Por Armando Arteaga
Cèsar Vallejo, el màs universal de todos los poetas peruanos.
La relaciòn entre el poeta peruano César Vallejo y el surrealismo francés no es fácil de cualificarla. Y otros, más cercanos interpretes, al problema de la relación: Vallejo y el surrealismo, como el español Juan Larrea, han naufragado al tratar de entender en este interesante libro “Vallejo y El Surrealismo” esta espinosa relación.
Larrea estaba interesado en poner claridad entre las cosas vivas del escenario donde se desarrollaron estos acontecimientos de la experiencia literaria entre los protagonistas históricos como fueron Vallejo y Bretón, por ejemplo, y que para nuestro caso, tenemos interés en el rescate de la percepción más exacta de las cosas muertas, ya sucedidas. Y, lo que hemos encontrado es, una disparatada oscuridad.
El libro de Larrea sobre Vallejo y el surrealismo.
Claro, Larrea al publicar “Vallejo y El Surrealismo” estaba interesado –desde un sesgo político e histórico- tanto “sobre el destino” como “sobre el debate” del prestigio literario de Vallejo, de Bretón y de sus seguidores: los surrealistas. Y como todos sabemos, Vallejo siempre mantuvo hasta el final su solitaria, y a veces, extrema posición marxista, muy respetable por lo demás e innecesaria en esta polémica, desempolvada para este tiempo postmoderno, que a pesar de no ser tan distante, parece todavía muy lejana. Donde se caen los pedazos de las malas intenciones del muro mal construido, dejando mostrar las intimidades, siempre en ruinas del edificio viejo de la retórica, sin fundamentos fuertes, para ambos contendores. Larrea ha terminado como un fisgón del fiemo literario.
El transcurrir del tiempo se ha encargado y se encargará, en lo que faltara todavía por deslindar, de lo inexacto en esta polémica. Para volver abrirnos el plato de la verdad, de esta gran milanesa literaria, que fue en algún momento este gran menú a la carta: el surrealismo.
Yo no estoy interesado en nada de esto. Como un arqueólogo busco entre las ruinas miserias. Como un entomólogo busca cada insecto muerto para analizarlo en el laboratorio de la inteligencia y la cultura actual, para estudiar los textos literarios que han sobrevivido a toda esta experiencia, que por cierto es uno de los capítulos más entretenidos por nuestra admiración, tanto por Vallejo, como también, por Bretón y todos los poetas surrealistas. No solo los franceses, sino también los poetas latinoamericanos que participaron -directa o indirectamente- de esta fiesta. Muy a nuestro pesar, muchas veces, llenas de “cadáveres exquisitos”, para el olvido literario.
Lo más sublime en Vallejo sobre Bretón es el poema “un hombre pasa con un pan al hombro” de sus “poemas humanos”, donde me parece, Vallejo hace un buen ajuste de cuentas con el surrealismo. Por ostentar una posición más bien política, y muy alturada, pero, de gran admiración también por el líder y fundador del surrealismo. Hay que leer con detenimiento el poema para entender que la posición de Vallejos es licita, certera, y es libre:
Un hombre pasa con un pan al hombro
¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?
Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo
¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?
Otro ha entrado a mi pecho con un palo en la mano
¿Hablar luego de Sócrates al médico?
Un cojo pasa dando el brazo a un niño
¿Voy, después, a leer a André Bretón?
Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre
¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?
Otro busca en el fango huesos, cáscaras
¿Cómo escribir, después, del infinito?
Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza
¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?
Un comerciante roba un gramo en el peso a un cliente
¿Hablar, después, de cuarta dimensión?
Un banquero falsea su balance
¿Con qué cara llorar en el teatro?
Un paria duerme con el pie a la espalda
¿Hablar, después, a nadie de Picasso?
Alguien va en un entierro sollozando
¿Cómo luego ingresar a la Academia?
Alguien limpia un fusil en su cocina
¿Con qué valor hablar del más allá?
Alguien pasa contando con sus dedos
¿Cómo hablar del no-yó sin dar un grito?
Andrè Bretòn, el sumo pontifice del surrealismo francès.
