Escribe Juan Carlos Lázaro
Foto: Armand.
Conozco casi todas las librerías de Lima. Mi bibliomanía me ha llevado hasta ellas en los lugares más inverosímiles de la ciudad. Las primeras las conocí de niño, en abril, cuando el colegio les alcanzaba a los padres la lista de los útiles escolares como parte del ritual del inicio de clases. Los establecimientos donde había que comprar estos útiles se llamaban librerías, pero en realidad eran falsas librerías, porque lo que vendían mayormente eran cuadernos, papeles, reglas y lápices. Sin embargo, una que otra exhibía en sus vitrinas algunos libros, sobre todo de literatura juvenil, como las novelas de Julio Verne -Miguel Strogoff, Un capitán de quince años, etc.-, Salgari, además del voluminoso diccionario de la Real Academia Española. Para mí fue una verdadera novedad descubrir cierta vez en una de estas librerías de barrio, específicamente La Colonial, en la cuarta cuadra de la avenida Manco Cápac, en La Victoria, un soberbio volumen de El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría.
Las verdaderas librerías las descubrí durante mi adolescencia, como complemento de mi iniciación en la poesía. Entonces solía explorar el centro de Lima, a la caída de la tarde, en busca de los libros de César Vallejo, Pablo Neruda y Javier Heraud, mis poetas favoritos de esos días. En esos recorridos descubrí las librerías Bendezú y La Familia en el jirón Puno, Internacional en el jirón de la Unión, Studium en la Plaza Francia, Época y Liborio Estrada en la calle Belén, Del Sótano, en la plaza San Martín, y Minerva en la avenida Abancay. De todas ellas, la que me sedujo por el esplendor con que se exhibían los libros en sus vitrinas era la de Juan Mejía Baca, en el jirón Azángaro. Una vez me atreví a asomarme a su gabinete para preguntar por el poeta Martín Adán. Don Juan me atendió con una cortesía que otros sólo reservan a las personas importantes. Nunca lo olvidaré.
Creo que me gradué de bibliómano un poco después de los 20. Había aprendido por mis viajes de exploración dónde hallar los libros “prohibidos” o los de “edición agotada”, y mi olfato también me indicaba dónde debía zambullirme con la seguridad de dar con alguna sorpresa. Y es que conocía al dedillo las llamadas “librerías de viejo”, verdaderos cobertizos de madera desvencijada instalados a la entrada de los zaguanes húmedos y umbríos del jirón Azángaro y alrededores del parque Universitario. Asimismo, me había familiarizado con todos los kioskos de Colmena Izquierda donde abundaba la literatura política marxista, los Populibros y las ediciones populares de autores peruanos. El más hermoso y original de éstos tenía como especialidad la poesía y su administrador era don Nestor Jáuregui, un hombre sereno, miope y silencioso, que siempre estaba leyendo y permitía, con una sonrisa amable, que sus clientes hojearan los libros y revistas que exhibía. Toda la poesía peruana viva estaba ahí, sobre todo las hojas y revistas mimeografiadas de la emergente Generación del 70. Fue la tribuna más auspiciosa que tuvo este movimiento poético que pretendía abrirse paso contra viento y marea.
A mediados de la década del 70 aparecieron en el centro de Lima los primeros “campamentos” de libreros ambulantes, llamados también los “libreros del suelo”. Colmena Izquierda fue su punto de partida. Pronto se desbordaron por las diferentes calles del centro histórico. Y en los años 80 prácticamente tomaron el jirón Quilca, al costado del cine Colón. Antes había aparecido la “feria permanente del libro” de la avenida Grau. Al inicio sólo ocupaba un par de cuadras. Al empezar los años 90, aquella feria llegaba hasta el Hospital Almenara: había conquistado aproximadamente diez cuadras. El alcalde Andrade nunca la vio con buenos ojos y un día decidió desalojar de libreros la avenida Grau y los envió a un terreno baldío del jirón Amazonas, en las márgenes del río Rímac, donde permanecen hasta ahora.
