HISTORIA PERSONAL DE LA POESIA PERUANA [MEMORIAS] /
Roger Santiváñez
VERANO 1974
1
Lima. Desciendo de un Aero-Perú en el Jorge
Chávez. Son las seis de la tarde de un fresco día de enero. Mi padre me
manda a la casa de su hermana Emma en Villacampa, Rímac. En realidad, dicha jato es propiedad suya pero se la ha entregado a mi tía, quien debió
dejar la casa que rentaba en Pueblo Libre, mientras mi padre –simultáneamente-
sacaba a sus inquilinos de Villacampa. He viajado a Lima para trasladarme a San
Marcos después de un año en la Universidad de Piura. Estando en mi ciudad natal
–otoño 1973- fallece el profesor , escritor
y periodista Néstor Martos –amigo de mi padre y maestro mío de historia
del Perú en la secundaria-. Con este motivo llega a Piura para los funerales,
su hijo el poeta Marco Martos. Voy a su
encuentro, le doy el pésame y él me cita para la tarde del día siguiente. Esa
fue mi primera conversación con un poeta.
Nunca dejaré de agradecerle a Marco aquella jornada. Nos pasamos varias
horas leyendo un folder que contenía los poemas que yo había escrito hasta la
fecha. Fue mi primera gran lección de poesía, tan es así, que los textos que a
Marco le gsutaron, fueron los que reuní en una colección denominada Entre el paraíso y el infierno que obtuviera
el primer premio de poesía en los IV Juegos Florales de la UDEP en diciembre de
1973.
A los pocos días de mi arribo a Lima, fui a buscar a Marco Martos a la
Ciudad Universitaria de San Marcos. Pero no lo encontré. Entonces, deambulando
por el pabellón de Letras –guiado sólo por una intuición- me acerqué a un señor
de simpática pinta y le pregunté si conocía a Marco. Este señor me atendió muy
cordialmente y luego de enterarse de mi nombre, me dijo ‘ah, sí, yo te conozco.
Martos me pasó tu poema’, Lo que había sucedido es que en el verano de 1973,
tras leer Hipócrita Lector y Estos 13, yo me había atrevido a
remitirle –sin conocerlo- un texto a Marco Martos, desde Piura. Y él se lo
había pasado a Francisco Carrillo, director de la inolvidable y legendaria Haraui, quien en persona –para mi
sorpresa y emoción- era el señor que estaba hablando conmigo en ese instante.
‘Pero, vente conmigo’ me dijo, ‘yo voy a ver a Marco ahorita en Barranco’.Así
fue como en su amplio, elegante y cómodo automóvil nos desplazamos por la costa
verde –desde San Marcos- hasta el departamento que Paco tenía empezando la
quebrada que baja hacia los baños, junto al Puente de los suspiros.
Descendimos luego caminando hasta Barranquito. Allí en la arena estaba
Marco Martos. Luego de saludarnos me presentó
a Hildebrando Pérez y a Carlos Garayar, sus compañeros y amigos de Hipócrita Lector. Junto a ellos tomaba
el sol Esther Castañeda con su truza amarillo patito. Luego de disfrutar de la
playa por un buen rato, enrumbamos hacia Barranco, y en el camino -casualmente-
nos encontramos con un muchacho de
largos rizos dorados e inconfundible look hippie que iba abrazado de su musa.
Eran José Rosas Ribeyro y Margarita Caballero. Naturalmente esa tarde recibí mi
primera lección –por parte de Marco, Hildebrando y Carlos- acerca de Estación Reunida, el grupo de los poetas niños como ellos llamaban al
colectivo de Rosas, Elqui Burgos, Tulio Mora y Oscar Málaga. Otra vez en el
departamento del gran Paco Carrillo –jamás escatimaré mi palabra de reconocimiento
a su extraordinaria calidad humana e intelectual- vi una enorme pila de libros
de poesía peruana contemporánea, disperdigados por toda la sala. Marco me
explicó entonces que estaban preparando una antología que se denominaría 33
poetas 33. De Vicente Azar a Enrique Verástegui libro que lamentablemente
no llegó a ser publicado.
