LA CASA DE UÑINGAMBAL
(Ficción)
Armando Arteaga
La casa donde vivíamos mis dos hermanas y yo, allá en la infancia, allá en alguna parte de la serranía de La Libertad, es lo que algunos llaman ahora “una casona antigua” de Uñingambal. Era una casa grande de señores adobones que le daban nobleza a la construcción, tenía una –seudo- reja de ingreso, pues a esa casa uno podía meterse por cualquiera de las varias puertas de ingreso que tenía.
Al abuelo Manuel le gustaba la casa así, aunque a la nona Juana no le gustaba nada que todo sea a campo abierto, “se pueden rodar los niños por tantas pendientes” le repetía siempre la dichosa matrona al patriarca de la casa que nos proporcionaba cada mañana los increíbles desayunos de pan, leche y queso, aunque a mí siempre me gustaba el bistec en el desayuno con un huevo frito que hurtaba la abuela del cuarto de las gallinas, “es el último que acaban de poner, son de oro, para mi Armandito” repetía, y porque habiendo tantas vacas en este sitio, mi hermana Aída piensa que es “mucho comer tan temprano”, pero yo no le hago caso a nadie.
Y por eso, es que, estoy atento y tengo que descubrir de donde vienen esos ruidos y esos extraños sonidos que produce la casa y que vienen desde siempre, no paran casi nunca. Le hago más caso por eso a mi otra hermana Alicia que dice haber visto “ratones voladores”.
La casa está llena de sonidos, algunos son bellos, armónicos y melodiosos, otros son estrepitosos, bullangueros y chillones. Un día empieza -normalmente- con el primer ruido que viene por la carretera, viene de Lima, parecen los ómnibuses -dice Aída-, a lo mejor ya vienen en estos por allí, mi papi y mi mami, ¿qué traerán ahora?. Hay otros ruidos que amenazan y vienen de la otra parte baja, del lado del río.
Al abuelo Manuel le gustaba la casa así, aunque a la nona Juana no le gustaba nada que todo sea a campo abierto, “se pueden rodar los niños por tantas pendientes” le repetía siempre la dichosa matrona al patriarca de la casa que nos proporcionaba cada mañana los increíbles desayunos de pan, leche y queso, aunque a mí siempre me gustaba el bistec en el desayuno con un huevo frito que hurtaba la abuela del cuarto de las gallinas, “es el último que acaban de poner, son de oro, para mi Armandito” repetía, y porque habiendo tantas vacas en este sitio, mi hermana Aída piensa que es “mucho comer tan temprano”, pero yo no le hago caso a nadie.
Y por eso, es que, estoy atento y tengo que descubrir de donde vienen esos ruidos y esos extraños sonidos que produce la casa y que vienen desde siempre, no paran casi nunca. Le hago más caso por eso a mi otra hermana Alicia que dice haber visto “ratones voladores”.
La casa está llena de sonidos, algunos son bellos, armónicos y melodiosos, otros son estrepitosos, bullangueros y chillones. Un día empieza -normalmente- con el primer ruido que viene por la carretera, viene de Lima, parecen los ómnibuses -dice Aída-, a lo mejor ya vienen en estos por allí, mi papi y mi mami, ¿qué traerán ahora?. Hay otros ruidos que amenazan y vienen de la otra parte baja, del lado del río.
-No, los ratones no vuelan, no seas tontita, le dice mi hermana Aída a mi otra hermana Alicia. Si vuelan, yo los he visto, son mis caseritos oyentes -explica Alicia-, les gusta mucho escuchar música, a los que les encanta el queso y los jamones, roen por la tierra muy limosos, van con Bach, y a los que vuelan y se van por el cielo oscuro de la noche, se ve en el brillo de sus ojos, les gusta mucho lo suave, van con Liszt.
Son como aquellos ratones que comen el maíz de la “marka”, pero estos tiene alas, Ya veremos, lo tengo que averiguar. Ya sé, dice Alicia, yo sé como atraerlos, les gusta mucho cuando toco el violín, se quedan como zoncitos escuchándome. Aunque sé también que los grandes hablan por hablar, la verdad es que, dudo de todo eso. A mí lo que me intriga son los ruidos raros, los de las ondas hertz y las electromagnéticas, y hasta los telegramas que van por los cables del telégrafo.
Hay uno que se parece al sonido del agua que cae por la catarata de la casa, pero pronto aparece un pájaro llorón y raro, y lo malogra todo, se confunde todo, o es pájaro, o es el agua de la casa que cae de la catarata, que no es lo mismo, y me quedo mirando la inmensidad de las ramas de los árboles y no encuentro nada. Otro parece el viento, es un duende que silba... -como dicen en Piura-, pero aquí, no hay duendes -dice mi abuelita Juana Paredes -, ..más bien hay pishtacos, esos que te cortan la cabeza... ¿Cómo será todo esto?. Ya me estoy confundiendo con tanto sonido... Aunque esto, de todas maneras, no es como el rockanroll, pura bulla, dice el abuelito Manuel, y vaya uno a saber.
