Pallasca –lo escribí hace algún tiempo- es “un pueblito de la sierra ancashina, bello, saludable y acogedor, por sus paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de su gente, que es capaz de atraer al más distante de los humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón. “
La historia
Su historia se remonta a los primeros tiempos de la Conquista. Estudios serios indican que su nombre provendría del cacique Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquiguarac, “indio noble que prestó importantes servicios durante el paso de los primeros conquistadores”, por lo que habría recibido escudo de armas, según señala el historiador Félix Álvarez Brun, en su libro ANCASH, una historia regional peruana.[1]
En Pallasca han ocurrido hechos que merecen ser resaltados. En las aguas del Río Tablachaca (antes Andamarca) fue arrojado el cadáver de Huáscar, el último heredero legítimo del Imperio Incaico. En dos oportunidades, a fines del siglo XVI, recibió la importante visita de Toribio de Mogrovejo, entonces la más alta dignidad de la Iglesia Católica en el Perú y después proclamado santo, en diciembre de 1726. En la etapa de la Independencia aportó su cuota de hombres y provisiones para el Ejército Libertador. Cuando se produjo la invasión chilena, puso de manifiesto su arrojo y patriotismo negándose a cumplir las órdenes de los jefes militares enemigos y, más bien, se enfrentó, en desigual batalla, dando excepcional muestra de dignidad que le costó, como heroico saldo, decenas de muertos y heridos.
Años antes de aquel conflicto fue visitada, en épocas distintas, por dos importantes estudiosos europeos cuyos testimonios fueron insertados en sendos libros que son fuente obligada de consulta: Charles Wiener, autor de Peru et Bolivie, y Antonio Raymondi, que escribió El Departamento de Ancasch y sus riquezas minerales. El francés Wiener, entre otras descripciones y alusiones, se refiere al río Tablachaca y expresa que se trata de “uno de los sitios más notables en la historia del Perú”, porque allí “fue degollado cerca del puente por orden de su hermano sublevado”, Huáscar el último inca legítimo. Raymondi advierte que el distrito de Pallasca “es el más estenso (sic) de todos los de la Provincia” e intuye, por algunas evidencias encontradas, que debió haber sido importante durante la dominación española; resalta la belleza del panorama que se aprecia desde Santa Lucía donde, dice, “hay una pequeña capilla”, y llega a conocer el subterráneo (que nosotros cuando niños llamábamos “infiernillo”) ubicado en una vivienda al frente del templo de San Juan Bautista. Pero lo más significativo quizás sea el haberse dado cuenta que, como en otros distritos (a diferencia de Corongo, que entonces formaba parte de nuestra provincia) en Pallasca solo se habla el idioma español, lo cual, según su personal apreciación, hace que los habitantes de estos pueblos sean más tratables y cariñosos”. La ausencia del Quechua -que no tuvo tiempo de arraigarse en los pueblos de nuestra Provincia (y que, por cierto, deberíamos lamentar)- se debe a que –como señalaron investigaciones lingüísticas ulteriores- el idioma nativo en esta región fue, en realidad, el Culli que prácticamente sucumbió ante la irrupción sucesiva de incas y de españoles y del que solo han quedado desperdigadas o “chapreadas” (que es como se dice en pallasquino) algunas expresiones que son empleadas con frecuencia (pienso ahora en la particular eufonía de los topónimos Conshyam, Mushyuquino, Pocata, Shulgarape…)
La poesía
Si aceptamos que –tal como afirma el historiador Álvarez Brun- Pallasca es la antigua Andamarca, aquel pueblo más o menos cercano al río en que, sabemos, fue arrojado el cuerpo sin vida de Huáscar, el último Inca legítimo, entonces tendremos que admitir que la poesía pallasquina comienza con el poeta sevillano Diego Mejía de Fernangil. La segunda parte de su Parnaso Antártico, llamada “Égloga Intitulada El Dios Pan…”, tiene, entre otros, estos significativos versos:
“Aquí, señor don Diego, en Andamarca,
donde el Quisquis, y el gran Cilicochima
cortaron la cabeza a su monarca,
junto al arroyo do con vena opima
de rubicunda sangre dio a su vida
el sin ventura Guáscar fin y cima,
me hallo a la sazón que a su querida
Tetis inclina la jornada Apolo,
Dejando esta región oscurecida.”