Marco Martos tuvo la gentileza de invitarme a proseguir la conversación en
su casa de La Capullana. Hasta allí llegamos en un Venegas desde la plaza de Barranco. Almorzamos y luego me pasé toda
la tarde hablando de poesía con el poeta de Cuaderno
de quejas y contentamientos (1969) y de Naranjita
(aparecido en Hipócrita Lector 1)
respectívamente el libro y el poema de Marco que a mí más me gustaban en
aquellos días. En un momento de la tarde mi amigo me permitió entrar a su
excelente biblioteca y allí pude disfrutar un rato largo –solo- de los estantes
enormes que cubrían toda la pared del recinto.
Al final, me obsequio un libro (Los Comentarios
Reales de Antonio Cisneros) y me
prestó otros, entre los que recuerdo uno de Atila Joszef, el gran poeta
húngaro, que a mí me había llamado la atención al descubrirlo –justamente- en Hipócrita Lector. Hacia el crepúsculo
Marco me dio direcciones para salir hasta la Av. Atocongo,
donde tomé un microbús hacia Lima, la dorada.
2
Un buen día de aquel verano adolescente de 1974 –todavía no había cumplido
los 18 años- leí en el periódic o el anuncio de un recital de poesía
joven. Era en Barranco, pasaje Tumay. Me
interesé en el tema y tomé un 73-M
hasta la entrada de ese distrito y preguntando llegué al número indicado. En la puerta estaba parado un señor con un
cuaderno bajo el brazo. Se trataba de un hombre de un poco más de cuarenta
años, mestizo, con una mirada inteligente y bondadosa. Nos dimos cuenta que
ambos estábamos allí por el mismo motivo, así que nos presentamos mutuamente.
Era Félix Puescas Montero, un personaje inolvidable para todo aquel que tuvo la
dicha de conocerlo. De pronto se abrió la puerta y apareció Isaac Rupay, joven
poeta del que yo había leído poemas en el tabloide de Hora Zero de marzo de 1973, quien visiblemente demacrado e
intrigado nos hizo pasar a la sala. Allí pudimos convencernos que se trataba de
una broma de mal gusto. Alguien había puesto ese aviso en el periódic
o-anunciando un recital inexistente- por jugarle una mala pasada al buen
Isaac. Contrariado por la situación,
Rupay tuvo la caballerosidad de departir un rato con nosotros e invitarnos un
refresco para el calor. El conocía a Félix Puescas de la bohemia literaria del
centro de Lima, así que aclarado el equívoco, nos despedimos cordialmente. Esa
fue la primera y la última vez que vi a Isaac Rupay, miembro de la segunda
generación horazeriana de la etapa fundacional, 1970-1973. El joven poeta había
nacido con una dolencia congénita en el corazón y falleció en abril de ese
mismo 1974. En su memoria debemos recordar que él fundó la revista La tortuga ecuestre cuyo primer número salió en enero de 1973 –en
el cual se presentan, entre otros- buenos poemas del propio Isaac, de Elías
Durand –el poeta rock de Hora Zero- y
de Juan Carlos Lázaro su emblemátic o franz
/ historia de un gusano, que era mi favorito de ese ejemplar. Yo supe de la
aparición de esta revista desde Piura, y se la encargué a mi padre, quien me la
compró en Lima en uno de sus viajes.
