LA LITERATURA EN APURÍMAC
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PALMA Y APURÍMAC
Por Armando Arteaga
Escritor abancaino y teólogo franciscano Monseñor Salvador Herrera Pinto.
Una invicta y cristalina investigación ha realizado Monseñor Salvador Herrera Pinto (n. en Abancay), acerca del lugar de nacimiento de Don Ricardo Palma: ilustre autor de “Tradiciones Peruanas”. Monseñor Salvador Herrera, en su libro “La cuna de Ricardo Palma” (Editorial Ausonia, Talleres Gráficos, 179 p., Lima, 1966), aseguró que Palma nació en la bucólica y serrana Talavera, en Andahuaylas, en Apurímac. Contra viento y marea, parece que tiene inapelable razón en sus palabras, viniendo de la certeza de tan clerical personaje para documentar sus investigaciones sobre el tema del natalicio de Palma con datos, testimonios, testigos, y hasta patrimonio de varios inmuebles donde quedaban aún vestigios presenciales. En el libro “La cuna de Ricardo Palma” muestra además algunas fotografías donde aparece él con varios familiares descendientes de Palma. Por inga, o por mandinga, Palma se queda apurimeño, en este debate, salvo que otro investigador literario refute la tesis de Monseñor Herrera. Sus hipótesis u opiniones literarias acerca del nacimiento de Palma en Villa de Talavera de la Reyna, han sido avaladas por Víctor Andrés Belaunde y por Luis Valcárcel, embajadores terrenales de los mensajes de Dios y del Diablo, sagrados y profanos, plenipotenciarios ecuménicos de la diestra y la siniestra, para otros incrédulos. “Amicus bonus Plato, sed magis amica veritas” (“Buen amigo Platón, pero más amiga la verdad”).
Muy bien, creo que es un buen aporte de Monseñor Herrera, que llegó a ser también Obispo de Puno por 1939: según versión histórica de las hermanas de la comunidad "María Reina" de Juliaca, comunidad cristiana fundada en Perú desde febrero de 1938, comunidad que aún realiza su apostolado en el Colegio “Elena de Santa María”, y da apoyo solidario en la parroquia Cristo Rey de Juliaca.
Monseñor Herrera echa mano a su propia predica para asegurar la veracidad de su investigación literaria cuando dice: “El testimonio oral, premunido de las debidas condiciones es un criterio de verdad, aceptado unánimemente por los filósofos, los juristas, los propios historiadores y consagrado por el mismo Evangelio. En muchas oportunidades suple y aún rectifica instrumentos públicos, como partidas de nacimiento y de bautismo”. Importante es saber el origen de Palma, saber donde vio la luz primera. ¿Serrano o costeño? Poco importa, se vuelve a romper otra vez los límites de los regionalismos y los centralismos, y vuelve a doler -como siempre- la herida narcisista limeña de ciertos lectores
Monseñor Herrera contrasta testimonios orales con testimonios escritos en las partidas de seis hermanos y hermanas del tradicionalista, todos ellos nacidos y bautizados en Talavera, todos ellos hijos legítimos de Don Gregorio Palma y Doña Francisca Mena, todos ellos bautizados por los mismos padrinos y madrinas como era la costumbre de la familia Palma-Mena. Pero, aun así, en las verdades de las mentiras: el escritor y sus biógrafos pueden mentir, inconfesos humanos como son. ¿Qué escritor no miente acerca de algo tan cercano y familiar, puede que no le guste ciertos detalles o deteste ciertos acontecimientos? Para eso esta la historiografía literaria, para abrirle las puertas a la verdad, nada más: no es para juzgar a nadie, ni nada. Aunque Palma siempre fue directo en sus escritos para corroborar su origen, que posiblemente olvidó o le trasmitieron oralmente mal a través de su numerosa familia, alguna vez dijo el tradicionalista: “Yo no tengo biografía, ni en mi vida hay nada que me diferencie de la vida de cualquier hijo de vecino. Nací en Lima, el 7 de febrero de 1833. Luego de ver frustradas mis esperanzas para el estudio me hice marinero, etc.”.