Es decir, la poesía pallasquina (digo, aquella escrita en Pallasca) tendría su registro histórico a partir del siglo XVII. Pero para sustentar esta afirmación habría que darse el menudo trabajo de recurrir a la Biblioteca de Paris que es donde, tenemos entendido, se encuentra el texto completo del largo poema, y además hacer un seguimiento al itinerario biográfico de aquel medio desconocido vate. Esto permitiría sumar argumentos a la tesis pulcra y minuciosamente expuesta por Álvarez Brun, nuestro laureado escritor.
Pero por ahora solo nos importa ocuparnos de otros poetas, los creadores emblemáticos de Pallasca: Víctor H. Acosta y Teófilo Porturas que, por cierto, merecen permanecer en nuestra memoria, alimentando el lado noble de nuestro orgullo. Olvidarlos sería injusto, oprobioso y ofensivo a la dignidad.
La única vez que ví a don Víctor H. Acosta fue el día en que lo conocí. Yo tenía doce años. Ocurrió cuando –como lo he contado en una crónica- “alumnos y profesores de la 293, mi escuela, habíamos ido en “excursión” a la capital de la provincia y allí, fastuosos, en una velada literario musical hicimos una representación teatral en la que yo aparecía como “Willac Umu”, usando como parte de la indumentaria una capa probablemente del San Juan Bautista de mi tierra”. Mi padre, el maestro Rafa, era mi profesor y, por tanto, también fue de la partida. Yo siempre “paraba –como se dice- pegado a él”. Y recuerdo que en la Plaza de Armas de Cabana se produjo el encuentro: él y Víctor H. Acosta. La bella Iglesia de Santiago el Apóstol, mandada a construir creo que por el padre Ciro Palay, imperturbable y blanca permanecía allí apuntando al cielo en la esquina sur oriental. Y, claro, el niño zonzo -o sea yo- también en el lugar, pero mirando al suelo. Bien peinado, el poeta vestía un terno plomo a rayas correctamente abotonado, y con corbata. Supe que le gustaba jugar billar y que no confiaba en los tacos que se ofrecían en el establecimiento a donde acudía a relajarse con sus amigos; por eso prefería llevar el suyo, uno de color marfil que en aquellos momentos portaba y se ufanaba en mostrar a mi padre. Yo, por supuesto, ya sabía que se trataba de un poeta porque tuve oportunidad de conocer su único libro, Sentidas, que fuera publicado allá por el año 1929 cuando su autor, según tengo entendido, aún era adolescente (por lo menos eso es lo que se nota en la foto que aparece a la vuelta de la portada). Lo que nunca llegué a saber era el porqué de aquella “H” en su nombre (muchos años después alguien llegó a decirme –naturalmente, sin haberlo podido confirmar- que en realidad correspondía a su apellido paterno, el que por alguna de esas misteriosas razones o sinrazones que solo los poetas entienden, terminó reduciéndose a la inconfundible sonoridad de esa letra a la que le dicen muda). El librito, prologado por don Teófilo Porturas (con quien compartió experiencias de aprendizaje y creación en Trujillo, frecuentando en su adolescencia a poetas y escritores del Grupo Norte, como Antenor Orrego), fue impreso por la Imprenta Torres Zumarán del jirón Sandia 111, y yo lo obtuve gracias a que mi amigo Lucho Aparicio me lo regaló –después de haberlo encontrado junto a un número indeterminado de otros ejemplares, en el “terrado” de su vivienda- cuando formábamos parte del Club Infantil “Los Inseparables” (acerca del cual ofrezco publicar pronto una crónica, pues tiene una significación altamente sensible en mi vida). Don Víctor, el querido autor de Ave que muere, su poema más conocido y celebrado especialmente por las damas pallasquinas, nació en Pallasca, pero hasta sus últimos días vivió en Cabana, donde nacieron sus hijos y quedó su recuerdo.