Con Félix Puescas decidimos regresar al centro de Lima. Una vez en la
intersección de Tacna y Colmena, me propuso caminar hasta el Palermo mítico bar de escritores,
intelectuales y artistas del que yo había tenido noticia a través de Estos 13 (1973) la singular antología de
la generación de 1970 que JM Oviedo preparó para Ediciones Mosca Azul. El Palermo tenía una notable tradición en
las letras peruanas desde la década de 1950. Mientras enrumbábamos por la Colmena
–a la altura del Tívoli ,otro famoso
bar de artistas- nos encontramos con un muchacho de lentes cuadrados y
abundante, lacio pelo negro. Era el joven poeta Armando Arteaga, quien luego de
que Félix me lo presentara, desapareció entre el gentío de la avenida,
asegurándonos que en un breve rato llegaría al Palermo. Al enterarme de su apelativo recordé que yo había leído un
poema suyo que me había gustado bastante en el número 2 de La Tortuga ecuestre,
emisión publicada con el espacio donde debe ir el nombre del director en
blanco. Luego me enteraría que cerca de Isaac Rupay –en la fundación de la
revista- había estado Gustavo Armijos, quien luego de una diferencia entrambos
, había continuado con la publicación desde el tercer número y hasta el día de
hoy. Por su lado, Isaac Rupay fundó una nueva revista Eros de la cual solo salió un muy buen número hacia fines de 1973.
Aquí Rupay contó con la valiosa colaboración de Enrique Verástegui, José Cerna,
Vladimir Herrera y Santiago Lopez
Maguiña. Eros ha entrado en la
historia de la poesía peruana también porque allí se dieron a conocer los
famosos tres poemas que iniciaron la leyenda de la joven poeta suicida de los
70s María Emilia Cornejo.
Entré al Palermo con Puescas y no
sé cómo nos hemos sentado en una mesa donde estaban Juan Carlos Lázaro, Fredy
Roncalla y Guillermo Falconí. Recuerdo que Lázaro hablaba apasionadamente de
sacar una nueva revista de poesía. Todos exteriorizábamos entusiasmo ante la
idea. De pronto apareció Armando Arteaga, cumpliendo su promesa. Allí hemos
estado como hasta las nueve o diez de la noche, momento en que Félix y los
muchachos me han acompañado hasta la esquina de Colmena y Tacna donde abordé el
micro que me llevaría hasta mi alojamiento en el Rímac. Meses después –estando
en Piura- me enteraría de la salida de aquella revista de la que hablaba Juan
Carlos Lázaro, con el cortazariano nombre de Cronopios. Vino con poemas de su editor, de Guillermo Falconí , Vladimir Herrera y
Fredy Roncalla. También poesía visual de Jorge Pimentel, a quien –justo-
habíamos divisado desde lejos aquella noche en el Palermo. Pimentel –a la sazón- acababa de regresar de España con su
libro Ave Soul bajo el brazo y
–diríamos trotaba como un caballo dentro
de las inmediaciones del bar,elegantísmo con
terno y chaleco azul. Por esos
días me compré un ejemplar de Ave Soul en el legendario Kiosko de Don Néstor
Jáuregui en la esquina de Azángaro y Parque Universitario, en la Colmena. Yo
era asiduo de este maravilloso puesto de expendio poético. En una de esas
visitas mías aquel enero conocí allí al
joven poeta Bernardo Rafael Alvarez –recien llegado de Pallasca así como yo de
Piura- quien poco después publicó su primer libro ‘Aproximaciones &
Conversaciones’
3
A partir de esa noche Armando Arteaga se convirtió en un visitante asíduo
de mi habitación en Villacampa. Caía en cualquier momento y siempre era bien
recibido. Hablábamos animadamente de poesía y salíamos a caminar por el centro
de Lima, una de las pasiones principales de Armando . En una de sus visitas mi
nuevo amigo me invitó a ir a una fiesta que habría en la casa de Elsa Sánchez
León en Miraflores. Quedamos en encontrarnos frente al Haití. A eso de las seis
y media de la tarde del día fijado, vi aparecer a Armando, al lado de Luis La
Hoz y su esposa Marilyn Palacio junto a Oscar Aragón, y a Rocío La Hoz –
hermana de Lucho- y más atrás a Fernando Ampuero. Cuando llegamos al
apartamento de Elsa, allí estaban Fredy Roncalla e Ivonne Río, José Oviedo,
Vladimir Herrera y Oscar Málaga. Fue una noche de ron con coca-cola, de ‘Pronto
llegará el día de mi suerte’la canción de Héctor Lavoe y Willy Colón que rayaba
en todo Lima y por supuesto temas de los Beatles y los Rolling Stones. Recuerdo
que en un momento conversé con Herrera, quien al yo decirle que había leído sus
poemas publicados en Haraui y en Eros, me respondió: ‘Ah, esa es mi
prehistoria’. La gente bailaba y las parejas constituidas se besaban bajo la
gran noche veraniega de ventanales abiertos y brisas refrescantes. Era mi
primera fiesta de poetas, tras mi llegada a Lima. Gracias Elsa por esa hermosa
ocasión. Para mí, Elsa Sánchez León –por su atractiva personalidad, cultura e
inteligencia- es la musa de aquel grupo generacional que- como escribió Lucho
La Hoz en ‘Auki’- se inicia con El Oro de Acapulco.
