho, sin embargo flotaba, se estaba haciendo el muerto. Y lo es­taba logrando.

- Cojudo, lo has  enfriado. El Jefe solo quería que lo acaricien. Se te ha pasado la mano. Le has dado vuelta.

- Vámonos - ordenó una voz rígida que venía de la parte de atrás.

Y de pronto, por arte de magia, se hizo el silencio. Solo que el muertito empezaba a estar con roche. Un cú­mulo de gente lo empezaba a rodear haciendo una circun­ferencia.  El desfile de piernas no lo dejaba divisar ni calcular a cuántos metros estaba el sardinel del paso de los vehículos que van por la autopista.

- ¡Traigan una ambulancia!.

- ¡Llamen a un patrullero!.

Un ligero pestañeo le permitió ver un cerco luminoso al fondo del terreno baldío que besaba la calle oscura.  La gente estaba ahora mas empecinada en buscar auxilio que en mirar al muerto. Fue entonces que el muchacho se de­cidió por hacer el milagro de Lázaro, levantarse, ahora o nunca, y salir corriendo, estando muerto, volar por los aires, a volar joven. Y correr, correr, no mirar hacia atrás, podría petrificarse, subir al primer taxi que encontrara por la autopista, que lo liberara del tumulto y del escándalo.

Al mirar hacia atrás, divisó una mancha amorfa que chi­llaba: ¡auxilio!, ¡auxilio!; ¡se ha escapado el muerto!, gri­taba una mujer.

Un volkswagen rojo apareció por la autopista.

- Lléveme a Ventanilla- le suplicó al chofer.

Este parcero está pal gato, pensó el fercho.

- Puta madre, qué tal paliza le han dado, cumpa, será por alguna falda, seguro, lo interrogaba amistosamente el hombre del timón. Yo por eso, fiel a una sola jerma.  Lo han masacrado, paisa, no se vaya a quedar dormido, mientras sorteaba a los otros vehículos que serpenteaban la carrete­ra de asfalto mojado.

-Ya estamos en Nuevo Perú.  En dónde lo dejo, tigre.

El muchacho argumentó estar en las últimas -suplicó-, no tener plata para pagar. Dios se lo pagará, cumpita.

- Vaya nomás, la próxima me paga, me debe una, com­padre. No se me vaya a morir en plena calle, y aquí never.

El moribundo se perdió por la calleja polvorienta lle­na de casas de esteras.  De la penumbra brillante de las casas asomaba discretamente un hilo de luz de Petromax.

El muchacho avanzaba adolorido, hasta llegar a la últi­ma cumbre del arenal. Tocó una destartalada puerta de ma­dera y latón.

- Abre la puerta.

Una mujer desgreñada y marchita lo acogió con voz llena de susto:

- ¡Jesús!. Te han sacado la eme.

El muchacho se desplomó en los brazos de la mujer.

En “Radio Mar”, la vida era sabrosa, Rolando Laserie  cantaba El Muerto se fue de Rumba (en realidad.: El Muerto Vivo).  Larga había sido la noche.  Empezaba un nuevo amanecer. De nuevo a  la vida, el muchacho se recuperaba de  la paliza.

La mujer en la cocina -un par de adobes y leña- preparaba un caldo de gallina, el wallpa caldo que le devolverá la vida al muchacho.

Afuera, de la pequeña choza, otra gallina picoteaba y se banqueteaba persiguiendo un gusano en el arenal.