No podemos dejar pasar por alto tampoco este artículo periodístico de Vallejo escrito en París, en febrero de 1930, y publicado en Amauta N- 30, en Lima, en 1930, que se llama “Autopsia del Superrealismo”. Para los que tienen una visión congelada de las cosas, bien puede uno aceptar, que se le pasó la mano a Vallejo, por usar cierta mofa inútil para defender su posición ortodoxa desde la izquierda. Es de una despiadada actitud de critica contra el surrealismo y la debacle de los surrealistas, por entonces. Sus ataques al “Segundo Manifiesto” de Bretón evidencian un alejamiento y desinteres por los preceptos de los seguidores de Bretón; y aunque él nunca fue devoto de Bretón, hasta ese momento, siempre tuvo una reverencia por el autor de “Los Vasos Comunicantes”.
Bretòn y Trosky en su encuentro en Mexico.
Hasta allí, Vallejo citaba siempre los poemas de Bretón, escribió sendos artículos periodísticos y literarios sobre Tristán Tzara, por ejemplo, en su “París renuncia a ser centro del mundo”, aunque, por supuesto, muy anteriormente, escrito en junio de 1926 y publicado en Mundial N- 320, en la edición especial del 28 de julio de 1926. Vallejo, es cierto, nunca bajó la guardia en su actitud de crítica, a cualquier acontecimiento especial y distinguido de su época.
Escribió mucho, sobre otros poetas surrealistas, a algunos los vio hasta en la sopa. Para después, según se han ido desarrollando los acontecimientos, tuvo una actitud de critica muy áspera y honesta, desde su comprensiva militancia comunista y su disidencia política. Su dureza, en algunas ocasiones, torpe, no le permitió ver otras grandezas del surrealismo. Su ácida crítica es desde su posición radical de poeta. no es como la actitud de Mariategui que es una postura más de ideólogo, para tener en cuenta. Veamos pues la increíble “Autopsia del Superrealismo” de César Vallejo:
La inteligencia capitalista ofrece, entre otros síntomas de su agonía, el vicio del cenáculo. Es curioso observar cómo las crisis más agudas y recientes del imperialismo económico, —la guerra, la racionalización industrial, la miseria de las masas, los cracs financieros y bursátiles, el desarrollo de la revolución obrera, las insurrecciones coloniales, etc., — corresponden sincrónicamente a una furiosa multiplicación de escuelas literarias, tan improvisadas como efímeras. Hacia 1914, nacía el expresionismo (Dvorack, Fretzer). Hacia 1915, nacía el cubismo (Apollinaire, Reverdy). En 1917 nacía el dadaísmo (Tzara, Picabia). En 1924, el superrealismo (Bretón, Ribemont Dessaignes). Sin contar las escuelas ya existentes: simbolismo, futurismo, neosimbolismo, unanimismo, etc. Por último, a partir de la pronunciación superrealista, irrumpe casi mensualmente una nueva escuela literaria. Nunca el pensamiento social se fraccionó en tantas y tan fugaces fórmulas. Nunca experimentó un gusto tan frenético y una tal necesidad por estereotiparse en recetas y clisés, como si tuviera miedo de su libertad o como si no pudiese producirse en su unidad orgánica. Anarquía y desagregación semejantes no se vio sino entre los filósofos y poetas de la decadencia, en el ocaso de la civilización greco-latina. Las de hoy, a su turno, anuncian una nueva decadencia del espíritu: el ocaso de la civilización capitalista.
La última escuela de mayor cartel, el superrealismo, acaba de morir oficialmente.
En verdad, el superrealismo, como escuela literaria, no representaba ningún aporte constructivo. Era una receta más de hacer poemas sobre medida, como lo son y serán las escuelas literarias de todos los tiempos. Más todavía. No era ni siquiera una receta original.
Toda la pomposa teoría y el abracadabrante método del superrealismo, fueron condenados y vienen de unos cuantos pensamientos esbozados al respecto por Apollinaire. Basados sobre estas ideas del autor de Caligramas, los manifiestos superrealistas se limitaban a edificar inteligentes juegos de salón relativos a la escritura automática, a la moral, a la religión, a la política.
Juegos de salón, —he dicho, e inteligentes también: cerebrales —debiera decir. Cuando el superrealismo llegó, por la dialéctica ineluctable de las cosas, a afrontar los problemas vivientes de la realidad —que no dependen precisamente de las elucubraciones abstractas y metafísicas de ninguna escuela literaria—, el superrealismo se vio en apuros. Para ser consecuente con lo que los propios superrealistas llamaban "espíritu crítico y revolucionario" de este movimiento, había que saltar al medio de la calle y hacerse cargo, entre otros, del problema político y económico de nuestra época. El superrealismo se hizo entonces anarquista, forma ésta la más abstracta, mística y cerebral de la política y la que mayor se avenía con el carácter ontológico por excelencia y hasta ocultista del cenáculo. Dentro del anarquismo, los superrealistas podían seguir reconociéndose, pues con él podía convivir y hasta consustanciarse el orgánico nihilismo de la escuela.