En efecto, tal había sido el nombre de la plaquette con poemas de La Hoz y
Oscar Aragón –publicada hacía poco- que Armando me había obsequiado en una de
sus primeras visitas a mi casa. El Oro de
Acapulco aludía a un verso de Rodolfo
Hinostroza en Contranatura, el cual a
su vez traduce del inglés ‘golden Acapulco’: un tipo de marihuana de ribetes
roji-dorados famosa en México y USA en la época de los hippies. A mí me encantó
esa plaquette, Cuadernos de Berlioz, ediciones La Joven Parca. Hasta ahora recuerdo
el poema de Lucho: Constanza, cuyo
arranque decía: ‘A mi no me jode el viento’ y culminaba rezando: ‘Hapiness is a
warm gun, los pájaros y los que me robaron la alegría’ con cita a esa rara y
hermosa canción de los Beatles en el disco blanco, que escuchábamos hasta morir
en casa de Nicolás Yerovi –sita en Francia, Miraflores- adonde Lucho nos llevaba
con frecuencia. También recuerdo su poema ‘Arte Poética’ que mencionaba a Bob
Dylan, pero lo más impactante para mí fue el poema ‘Contemplación de una
muchacha que monta en bicicleta’ de Oscar Aragón, sin duda una de las muestras
más rotundas del talento estríctamente lírico de este poeta amigo mío, con
quien me sentaba en La Sevillana, cerca de su casa en Enrique Palacios, con las
chatas de ron de aquel tiempo, para ver desaparecer el sol de ese verano sobre
los techos de Miraflores.
Comencé a parar con ellos. Con Armando, Lucho y Oscar. Nos encontrábamos en
el Wony por las mañanas y empezabamos temprano. O sino de frente en la casa de
Lucho en Corpac. Salíamos a Barranco o a
cualquier sitio. El asunto era caminar, explorar la ciudad. Dar vueltas por San
Felipe, por ejemplo con una nigeriana que yo había traído de un viaje medio
hippie que hice hasta Arica en Chile. Y por las noches siempre al Wony con Armando.
Una de esas noches –un domingo exáctamente- conocí allí a Enrique Verástegui,
quien estaba acompañado por Enriqueta Beleván. Me sorprendió que Enrique
hubiera leído un poema y entrevista míos que hacía poco –en diciembre de 1973-se
había publicado en ‘Amigos’ la revista de la Universidad de Piura. Tomamos unos
cuantos tés o cafés y nos despedimos. Yo estaba feliz porque admiraba la poesía
de Verástegui –como casi todo el mundo en ese momento- dada a conocer en su
primer libro ‘En los extramuros del mundo’. Armando –aunque tambien la estimaba
mucho- se mostraba más frío, disociador, y le tomaba el pelo a mi exhultación
juvenil cuando me acompañaba por la Colmena hasta Tacna para tomar mi carro.
