Foto:La República.
EL DESIERTO (*)
Por Armando Arteaga
Pienso que uno de los espectáculos más impresionantes que tiene la costa peruana es el desierto. Espacio por el que la geología, con su lenguaje estructural, nos permite hurgar por esos laberintos inertes e inorgánicos, y que la naturaleza nos ha obsequiado —belleza y aridez— para siempre.
No, el desierto no es naturaleza muerta, como muchos suponen, todo lo contrario, es un recinto de objetos y seres telúricos que duermen allí con vida, casi intocables. Es, pues, un espacio que me ha interesado siempre –vivamente-.
Lomas de arena cubiertas de zapotes es parte del paisaje espontáneo de nuestra costa. Viajar por esas dunas es algo inédito, médanos avilantados, arenas voladoras que están allí a merced de la fuerza del viento que las hace moverse, y que La Panamericana —con la inteligencia del hombre y la técnica— ha surcado como si hasta allí llegara la firme línea de Pizarro. Y eso que los castellanos y los extremeños anduvieron también por allí a sus anchas, sin molinos ni castillos, hombres a caballo después de todo, sedientos de aventura y espacio.
El desierto, dunas que duermen como obstáculos abstractos, medias lunas, o barcones que abundan y que pueblan el litoral hermoseando su perfil. A plenitud, dunas que se mueven y avanzan, arenas movedizas, desierto que parece también un mar hecho de arena sobre cuya atediante piel erótica parece que danzaran las ondas del calor peruano. Ese desierto que los mochicas, tallanes, chimùes, paracas, nazcas y chinchas, lo adaptaron a sus circunstancias tan genialmente, como los egipcios y mesopotámicos. Desierto de cuyas entrañas, con sus hábiles manos, sacaron agua y verdes gramíneas.
Cerro Azul, Lomo de Corvina, Pasamayo, Sechura: el desierto peruano es digno de admiración. Escenarios en donde la arena caliente vibra con frágil sonido, delicada imagen que aparece como un espejismo. Muchos poetas y pintores han sido ganados por el desierto peruano: Jorge Eduardo Eielson y Esther Verherstein, por ejemplo. Desierto al que incansablemente he mirado por la ventana del carro, de noche o de día, cuando iba de vacaciones a Ica o a Trujillo, fumando cigarrillos Camel.
Desierto por donde avizoraba encontrar un "oasis", pera nunca vi caravanas de camellos, aunque sí zorros y "capazos". Desierto por el que siempre he sido un Ahasvero, espacio libre para la imaginación.
Por Armando Arteaga
Pienso que uno de los espectáculos más impresionantes que tiene la costa peruana es el desierto. Espacio por el que la geología, con su lenguaje estructural, nos permite hurgar por esos laberintos inertes e inorgánicos, y que la naturaleza nos ha obsequiado —belleza y aridez— para siempre.
No, el desierto no es naturaleza muerta, como muchos suponen, todo lo contrario, es un recinto de objetos y seres telúricos que duermen allí con vida, casi intocables. Es, pues, un espacio que me ha interesado siempre –vivamente-.
Lomas de arena cubiertas de zapotes es parte del paisaje espontáneo de nuestra costa. Viajar por esas dunas es algo inédito, médanos avilantados, arenas voladoras que están allí a merced de la fuerza del viento que las hace moverse, y que La Panamericana —con la inteligencia del hombre y la técnica— ha surcado como si hasta allí llegara la firme línea de Pizarro. Y eso que los castellanos y los extremeños anduvieron también por allí a sus anchas, sin molinos ni castillos, hombres a caballo después de todo, sedientos de aventura y espacio.
El desierto, dunas que duermen como obstáculos abstractos, medias lunas, o barcones que abundan y que pueblan el litoral hermoseando su perfil. A plenitud, dunas que se mueven y avanzan, arenas movedizas, desierto que parece también un mar hecho de arena sobre cuya atediante piel erótica parece que danzaran las ondas del calor peruano. Ese desierto que los mochicas, tallanes, chimùes, paracas, nazcas y chinchas, lo adaptaron a sus circunstancias tan genialmente, como los egipcios y mesopotámicos. Desierto de cuyas entrañas, con sus hábiles manos, sacaron agua y verdes gramíneas.
Cerro Azul, Lomo de Corvina, Pasamayo, Sechura: el desierto peruano es digno de admiración. Escenarios en donde la arena caliente vibra con frágil sonido, delicada imagen que aparece como un espejismo. Muchos poetas y pintores han sido ganados por el desierto peruano: Jorge Eduardo Eielson y Esther Verherstein, por ejemplo. Desierto al que incansablemente he mirado por la ventana del carro, de noche o de día, cuando iba de vacaciones a Ica o a Trujillo, fumando cigarrillos Camel.
Desierto por donde avizoraba encontrar un "oasis", pera nunca vi caravanas de camellos, aunque sí zorros y "capazos". Desierto por el que siempre he sido un Ahasvero, espacio libre para la imaginación.
* Texto publicado en Expreso (15-07-1989), y que pertenece a su libro inédito “El Desierto”.
Desierto piurano: Sechura.