Pero, más tarde, andando las cosas, los superrealistas llegaron a apercibirse de que, fuera del catecismo superrealista, había otro método revolucionario, tan "interesante" como el que ellos proponían: me refiero al marxismo. Leyeron, meditaron y, por un milagro muy burgués de eclecticismo o de "combinación" inextricable, Bretón propuso a sus amigos la coordinación y síntesis de ambos métodos. Los superrealistas se hicieron inmediatamente comunistas.
Es sólo en este momento —y no antes ni después—, que el superrealismo adquiere cierta trascendencia social. De simple fábrica de poetas en serie, se trasforma en un movimiento político militante y en una pragmática intelectual realmente viva y revolucionaria. El superrealismo mereció entonces ser tomado en consideración y calificado como una de las corrientes literarias más vivientes y constructivas de la época.
Sin embargo, este concepto no estaba exento de beneficio de inventario. Había que seguir los métodos y disciplinas superrealistas ulteriores, para saber hasta qué punto su contenido y su acción eran en verdad y sinceramente revolucionarios. Aun cuando se sabía que aquello de coordinar el método superrealista con el marxismo, no pasaba de un disparate juvenil o de una mistificación provisoria, quedaba la esperanza de que, poco a poco, se irían radicalizando los flamantes e imprevistos militantes bolcheviques.
Por desgracia, Bretón y sus amigos contrariando y desmintiendo sus estridentes declaraciones de fe marxista siguieron siendo, sin poderlo evitar y subconscientemente, unos intelectuales anarquistas incurables. Del pesimismo y desesperación superrealista de los primeros momentos —pesimismo y desesperación que, a su hora pudieron motorizar eficazmente la conciencia del cenáculo— se hizo un sistema permanente y estático, un módulo académico. La crisis moral e intelectual que el superrealismo se propuso promover y que (otra falta de originalidad de la escuela) arrancara y tuviera su primera y máxima expresión en el dadaísmo, se anquilosó en psicopatía de bufete y en clisé literario, pese a las inyecciones dialécticas de Marx y a la adhesión formal y oficiosa de los inquietos jóvenes al comunismo. El pesimismo y la desesperación deben ser siempre etapas y no metas. Para que ellos agiten y funden el espíritu, deben desenvolverse hasta transformase en afirmaciones consecutivas. De otra manera, no pasan de gérmenes patológicos, condenados a devorarse a sí mismos. Los superrealistas, burlando la ley del devenir brutal, se academizaron, repito, en su famosa crisis moral e intelectual y fueron impotentes para excederla y superarla con formas realmente revolucionarias, es decir, destructivo-constructivas. Cada superrealista hizo lo que le vino en gana. Rompieron con numerosos miembros del partido y con sus órganos de prensa y procedieron en todo, en perpetuo divorcio con las grandes directivas marxistas. Desde el punto de vista literario, sus producciones siguieron caracterizándose por un evidente refinamiento burgués. La adhesión al comunismo no tuvo reflejo alguno sobre el sentido y las formas esenciales de sus obras. El superrealismo se declaraba, por todos estos motivos, incapaz para comprender y practicar el verdadero y único espíritu revolucionario de estos tiempos: el marxismo. El superrealismo perdió rápidamente la sola prestancia social que habría podido ser la razón de su existencia y empezó a agonizar irremediablemente.
A la hora en que estamos, el superrealismo —como movimiento marxista— es un cadáver. (Como cenáculo meramente literario —repito— fue siempre, como todas las escuelas, una impostura de la vida, un vulgar espantapájaros). La declaración de su defunción acaba de traducirse en dos documentos de parte interesada: el Segundo Manifiesto Superrealista de Bretón y el que, con el título de Un cadáver, firman contra Bretón numerosos superrealistas, encabezados por Ribemont-Dessaignes. Ambos manifiestos establecen, junto con la muerte y descomposición ideológica del superrealismo, su disolución como grupo o agregado físico. Se trata de un cisma o derrumbe total de la capilla, y el más grave y el último de la serie ya larga de sus derrumbes.