Sentidas, el poemario de don Víctor, es un libro de formato pequeño, diríamos “de bolsillo”. Está compuesto por cuarenta y siete poemas bellos y bien escritos, que se caracterizan por una extraordinaria riqueza expresiva, además de musicalidad y ternura. En ellos se pone de manifiesto poco discretamente la presencia de Rubén Darío; es que el Modernismo había poblado el continente, entonces. Pero también –como muy bien apunta Teófilo Porturas en el prólogo- hay algo de Vallejo. Un poema conmovedor es aquel titulado Yo nací para cantar, en el que encontramos estos hermosos versos:
“Canté en las sombras de mi desventura
El recio golpe de mis amarguras;
Canté, porque he nacido
Para ser un Acosta dolorido.
Así fui lanzado al podridero
De esta vida mezclada de asperezas!
¡Y en tan crudo y horrendo podridero
siempre sigo cantando mis tristezas.”
Don Teófilo Porturas administraba una muy modesta tiendita y nuestros padres cuando nos pedían que hiciéramos alguna compra nos decían: "anda a la tienda del poeta" y, créanlo, la eufonía de esta palabra nos conmovía de veras. El espíritu de aquel hombre era vivaz. Su sueño era que Pallasca elevara su nivel cultural. Y, en efecto, procuró que ello ocurriera, y vio que a los niños y jóvenes había que entregar las llaves del futuro, formando su personalidad, enriqueciéndola. El camino, probablemente difícil, había que recorrerlo con un instrumento sin duda eficaz: la lectura. Por ello es que, junto a un grupo de trece pallasquinos (todos, como él, humildes) hizo todo cuanto le fue posible para dar el paso decisivo, irreversible, trascendental: fundar la Biblioteca Pública de Pallasca. Ansiosos y esperanzados, recurrieron a un paisano que hacía mucho años había partido a otra provincia, don Manuel Herminio Cisneros Zavaleta; él les ofreció y dio su apoyo: los libros de su colección privada los transfirió, en donación, a favor de su pueblo natal, y como reconocimiento a su calidad profesional de periodista y en gratitud por su alma noble y bondadosa, los entusiastas gestores de la obra decidieron darle su nombre a la Biblioteca que en esos momentos (1º de Mayo de 1957) nacía y que por un considerable número de años, domingo a domingo, abriría sus puertas para congregarnos a los niños y adolescentes de entonces, en un inolvidable ritual que nos hizo felices. Curiosos, ávidos, inquisidores, leíamos y leíamos, desde El Tesoro del Juventud hasta Cumbres borrascosas, de La vuelta al mundo en 80 días a El mundo es ancho y ajeno...Pulcramente vestido, con la cabellera más o menos larga peinada hacia atrás y con un brillo de gozo en los ojos, nos atendía, solícito, el fundador de aquel medio discreto templo de la cultura. Don Teófilo Porturas, poeta, publicó un solo libro cuyo más celebrado poema fue siempre Jardinera del silencio en el que decía: “Eres una compañía de recuerdos/ para mi pobre vida…”; “¿A dónde iré con mi manojo de locuras,/ en los ojos tórridos,/ aquí donde se renueva mi alma/ del retazo que tengo todavía de amarguras?”. Razones, probablemente económicas, hicieron que sus poemas que desde muchos años antes habían aparecido sueltos en algunas revistas y periódicos, recién en 1967 conformaran un volumen al que don Teófilo llamó Latidos; poemario cuyos versos –al decir del cusqueño José Gabriel Cosio- son “de melancolía y tristeza, de angustia y de desesperanza, con un sí que es no de agridulce”; y presentan también una poco habitual audacia creativa en el aspecto formal, insinuándose algo de Oquendo de Amat, por ejemplo, en versos como los que siguen:
“Mañana me bañaré en tus lagos
en mi infancia te he mirado a ti
tus tardes avanzan a suicidarse
en los maizales
lentamente.”