Ya sé de dónde vienen los ruidos –dice mi hermana Aída, linterna en mano- acompañada por mi hermana Alicia que está mañana viene en botas y trae su violín en la mano, lista para dar otro concierto está mañana. Así que a mi no me queda más que seguirlas por el mirífico mundo de la verdad silvestre de esta vida tan sonámbula, hoy veremos si de verdad existen los grandes ruidos, los locos y sinfónicos sonidos.
Primero bajamos por esa ruta llena de piedras encustradas en la tierra, nos encontramos con las vacas y los toros, los caballos y los burros, las gallinas y los gallos, los patos y los puercos, ese ruido es de los “cuyes” cuando comen alfalfa, son muy atentos, pues no seas “caídito del palto”, no ves que ese sonido viene del cuarto de los cuyes, que bulla hacen estos bandidos, asustan a este pobre conejito blanco que se ha quedado temblando con sus orejitas paradas, no te das cuenta, pasamos por el cuarto de los quesos, las salchichas, los botellones de cañazo para los señores que vienen a trabajar en la chacra, los toneles donde se guarda el vino para Don Manuel Arteaga , los cilindros de madera para los granos: trigo, cebada, habas, arberjas, lentejas, garbanzos, qué manera de jugar a las escondidas tirándonos garbanzos por las cabezas y qué alegría para las palomas y los loros que se daban sus banquetes con los lentejas y las arberjas que arrojábamos por el patio, y hasta en el cuarto de la planta eléctrica con una solo foquito de 50 voltios prendido donde siempre roncaba el motor, era algo tétrico.
Pero falta este cuarto, que siempre está cerrado, dice mi hermana Aída, ahora lo vamos abrir, puras herramientas viejas dormitan en este cuarto: picos, lampas, Selecciones Reader's Digest, revistas viejas con fotos en blanco y negro llenas de las noticias melancólicas del mundo infernal, y que se aburren aquí donde también dormita el tractor. Hasta que mi hermana Alicia empieza su concierto de violín sobre el tejado, y mi hermana Aída me toma de brazo y haciendo un haz de luz de su linterna hacia la viga superior del maderamen del cuarto del tractor y descubre a los causantes de tanto ruido silencioso en las noches serranas en Uñingambal.
-Ves, tontito, -dice-, son murciélagos. Y los “ratones voladores”, permanecen inciertos, inválidos, temblando de miedo o de frío, no lo sé, colgados siempre con sus uñas fuertes del techo áspero de madera, cegados por la pericia científica de mi pequeña hermana que les inyecta más luz en los ojos, a estos “ratones voladores” para que de una vez se mueran.
Cuando en esto, llega apurado el abuelo Manuel, salgan muchachitos, con una cuadrilla de hombres siniestros con unas disparatados uniformes de cosmonautas, seres lunares o marcianos extravagantes, que van a fumigar este lugar, en dónde ya no se puede vivir, con estas criaturas que friegan toda el día y toda la noche, dice el más experto del grupo de los hombres del Spunik.... Afuera muchachitos, empiezan a exterminarlos, con una chorro de leche mortífera, DDT. se llama esta nueva arma letal contra los murciélagos, dice Aída, son armas químicas de la segunda guerra mundial, nos ha dicho la profesora en el colegio.
A partir de esa extinción de los “ratones voladores” nos hemos quedado nuevamente solos en la casa de Uñingambal con el geométrico sonido del violín de Alicia, y de vez en cuando el canto llorón de un pájarro raro, o del agua fuerte que viene desde la cascada.
Ya me estoy aburriendo de nuevo en esta casa vieja, que el abuelo le dice a la nona, ahora andan mejor los muchachitos, los hemos salvados, vacas y caballos, me voy a dedicar mejor a contar las estrellas de la noche, para olvidarme de los sonidos raros que un día quise descubrir -prematuramente- en la casa de Uñingambal.
A partir de esa extinción de los “ratones voladores” nos hemos quedado nuevamente solos en la casa de Uñingambal con el geométrico sonido del violín de Alicia, y de vez en cuando el canto llorón de un pájarro raro, o del agua fuerte que viene desde la cascada.
Ya me estoy aburriendo de nuevo en esta casa vieja, que el abuelo le dice a la nona, ahora andan mejor los muchachitos, los hemos salvados, vacas y caballos, me voy a dedicar mejor a contar las estrellas de la noche, para olvidarme de los sonidos raros que un día quise descubrir -prematuramente- en la casa de Uñingambal.
(Inédito, del libro “Los pobres diablos”)