Bretón en su Segundo Manifiesto, revisa la doctrina superrealista, mostrándose satisfecho de su realización y resultado. Bretón continúa siendo, hasta sus postreros instantes, un intelectual profesional, un ideólogo escolástico, un rebelde de bufete, un dómine recalcitrante, un polemista estilo Maurras, en fin, un anarquista de barrio. Declara, de nuevo, que el superrealismo ha triunfado, porque ha obtenido lo que se proponía: "suscitar, desde el punto de vista moral e intelectual, una crisis de conciencia". Bretón se equivoca: Si, en verdad, ha leído y se ha suscrito al marxismo, no me explico cómo olvida que, dentro de esta doctrina, el rol de los escritores no está en suscitar crisis morales e intelectuales más o menos graves o generales, es decir, en hacer la revolución por arriba, sino, al contrario, en hacerlo por abajo. Bretón olvida que no hay más que una sola revolución: la proletaria y que esta revolución la harán los obreros con la acción y no los intelectuales con sus "crisis de conciencia". La única crisis es la crisis económica y ella se halla planteada –como hecho y no simplemente como noción o como "diletantismo"– desde hace siglos. En cuanto al resto del segundo manifiesto, Bretón lo dedica a atacar con vociferaciones e injurias personales de policía literario, a sus antiguos cofrades, injurias y vociferaciones que denuncian el carácter burgués y burgués de íntima entraña, de su "crisis de conciencia".
El otro manifiesto titulado Un cadáver, ofrece lapidarios pasajes necrológicos sobre Bretón. "Un instante —dice Ribemont-Dessaignes— nos gustó el superrealismo: amores de juventud, amores, si se quiere, de domésticos. Los jovencitos están autorizados a amar hasta a la mujer de un gendarme (esta mujer está encarnada en la estética de Bretón). Falso compañero, falso comunista, falso revolucionario, pero verdadero y auténtico farsante, Bretón debe cuidarse de la guillotina ¡qué estoy diciendo! No se guillotina a los cadáveres".
Vallejo y su polèmico artìculo : "Autopsia del Superrealismo".
"Bretón garabateaba, —dice Roger Vitrac. Garabateaba un estilo de reaccionario y de santurrón, sobre ideas subversivas, obteniendo un curioso resultado, que no dejó de asombrar a los pequeños burgueses, a los pequeños comerciantes e industriales, a los acólitos de seminario y a los cardíacos de las escuelas primarias".
"Bretón —dice Jacques Prevert— fue un tartamudo y lo confundió todo: la desesperación y el dolor al hígado, la Biblia y los Cantos de Maldoror, Dios y Dios, la tinta y la mesa, las barricadas y el diván de madame Sabatier, el marqués de Sade y Jean Lorrain, la Revolución Rusa y la Revolución superrealista... Mayordomo lírico, distribuyó diplomas a los enamorados que versificaban y, en los días de indulgencia, a los principiantes en desesperación".
"El cadáver de Bretón —dice Michel Leiris— me da asco, entre otras causas, porque es el de un hombre que vivió siempre de cadáveres".
"Naturalmente —dice Jacques Rigaud— Bretón hablaba muy bien del amor, pero en la vida era un personaje de Courteline".
Etc., etc., etc.
Sólo que estas mismas apreciaciones sobre Bretón, pueden ser aplicadas a todos los superrealistas sin excepción, y a la propia escuela difunta. Se dirá que este es el lado clownesco y circunstancial de los hombres y no el fondo histórico del movimiento. Muy bien dicho. Con tal de que este fondo histórico exista en verdad, lo que, en este caso, no es así. El fondo histórico del superrealismo es casi nulo, desde cualquier aspecto que se le examine.
Así pasan las escuelas literarias. Tal es el destino de toda inquietud que, en vez de devenir austero laboratorio creador, no llega a ser más que una mera fórmula. Inútiles resultan entonces los reclamos tonantes, los pregones para el vulgo, la publicidad en colores, en fin, las prestidigitaciones y trucos del oficio. Junto con el árbol abortado, se asfixia la hojarasca.
Veremos si no sucede lo propio con el populismo, la novísima escuela literaria que, sobre la tumba recién abierta del superrealismo, acaba de fundar André Therive y sus amigos.
Es bueno saber que César Vallejo era preciso y transparente en cada uno de sus conceptos. Aunque no estemos de acuerdo totalmente con él.
(Del libro “La poesía surrealista en el Perú).