Conformado por treinta y ocho poemas, Latidos fue impreso por don Jesús Aguilar Segura, el honrado, solícito y diligente secretario de la Municipalidad Distrital, en la pequeñísima Imprenta del Concejo. Los niños de entonces, lo recibimos con alborozo y fue don Moisés Porras, Director del Colegio San Juan Bautista, quien nos dio las claves para comprenderlo. Así fue como pudimos, tempranamente, degustar el sabor asaz extraño de sus metáforas y descubrir en su novedoso ritmo algo así como la música de Pallasca compuesta, claro está, sin solfas ni acordes estridentes.
La música
Cierto, no son acordes estridentes los que hallamos en la música pallasquina. Y para hablar de ella debemos necesariamente referirnos a cinco nombres (como las líneas del pentagrama). Nombres de personas que contribuyeron con un aporte valioso: hacer que nuestra sensibilidad, a veces proclive a lo foráneo, se identificara con las manifestaciones artísticas nacidas en nuestros pueblos andinos. Su influjo, naturalmente, se sumó al que ejercieron nuestros padres y, por cierto, al que brotó de la belleza de nuestros paisajes, de lo glorioso de nuestro pasado y de la calidad espiritual de nuestra gente, la buena gente de Pallasca y sus costumbres (dos de las cuales, insustituibles, son el Toro de trapo con el pum, pum de la caja y la medio afónica melodía del pífano, y las Quiyayas, “telúricas y magnéticas” como habría dicho el inmenso César Vallejo). Estos nombres son: Pedro Gutiérrez, Ireno Aguilar, Julián Rubiños, Juana Díaz e Isabel Miranda.
Don Pedro Gutiérrez, “El Conshyamino”, nuestro folclorista invidente, cuando lo conocimos solía ubicarse en una de las bancas de la Plaza de Armas (casi siempre en la que da hacia la iglesia). Con un seseo muy particular, secundado por el acompañamiento jadeante de “su acordeón o concertina”, protegido por su poncho y sombrero, rodeado por los chiquillos del pueblo y –cómo no- vigilado por la “Repolla”, su mujer, entonaba huaynos y guarachas: “En el cielo las estrellas”, “Mi cafetal”...y “La piedra de mal rodar”, su canción emblemática[2]. No faltaba -como en todas partes- algún mozalbete zamarro que –candorosamente perverso- le jugara una broma pesada, como presionar una tecla de su instrumento, alterando, así, la ejecución del tema musical; don Pedro se enfadaba por un instante, soltaba sin mucha convicción un carajo, pero inmediatamente sonreía y continuaba con la música. Nosotros nos alegrábamos con su alegría y nos conmovíamos con su emoción. La destreza que demostraba al hacer brotar las notas de su muy humilde instrumento, era la misma cuando confeccionaba las proverbiales “andaritas” (especie de flautas de pan hechas con cañas de carrizo), perfectamente afinadas como para pergeñar, en las noches de luna llena, las melodías inolvidables del “Zorro negro”; o para que Julio y “Shantel” -dos de sus principales usuarios- pudieran familiarizarse con la nobleza del arte órfico (su padre -nunca olvidado, especialmente por su cálido y generoso corazón-, don Santiago Zanelly, era, probablemente, el más entusiasta “cliente” de don Pedro). Durante las primeras décadas del Siglo XX, sabemos que la animación musical de las fiestas familiares del pueblo, más que la Victrola, corría a cargo de El Conshyamino. La aparición del retumbante “Pick up” prácticamente desplazó a ambos. La Victrola se convirtió en pieza ornamental o de museo y don Pedrito, tal vez invadido por una honda tristeza pero jamás deprimido, trasladó su centro protagónico a la Plaza, mas nunca se alejó de los corazones. Más que un personaje, llegó a ser un símbolo. Los pallasquinos lo guardamos en nuestra memoria y sabemos que él y don Víctor Alvarado, don Pancho Nina, don Lorenzo Paredes...forman parte de la identidad espiritual de nuestro pueblo. Hablar de Pallasca es no olvidarse de ellos, tanto como de El Chonta, de Tambamba, de Santa Lucía; de la “293” y sus entrañables “maestros”; del Toro de trapo, de las “luminarias” y del grog…A nosotros, por lo menos a nosotros, cuando niños, don Pedro Gutierrez nos dio una lección imborrable –como todas aquellas que se dan sin palabras, que se dan con el ejemplo: amen lo nuestro con todo el corazón.