Los fines de semana Armando me iba a ver para quitarnos al cine-arte de San
Marcos, cuyas funciones se ofrecían en el sexto piso del Ministerio de Trabajo.
Recuerdo que una de las primeras películas que vimos fue ‘América, América’ de
Elia Kazan. Impresionante la gesta de la inmigración –en este caso desde Turquía
a principios del siglo XX- hacia los Estados Unidos. A Armando le gustaba salir
caminando por la Av Salaverry, Wilson y hasta el Wony por la Plaza Francia,
mientras discurría sobre el filme que habíamos espectado. El había estudiado
cine en la Academia de Robles Godoy, así que era un experto. Puedo decir que
entre esas caminatas y las palabras previas a cada funcion de Juan Bullita, se
fue formando mi gusto por las películas de cine-club. Allí aprendí mucho sobre
la nouvelle vague francesa, el neo-realismo italiano, el free cinema inglés, el
cinema novo brasilero, el nuevo cine latinoamericano, la escuela de Nueva York,
el cine de los paises socialistas; todo procedente de las neovanguardias de los
50s y 60s, cuando no el cine negro
yanqui de los 40s, o las obras maestras de los grandes autores. En una de
aquellas salidas del Ministerio de Trabajo Armando me presentó a Santiago Lopez
Maguina, un excelente pata , que había publicado poesía en Haraui y La Tortuga Ecuestre,
siendo luego de la partida de Eros.
Yo conocía su nombre, así que nos relacionamos rápidamente. Con Armando o a
veces sólo con Santiago caminábamos por la ruta ya mencionada hasta el centro,
mientras mi nuevo amigo teorizaba sobre el pensamiento de los formalistas
rusos, el círculo de Praga, los estructuralistas franceses –ya fuera en
literatura, antropología o psicoanálisis- . Era una delicia para el intelecto
escucharlo a grandes tramos. De rato en rato yo lo interrumpía con un
comentario, una pregunta o una duda. Y entonces Santiago proseguía sobre el punto.
A veces me decía: ‘Me gusta conversar contigo. Esto me ayuda a precisar y a formalizar
mis planteamientos’.Al año siguiente, en 1975, cuando llegué a San Marcos, ya
tenía mi pequeña base semiótica para asistir a los cursos de Luis Fernando
Vidal, Desiderio Blanco y Raúl Bueno.
4
Una tarde que fui solo al cine-club de Salaverry me tocó ver la famosa obra
‘Los paraguas de Cherburgo’ con la insuperable Catherine Denueve. Estando en
Piura yo había oído muchas veces a mi padre ponderar esta película. Y también
la música de la banda sonora, portadora de un dispositivo lírico y nostálgico
devastadores. Salí de la función atribulado, pensando que en mi tremenda
soledad yo debía buscar una chica. Que yo también tenía que vivir el amor, un
tipo increíble de amor, así como el de la pareja de la pantalla. Entonces
recordé a Patricia.
Ella había sido mi enamorada sin que yo lo supiera en el verano piurano de
1969. Sucede que en enero de ese año –por primera vez asistiría junto a los
patas de mi barrio, Santa Isabel en Piura- a una fiesta de cumpleaños con
chicas. Era el santo de Pulga, chapa
de Edgardo Valdiviezo Arrese. Así fue como conocí a Patricia. Ella era una
linda niña en el apogeo de la pubertad, con su minifalda amarillo patito y
pulquérrima blusa blanca.El asunto es que otro pata de la collera de Santa
Isabel –Pachy De Armero- se templó de ella –ignorando que yo también pasaba por
la misma circunstancia- y formalmente se hicieron enamorados, aunque Patty muy
sutilmente me demostraba su verdadero amor por mí. Poco después –a fines del
verano- ella se trasladó a Lima con toda su familia y nunca más volví a tener
noticias suyas. Es decir, sí tuve: me llegó una carta de amor a poco de su
partida, pero Pachy recogió la misiva del correo del barrio –pendejamente
porque era amigo del empleado de aquella oficina- y me la mostró celoso e
intrigado. A mí me dio rabia que hubiera interceptado mi carta. En un arranque
la hice pedazos y lo dejé parado en la esquina donde nos reuníamos. Perdí el
contacto con Patricia.