Don Ricardo Palma: ilustre autor de “Tradiciones Peruanas”.
No sabemos si en Palma esta omisión del origen de su nacimiento es un “pecadillo”, una mentira piadosa o fabricada adrede, un error garrafal familiar, un cabe de la vida, un artificio de la estadística, qué importa. El origen apurimeño de Palma, ya no es una oculta verdad, rumor olvidado por el prestigio del tradicionalista al escribir excelso sobre Lima, que lo hizo dueño de cierta limeñidad en su vida, y de cierto acervo criollo y miraflorino, siendo sus lectores "discretos" los que han aceptado su filiación costeña, abrumando y olvidando su originalidad serrana. Le ha pasado casi lo mismo que a Chabuca Granda, considerada limeñísima perfecta, por su aporte vernáculo de lo limeño, siendo ella también de origen apurimeño, pues nació en Cotabambas. Lo mismo a Palma que a Chabuca, hijos son de sus obras, y los olvidos humanos guardan siempre “memorias olvidadas”.
Lo curioso es que Palma escribió en sus “Tradiciones Peruanas” muy poco acerca de Apurímac, excepto esta pequeña joya literaria que se llamó “Por Beber en Copa de Oro”. Una borrachera pueblerina en Tintay, en Aymaraes. El reproche de un cacique de Tintay que exalta a los pobladores indios para libar en copa de oro, dejemos mejor que Palma nos describa con señales de zanfonía este zangandungo de este cacique que transformó por obra y gracia de los efectos dionisiacos del licor en herejes consumados de sacrílegas profanaciones a los naturales de Tintay, un delirium tremens denostado del rigor agrícola y del imaginario popular de Tintay, o de la pluma afiebrada, pero cachacienta de Palma:
El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza del distrito de Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.
El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.
En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día, cuando la embriaguez llegó a su colmo, dio el cacique rienda suelta a su enojo con estas palabras:
-Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que los de fino metal no son para vosotros.
El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:
-¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!
El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó de los cálices de oro destinados para el santo sacrificio.
El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobrexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.
Allí, sobre el altar mayor y en el sagrado cáliz, cometieron sacrílegas profanaciones.
Pero en medio de la danza y la algazara la voz del ministro del altísimo vibró tremenda, poderosa, irresistible, gritándoles:
-¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos!
La sacrílega orgía se prolongó hasta media noche, y al fin, rendidos de cansancio, se entregaron al sueño los impíos.
Con el alba despertaron muchos sintiendo las angustias de una sed devoradora, y sus mujeres e hijos salieron a traer agua de los arroyos vecinos.
¡Poder de Dios! Los arroyos estaban secos.
Hoy (1880) es Tintay una pobre aldea de sombrío aspecto con trescientos cuarenta y cuatro vecinos, y sus alrededores son de escasa vegetación. El agua de sus arroyos es ligeramente salobre y malsana para los viajeros.
Entre las ruinas y perfectamente conservada encontrose en 1804 una efigie del Señor de la Exaltación, a cuya solemne fiesta concurren el 14 de septiembre los creyentes de diez leguas a la redonda de indios en Tintay
Cuando se hable -en el futuro- de la literatura en Apurímac, hay que incluir a Palma como parte del proceso literario de esta región. Monseñor Salvador Herrera, ilustre teólogo franciscano, nos ha dejado en esta obra “La cuna de Ricardo Palma”: este espacio polémico, pero certero, que abre más fronteras y perspectivas a la cultura y la historia de Apurímac, Para incluir al tradicionalista: hallazgo y testimonio, que presenta pruebas certeras para deliberar también la ubicuidad de Palma dentro de la literatura apurimeña.
Carnaval Aimarino en Tintay.