Y el “pick up”, ese medio perverso personaje sin alma que a don Pedrito le mermó protagonismo, significó, valgan verdades, una importante contribución para que aquello de lo que estamos hablando se fortaleciese: la pasión por lo nuestro. Gracias a él más gente pudo acercarse a los ritmos y melodías del ande peruano (y, cómo no, también a los valses, las polcas, las guarachas, el mambo...). En las fiestas familiares y los “bailes sociales” se hacía presente a primera hora junto a las pesadas baterías o acumuladores. La Pastorita Huaracina (“La Soledad”, “Penitenciaría de Lima”, “A los filos de un cuchillo”, “Zorro, zorro”...) y el Jilguero del Huascarán (“Capitalina”, “Marujita”, “Al compás de mi guitarra”, “Cóndor Cerro”...) fueron una suerte de alimento espiritual precisamente en esa etapa en que todo se asimila: los primeros cinco u ocho años de la vida. ¿Quién nos los hacía escuchar casi cotidianamente? Ya lo adivinaron: don Ireno Aguilar. Desde su casa ubicada en la parte alta del pueblo, aún con discos de carbón, el “pick up” (probablemente el primero que llegó a Pallasca) hacía que nuestras mañanas o tardes, normalmente monótonas como en todo pueblo pequeño de la sierra peruana, tuvieran como aliño aquel almíbar que nunca empalagaba: los huaynos, las chuscadas, los chimayches...Por ello, don Ireno (el del molino de piedra con su “tararác” y su cárcamo y quién sabe con su “duende”) tiene un lugar preferente en nuestra memoria, la memoria del pueblo, porque -hay que reconocerlo sin mezquindad- su existencia fue, musicalmente, nutricia.
Como nutricia es, también, la de otro hombre que aparece nítidamente en la historia musical de Pallasca. El compositor y director de un conjunto musical (“Los mensajeros del Chonta”), una de cuyas canciones hizo abrir los ojos y la conciencia de muchos: “Señor Diputado”. Nos referimos, a quién más va a ser, a Julián Rubiños. La letra de ese tema (contestario, de protesta, turbulento) correspondía en verdad al sentir de un pueblo postergado por muchísimo tiempo; ponía en el tapete y la atención pública una necesidad y una esperanza: que Pallasca saliese del aislamiento para conectarse con los pueblos y ciudades más desarrollados. La exigencia era específica: queremos carretera. Pero también –recuérdenlo- reclamaba que quienes reciben el voto popular sepan ser dignos de él. Es decir, don Julián no solamente vio en el arte musical un medio para promover el entretenimiento, el gozo, sino una tribuna de denuncia y demanda. Es, lo decimos categóricamente, el compositor pallasquino por excelencia. El mismo cantaba sus canciones y dirigía a los integrantes del grupo de instrumentistas que lo acompañaban (“marco musical”, le dicen ahora). Don Julián tiene aún, gracias a Dios, el talento y el entusiasmo vívidos y fecundos, y podemos esperar más de él.
Pero no solo él puso la voz a sus composiciones. También una simpática jovencita (ahora respetable y hacendosa ama de casa, desde hace muchos años con residencia en Norte América) nacida en el distrito de Santa Rosa, Juana Díaz. Y es precisamente ella la que llevó al acetato el huayno al que nos hemos referido. Y ella es quien contribuyó grandemente a que Pallasca fuera conocida. Desde los coliseos (en boga hace varios lustros) y la radio, su voz repetía con orgullo y emoción el nombre de nuestro pueblo. Estamos hablando de la artista representativa de nuestra provincia, aquella que cantaba versos sentidos como estos: “En las pampas de Zarumilla hay un cadáver de quien será, seguramente de un pallasquino...”. Sí, pues: a ella le debemos mucho, pero –es lamentable que sea así- la hemos soslayado injustamente. Recordamos que alguna vez (fue en 1965, sin temor a equivocarnos) ella, con Julián Rubiños, “El cholo sufrido” y “Susanita ancashina” llegaron a nuestro pueblo y programaron una presentación en la 293, nuestra Escuela (esa que la modernidad ha tirado por los suelos); la respuesta fue adversa y nosotros, entonces aún en la infancia, sentimos dolor y experimentamos eso que hoy se llama vergüenza ajena. Estamos hablando, señores, de “La pallasquinita”. Ella y nuestro compositor Julián Rubiños merecen el homenaje y desagravio que Pallasca les debe por gratitud y justicia.