Varios años después, en el verano de
1972, no se qué extraña nostalgia tuve de mi recordada amiga de la pubertad y
conseguí su dirección en Lima. Le escribí y ella me contesót: “Veo que mis
cartas son respondidas alguna vez, en algún año”. Cruzamos un par de epistolares mensajes aquella vez y nuevamente perdimos el
contacto. Hasta aquella tarde cuando salí del cine-arte de San Marcos en 1974 e
impactado por “Los paraguas de Cherburgo’ decidí ir en su busca a Barboncito,
un agrupamiento residencial cerca de la Av. Arequipa en
Miraflores sobre la Av. Aramburú. Tenía
en la memoria la numeración exacta, de modo que pude llegar a mi destino.
Serían las siete de la noche cuando toque la puerta de su apartamento, pero
Patty no estaba. Sin embargo al día siguiente me encontré con ella y empezó ese
romance con el que había soñado después de la película.
Con Patricia deambulábamos por las calles del Centro de Lima. Una vez
compramos unos vasos en Marcazzollo en la Av Abanacy y nos fuimos a un parque
de Jesús María a estrellar los cristales contra el muro, sólo por el acto de
liberación que eso nos significaba. Sentíamos tan fuerte la represión de la
sociedad sobre nosotros, en aquellos días adolescentes que buscábamos romperla
de cualquier modo. También nos gustaba frecuentar los acantilados del Parque
Salazar al final de Larco, ahí nos pasábamos las horas contemplando el mar de
Lima con sus chalanitas lejanas. O lateábamos hasta el Olivar de San Isidro
–desde la casa de Patty- para disfrutar de su íntima frescura bajo los
frondosos ficus y el olor de las buganvillas, aislados del mundo real y del
tráfago citadino. Nos encantaba tendernos en la grama besándonos dulcemente
hacia el atardecer, dueños de todo y de nada, con nuestra sana manera de
sentirnos apasionadamente locos de amor, en medio de una ciudad que todavía era
desconocida para mí y que Patty con su delicada apostura me descubría cada día.
5
Pero llegó un momento en que tuve que partir a Piura de regreso, convocado
por mi padre –después de haberme inscrito para dar el examen de traslado a San
Marcos- . Antes de mi vuelta a la
soleada tierra natal hice un viaje hasta Arica, en Chile, cruzando la frontera
por el sur del Perú. Marché con dos
amigos de mi coelgio en Piura, Oswaldo Angulo y Pulga Valdiviezo. Estando en Arica nos dedicamos a vagar por la
ciudad y sobre todo por la playa La
Lisera donde conocimos a unas chicas, quienes nos dijeron para ir por la
noche a una espectacular discoteca llamada La
nueva generación. La plata se nos acabó a los tres días, así que tuvimos
que volver. Pero nos pasamos una brevísima temporada excelente con nuestras
amigas chilenas. Peluza Thompson era el nombre de la linda muchacha con quien
me tocó explayarme en La Lisera respirando el aroma salino del mar frente al
morro de Arica, después de bailar en la discoteca Another Day de Paul Mc Cartrney y Mind Games de John Lennon que aquel verano hicieron furor.
Cuando volví a Lima desde Tacna en un Tepsa –viaje alucinante de casi 24
horas- leí en el periódico acerca de un homenaje que se le tributaría a Emilio
Adolfo Westphalen, quen regresaba al Perú después de muchos años de ausencia.
