junio 09, 2010

POEMAS DE MARIO CAMPAÑA/ ECUADOR

De: EL GUAYACAMAYOhttp://poesiadelatinoamerica.blogspot.com/
Revista virtual de poesía ecuatoriana y peruana desde los años 70 hasta la actualidad.

*
Por Carlos Rojas González



MARIO CAMPAÑA (GUAYAQUIL 1959)
POETA Y COMENTARISTA LITERARIO.
Ha publicado Cuadernos de Godric, Premio Nacional de Poesía Joven 1988. Días Largos (1995). Visiones de los real de la poesía latinoamericana (2006). Aires de Ellicott City, 2006 (Barcelona).

POE, BALTIMORE, 31 DE OCTUBRE

Para Toña

Repentinamente descubre el sol este pulcro cementerio de ciudad, donde la iglesia intimida todavía a las almas. Lápi POE, BALTIMORE, 31 DE OCTUBRE


Para Toña


Repentinamente descubre el sol este pulcro cementerio de ciudad, donde la iglesia intimida todavía a las almas. Lápidas hundidas, húmedas, trabajadas por el musgo: “Homenaje al Mayor Steve Ridell”; “Recuerdos al Coronel O’Jara”.


Junto a la indiscutible gloria de los héroes acampados apaciblemente en esta orilla, una tumba oculta tras cristales hoy tampoco resplandece, hoy, día de la celebración de un hallowen. A su lado, ni el cognac ni las rosas sobreviven; hay coronas, ramas de vid o de un olmo viejo, y están secas.


Pero en la humilde “calle de la amistad”, entre chalets desvencijados, una negra nos habla con orgullo de un trémulo poeta, de un hombre frágil de mirada triste
que cada tarde deambulaba solo con su manchado cuaderno bajo el brazo y se sentaba dócilmente junto al árbol, “aquel árbol”, entreteniéndose con el rumiar de las ardillas y el rumor del cielo.


Temprano, los niños salen, corren, festejando la esperada llegada del domingo, y en la tarde, entre curiosidad y zozobra, empujan, arrastran al viejo amigo que allá en Lombard street ha caído una vez más, abrazado a una botella.


Los que no tuvimos el valor ni la firmeza
para creer en
lo invisible, nosotros,
venimos hasta aquí a invocar su nombre
avergonzados: sentimos, en secreto, deslizarse
una sinuosa complacencia

ácida gota de nuestra alma
que profana su memoria
con nuestra
desventurada salvación.

De aquella noche
despertamos sobrios con el sol
y descubrimos que había desaparecido
el río. Incrédulos, uno a otro nos miramos
en el ancho espacio dejado por el cauce.
En las manos los anzuelos, la red y las carnazas.
Árboles celosos nos cercaban con su brillo.

Trémulos, llenos de presagios,
todo el día permanecimos en silencio,
refugiados en el bosque,
solos bajos los árboles.

En la tarde meditamos juntos: “Ahora –dijimos-
las muchachas caminan libres donde
antes se arrastraba el río”.

De noche el silencio era más duro.

Obstinados, regresábamos a la orilla
aún con un pie en el sueño.

Junto al fango imaginábamos ardides
para la pesca y el breve festín del día.

Después enmudecíamos.

Arriba el sol viajaba lento y en el crepúsculo,
a la esperada hora de sacar la red,
invariablemente cundía el zumbido,
el viejo rumor alborozado.
Y como antes, saltábamos alegres
estregándonos las manos.

Pero el eco llegaba de muy lejos.
Las redes estaban mustias, colgando de las vigas
o amontonadas en el suelo
como un ruinoso laberinto sacudido por el aire.
Anzuelos y sedales atacados por la herrumbre.
Las carnazas comidas por los pájaros.

Así vivíamos, cuidando el lecho.
Sin descanso preparando almácigas.
El río aún nos invitaba con su limo.

Ardía un verano turbio en las afueras.
Gente congregada y calles pedregosas.

Corría yo veloz, sobre el musgo, en los tejados
divisando la ciudad hasta el límite.
El bosque en la cima de los mangos.
Trastos amontonados en los patios.
Fogoso, el humo se extendía
entre los seres voladores
ocultando el cielo.

Yo contemplaba habitaciones húmedas,
luces abandonadas en los muros:
manchas de sangre seca
los agujeros de los gatos.

Y corría por calles viejas, por el parque en ruinas, por el río.

Ecos de campanarios resonaban
en las tardes de aquel verano turbio.

En la escuela había humedad, flores secas,
polvo de pizarras; en la bodega,
bancos rotos.

Y en el taller, el restaurador,
ese hombre discreto que trabajaba siempre solo,
lustraba todavía la madera de los muebles,
corroída por gusanos.

Era un verano turbio. Faltaba luz.

Corrí otra vez. Oía voces. Y sentí de pronto,
en lo alto, un ruido, como un ala
que afanosamente se agitara.
Me voltée, azorado,

y vi a mi madre
retorciéndose en el aire:
un trapo en vilo.

II

Y vi también, a lo lejos,
la casa, la hierba, la escalera.
En paredes sucias se apoyaban
sombras espesas.

Llamé. Se repitió
mi voz hueca.

Miré hacia el pueblo: Todo ardía.

Una mujer, en un rincón, trémula,
escuchaba.

Era un verano turbio.
Emboscada por las voces, la maleza, corres,
Por ventosos callejones, blanca hierva,
Pasillos de salas de urgencias impolutas
Invisible mancha del dolor.
Las bocas arrojan la rosa al fuego
Y los oído oyen un llanto amigo.

Esperas, con tu humilde majestad:
Gente que te viene a visitar desde muy lejos,
Y disfruta de tu mesa siempre servida para todos,
También para el peregrino que atraviesa la calzada,
El que vaga buscando en el camino otro camino.
Amados cuerpos de antes, celebraban la amistad
Como día de fiesta.

Corres, pero nada disipa las palabras
Que acechan a quien camina a solas
Recorriendo su vida como funámbulo
Sobre el filo de una pared vacía.

Nadie viene a tu mesa. Nadie asoma
Su rostro en esta fiesta de despedida
Cuando abres al fin de par en par la puerta
Y ves un violento abismo repentino
Un fondo cada vez más crudo:
Hervor de voces que te esperan
Con un sitio reservado para ti.

Deténte, Madre. Voltea la caray mírame
Una vez más: Vuelve. Escucha:
No existen las fiestas que antes conocimos.

Pero Escúchame Otra Vez: Esas voces
Que te siguen, esas palabras sucias
No han sido dichas para ti:
Son para el pez que ha bajado a la tierra
Por su vida equivocada.

Ahora vuelve a escucharme: yo voy contigo
A contemplar esos seres que descansan
Junto a un árbol rojo
Aquel tronco translúcido inflamado por un sol
Que nunca conociste.