De Isabel Miranda hemos dejado de escuchar (su padre fue -lo conocimos- don Santiago Miranda; ¿se acuerdan de él?). En los años 60 grabó un disco (probablemente otros más, no lo sabemos), en el que –como está escrito en otra parte- se dibujaba musicalmente a Pallasca y su fiesta patronal, la Fiesta de San Juan Bautista. Un segmento de aquel tema musical decía: “Toque, toque don Pedrito su acordeón o concertina, para bailar por la Calle Grande con mi linda pallasquina...” Un tema hermoso, de auténtica creación -no como otros- según pudimos advertir, y muy bien cantado, que debiera merecer reiteradas reediciones y, sobre todo, ser difundido intensamente entre todos los pallasquinos, porque es como un himno que alimenta el orgullo y el cariño por la tierra que nos vio nacer y por su gente.
Concluyamos. Sin olvidar lo que significó don Alonso Paredes, maestro que cultivó y estimuló en los niños la simpatía por los valores del rico y altivo pasado de nuestra patria y considerando el aporte conmovedor de nuestros chirocos -Eleodoro Valdez y sus hijos, entre otros-, la aleccionadora aunque fugaz vida de la Estudiantina de la 293 y el entusiasmo de maestros como don Elio Machado (¿recuerdan las “veladas literario-musicales”?), ellos (Pedro Gutiérrez, Ireno Aguilar, Julián Rubiños, Juana Díaz e Isabel Miranda) constituyen el pilar sobre el cual la música folclórica de Pallasca se sustenta. Después de ellos han venido y seguirán llegando nuevos y muy buenos valores, no tenemos por qué dudarlo. Santos Villa Laureano es uno y creemos que de los mejores (importante es también la labor de difusión que hace a través de una emisora de la Capital). Hay que agradecer que sea así, pero estimulémosles sin reservas y con alegría. Porque, ¿saben una cosa?, el arte nos hace mucho bien, alimenta los buenos sentimientos y robustece la dignidad de los pueblos.
Coda
Lo dicho hasta aquí pretende tres cosas: primero, afirmar que la gente humilde ha sido siempre, como en casi todos los pueblos, la forjadora de nuestra identidad espiritual; en segundo lugar, ser una suerte de suplemento nutricional de la memoria: recordar, señores, enriquece y honra, y, en tercer lugar, insinuar una exigencia: sintámonos orgullosos de ser pallasquinos. Es, además, un trazo inseguro, un apunte precario, incompleto, de lo que debería ser la acuarela que retrate a Pallasca, Pallasquita linda (como la llamaba don “Moshe” Huerta), la tierra de los chupabarros; aquella que está a muchos kilómetros de distancia de mis ojos pero que, sin embargo, siento que palpita cotidianamente en mi corazón.
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[1] “Al César lo que es del César”: A la importante contribución del historiador Álvarez Brun (quien ha escrito el más completo, riguroso y bello libro sobre la historia de Ancash y, por ende, de Pallasca), debemos sumar el aporte pionero del normalista conchucano Alonso Paredes y el candoroso entusiasmo de nuestro paisano Manuelito Alvarado. Gracias a ellos pudo reconstruirse gran parte de nuestro pasado histórico. Soslayarlos sería injusto.
[2]“Ojalá nayde vuelva a caer / en esa piedra de mal rodar. / Y si otro día la vuelvo a hallar / de Mushyuquino la voy a botar…”
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