Tomé la 59 B en la esquina de la casa de mi tía Emma en Villacampa y bajándome en la primera
cuadra de Abancay me dirigí al salón de actos de la Casa de Pilatos, en Ancash
donde funcionaba el INC. Comenzaba a caer la noche veraniega cuando principió
la ceremonia. En la mesa se encontraban Ricardo Silva-Santisteban, Javier
Sologuren, Francisco Bendezú, Carlos Germán Belli y el propio Westphalen. Ni
bien se había iniciado el evento y Francisco Bendezú tomó la palabra. Dijo que
todos los que estaban en la mesa eran poetas como correspondía que fuera, menos
una persona –afirmó- “ y entonces
pregunto” –clamó levantando la voz: ¿Qué hace aquí Ricardo Silva-Santisteban
que no es poeta?
-No he publicado todavía ningún libro –replicó el aludido- pero sí soy
poeta. Y tan es así que en 1964 gané el primer premio en el concurso de poesía
de San Marcos. Y tú Paco fuiste miembro del jurado –concluyó
-Como sería de malo que ni siquiera me acuerdo –retrucó Bendezú
En ese momento Javier Sologuren cogió el micrófono y expresó lúcidamente
que nadie estaba en ese recinto para escuchar ese tipo de discusiones, sino
para rendirle homenaje al gran poeta Emilio Adolfo Westphalen y que él no se
merecía tan bochonorsa situación. El público respondió con una sonora ovación.
Y el acto continuó. Pero Paco Bendezú
volvería a la carga poco después. Durante sus intervenciones varios de los
presentes habían mencionado a Octavio Paz en referencia al surrealismo en
Latinoamérica y a propósito de Westphalen. De súbito se oyó un golpe de mano
sobre el verde tapete de la mesa y la
voz de Bendezú tronó a los cuatro vientos:
-¿Hasta cuándo vamos a seguir hablando de Octavio Paz?
Silencio total en la sala. Entonces Paco observando al público, continuó:
-Veo que aquí hay muchos poetas. Yo quisiera preguntarles: ¿Quién de
ustedes ha aprendido algo de Octavio Paz?
-!Todos, todos! –gritó Enrique Verástegui que estaba apostado –junto a
Tulio Mora-en el balcón de afuera del salón de actos. En ese instante vi
abandonar el sitio a Marco Martos haciendo un gesto de desagrado.
Por fín el evento prosiguió y a la salida me encontré con Mito Tumi. Con él
nos dirigimos hacia la Plaza San Martín. Allí nos pasó la voz brevemente Oscar
Aragón. Y de pronto se nos acerca Jorge
Pimentel que venía por la Colmena Izquierda caminando solo.Buscando un café,
nos metimos a uno en la esquina de Cueva y Carabaya. En realidad era una
cantina bastante desolada. Esa fue la
primera vez que conversé con el co-fundador de Hora Zero (el otro es Juan
Ramírez Ruíz). Aragón ya se había ido, así que Mito, Jorge y yo nos sentamos a
platicar un ratón. Recuerdo que hablamos
de Ave Soul el libro pimenteliano que
acababa de salir. Mito Tumi opinó que era una poesía más cuidada que la de Kenacort y valium 10 –opera prima de
Jorge- a lo que éste replicó: ¿Y qué te parece el poema que he publicado en Posdata? –Ah, eso está mejor –concluyó
Mito refiriéndose a Camino pedregoso
texto que había aparecido en la revista que por esos días dirigía Alfredo
Barnechea. Yo –por mi parte- le pregunté a Pimentel si se iba a reorganizar
Hora Zero (disuleto a la sazón), y Jorge me respondió: “Uff, ése es un trabajo
enorme”. Sin embargo, tres años después –en 1977- él rearmó el Movimiento, esta
vez con el concurso de Tulio Mora (aunque ya no participaría Juan Ramírez Ruíz)
como ya es historia. Volví luego a Piura, como queda dicho, por una breve
temporada, premunido de mi mejor descrubrimeinto de esa época: Contranatura de Rodolfo Hinostroza, la
edición de Barral que me conseguí en la librería de Juan Mejía Baca. [CONTINUARA]