Lanzando un
haz de luz sobre la guerra sucia
Maynor
Freyre
Maynor Freyre
Comparto esta noche la mesa con un
escritor que sabe de las lides de narrar sobre temas muchas veces considerados
tabú: los combates insurgentes nacidos a partir de la rebelión de muchos
jóvenes, atraídos por un discurso violentista que consideraban el único camino
para salir del entrampamiento, la injusticia y la miseria en que la gran
mayoría del pueblo peruano ha permanecido hundido. Un ejemplo es la postración
socio económica en la que aún viven los pobladores de Huancavelica, Ayacucho y
Apurímac pese a haber sido cruel escenario de una cruenta guerra interna de 14
años con 75mil muertos y 16 mil desaparecidos, según informe de la Comisión de
la Verdad.
Hasta la fecha se prosiguen
encontrando fosas comunes donde las víctimas fueron llevadas valiéndose de
ardides, las hicieron cavar las fosas
con engaños y luego las ultimaron sin piedad. Tal el caso de Putis,
donde los nombres de los culpables permanecen ocultos por los militares, que
creen con eso pacificar el país a través del terror sicológico: no te metas a
sublevarte porque ni siquiera podrás encontrar los restos de tus deudos.
Dante Castro publicó Otorongo y otros cuentos y luego Parte de combate, casi paralelamente
cuando Luis Nieto Degregori sacaba a luz Harta
cerveza y harta bala y Como cuando
estaban vivos, abordando el tema de la guerra interna en su pleno
desarrollo, pero con distintas ópticas. La de Castro más cercana a los
combatientes subversivos. La de Nieto, más testimonial. Y hace menos de una
semana atrás, para ser más precisos el domingo que pasó, Luis Dapelo desde
París publica un artículo de respuesta a una selección de narrativa corta hecha
por Fernando Ampuero y a la postura de Jacqueline Fowns, corresponsal de El
País de España, quienes soslayan al cajamarquino Alfredo Pita, al piurano
Miguel Gutiérrez, al chimbotano Luis Fernando Cueto, al ayacuchano Julián Pérez
y a su paisano Sócrates Zuzunaga, más bien novelistas que abordan el mismo
tema. También a Félix Huamán Cabrera, canteño que supo afrontarlo con diversos
libros de cuentos y novelas.
Hoy nos convoca César García Lozada, antiguo contertulio de los bares de bohemia literaria de los ochentas, como el Woony de la calle Belén y el Queirolo, supérstite hasta hoy en día de aquella vieja hornada de tabernas. Hágase la luz, se intitula la obra que trata desde un punto de vista en apariencia neutral la situación vivida en Huamanga entre los fines del segundo gobierno de Belaúnde Terry y el primero de Alan García Pérez.
La novela es la visión de un
profesional que urgido por las necesidades de empleo se va a laborar a un
centro de electrificación que trata de llevar la luz a los pueblos afectados
por loe hechos bélicos. De esta manera recogemos un punto de vista casi neutral,
de quien vive entre dos fuegos y trata de cumplir su labor a cabalidad
abstrayéndose de tomar partido por ninguno de los bandos en combate.
Los empleados de esa filial de Electro
Perú atraviesan circunstancias delicadas, donde se ven obligados a pactar con
uno y otro bando para cumplir con esta labor urgida que busca calmar los ánimos
de los desamparados al dotarlos de alumbrado público y alumbrado hogareño.
Elías Sologuren, el protagonista
principal de la novela, se enfrenta a la absurdidad de este mundo
abracadabrante desde su llegada, cuando padece –debido a una obtusa
confusión—el ingreso a ese infierno de prisiones donde uno sin saber leer ni escribir
puede terminar como una víctima más del abuso de los medios estatales. Sabremos
si salva o no de estas infelices circunstancias y a qué costo.
Enseguida nos trasladamos a un pueblo
víctima de la “pacificación” donde la búsqueda del cumplimiento de los
objetivos los conduce a un infame pacto que casi al final se ha de romper con
consecuencias inesperadas, porque la luz para aquellos desvalidos no parece
querer hacerse sobre su negro luto.
A posteriori viene el raro e
inesperado encuentro con un viejo compañero de colegio que finge de profesor
universitario, pero cuyo rol es del quintacolumnista que ya lleva un par de
centenas de detectados que han pasado a la condición de desaparecidos. El fungidor
terminará en una situación delicada al ser descubierto por la
contrainteligencia subversiva que dice tener ojos y oídos por doquier.
Los festejos no dejan de darse en la
zona de guerra, donde los combates se efectúan fuera del perímetro de la ciudad
y el resto de habitantes transcurre sus días atemorizado por las redadas
intempestivas cuando llega la noche o arrastrándose a los bares en busca de
paliar sus temores entre sonoras risas, pero sabiendo que en cualquier momento
la cosa revienta sin avisar. Así hasta un señor ministro con escolta y todo no
puede escaparse de la matonería de la soldadesca embravecida en esa tierra de
nadie.
El amor no podía estar ausente en
medio de tal vorágine, mas se da entre seres desesperanzados, buscando curarse
de malos recuerdos y hábitos arraigados. Desconfiados el uno del otro,
transcurriendo con las justas el día al día sin construir nada para el mañana
incierto.
El temor los acompaña hasta a zonas neutrales, donde al parecer nada ha de suceder, pero la desconfianza cunde y el pavor se incrusta a cada instante hasta quitarle a uno el apetito, confundiendo una mirada esquiva, un acto desesperado, con algún peligro, pese a que el personaje sabe que no ha cometido el mínimo desliz. Un sentimiento de culpa persigue a quienes se han atrevido a pisar zonas vedadas.
El momento de espectar los tenebrosos
resultados de esa guerra sorda se da cuando se ven precisados a viajar a la
ahora denominada zona del VRAEM pues es necesario realizar unas obras por
aquella zona, donde los militares de han hecho de un grupo electrógeno dejando
sin luz a un pueblo de la región. Caminos regados de putrefactos cadáveres
humanos siendo devorados por perros y cerdos conforman un inesperado
espectáculo que deja a los funcionarios electrificadores turulatos. No obstante
ahí no ha de quedar la tétrica sorpresa: las rondas campesinas salen en razia y
son obligadas a traer cabezas degolladas y una tremenda cantidad de orejas para
demostrar al terrible comandante Lobo que han cumplido con su deber.
Para reponer el grupo electrógeno
despojado deben viajar a una zona bastante lejana, en la cual se van a dar de narices con las
pintas subversivas más amenazantes y de improviso con una columna senderista en
las alturas que a pocos kilómetros los interceptará decomisándoles sus
identificaciones, como signo de que lo peor les espera, Todos tiemblan ante la
aparición de la columna guerrillera comandada por un jovenzuelo. Saben que no
puede esperarles otra cosa que la muerte. Elías recurre entonces a su vieja
experiencia de luchador sanmarquino para pactar con estos hombres a cambio de
traerles alimentos y medicinas. Los esfuerzos para cumplir con tal compromiso
son intensos y se ve obligado a endeudarse para ello. Al final cumplirá con su
palabra empeñada pero los militares también poseen innumerables ojos y oídos,
la única manera de imponerse en esta guerra absurda para la que no han sido
entrenados. Sabedor de tal situación Elías opta por evadirse subrepticiamente
en un ómnibus. Veamos si la luz se hace o no al leer este interesante libro que
nos deja ver lo terrible e inimaginable de dejar en manos de personas
entrenadas para matar el destino de los pueblos.