Finalizaba el siglo XX y en Lima declinaban las cadenas libreras de Studium, La Familia y Época. Se afirmaban El Virrey y Mosca Azul en San Isidro. Mejía Baca también cerró su librería del jirón Azángaro precedida por la extinción de las “librerías de viejo”. Pero surgieron La Casa Verde, Ibero y Atlántida en Miraflores. Con el nuevo siglo apareció una nueva cadena de La Familia; Contracultura se instaló para beplácito de los jóvenes en la avenida Larco, y en los alrededores del remozado Óvalo Gutiérrez apareció Crisol, actualmente el más grande mercado librero del Perú.
Mi librería favorita resistió todos los embates de las crisis económicas nacionales y de la revolución mundial del Internet. Su historia la he reservado para el final. La descubrí siendo un escolar de primaria, en mi barrio victoriano, mientras retornaba del colegio a mi casa. Se extendía en el suelo sucio de grasa y gasolina, en una fracción de vereda del jirón García Naranjo, entre factorías y casas de repuestos para automóviles. Su dueño era un hombre silencioso, de color cetrino y pómulos salientes. Exhibía ediciones pasadas de Selecciones, historietas de editorial Novaro, novelas del far west de Estefanía, y libros y folletos de las más diversas y extrañas materias. Nunca crucé palabra con él, pero su “librería” me fascinó. Ahí fueron a dar gran parte de mis propinas de aquella época. Siempre hallaba novedades: cuentos de Efrén Hernández, una biografía de Washington Irving, páginas de homenaje a Ventura García Calderón, poemas de Amado Nervo, etc. Ella fue mi primer contacto con la “gran literatura”. Pero esto sucedió hace mucho tiempo. Con los años se cambia de casa, de barrio, de ciudad. Crecí, tuve un hijo, escribí un libro y planté un árbol. Pasé por diferentes experiencias, pero nunca dejé los libros. Puedo dejar de escribir, pero no de leer. Una vez un amigo me mostró un librito muy curioso y de páginas amarillentas sobre la masonería. Le pregunté dónde lo había conseguido, y se refirió a una del jirón García Naranjo, “entre factorías y casas de repuestos para automóviles”. Le pregunté por el librero y algunas señas coincidieron. No quise quedarme con la duda y un día fui en su búsqueda. Era el mismo, sólo que con algunos años más encima. Al parecer, él también me reconoció, según lo advertí en su mirada de contenida sorpresa. Como antes, no cruzamos palabras. Su librería tenía ahora su local, pero mantenía su carácter. Me zambullí en sus pilas de textos y escogí dos volúmenes en rústica de cuentos de Ágata Christie y pagué. “¿Le interesa algo más?, me preguntó con tono amistoso. “Me interesan muchas cosas”, le dije, “pero ahora no he traído suficiente dinero”. “No se preocupe amigo”, me respondió. “Lleve lo que quiera y después me paga. Usted es de la casa”.
Las verdaderas librerías las descubrí durante mi adolescencia, como complemento de mi iniciación en la poesía. Entonces solía explorar el centro de Lima, a la caída de la tarde, en busca de los libros de César Vallejo, Pablo Neruda y Javier Heraud, mis poetas favoritos de esos días. En esos recorridos descubrí las librerías Bendezú y La Familia en el jirón Puno, Internacional en el jirón de la Unión, Studium en la Plaza Francia, Época y Liborio Estrada en la calle Belén, Del Sótano, en la plaza San Martín, y Minerva en la avenida Abancay. De todas ellas, la que me sedujo por el esplendor con que se exhibían los libros en sus vitrinas era la de Juan Mejía Baca, en el jirón Azángaro. Una vez me atreví a asomarme a su gabinete para preguntar por el poeta Martín Adán. Don Juan me atendió con una cortesía que otros sólo reservan a las personas importantes. Nunca lo olvidaré.
Creo que me gradué de bibliómano un poco después de los 20. Había aprendido por mis viajes de exploración dónde hallar los libros “prohibidos” o los de “edición agotada”, y mi olfato también me indicaba dónde debía zambullirme con la seguridad de dar con alguna sorpresa. Y es que conocía al dedillo las llamadas “librerías de viejo”, verdaderos cobertizos de madera desvencijada instalados a la entrada de los zaguanes húmedos y umbríos del jirón Azángaro y alrededores del parque Universitario. Asimismo, me había familiarizado con todos los kioskos de Colmena Izquierda donde abundaba la literatura política marxista, los Populibros y las ediciones populares de autores peruanos. El más hermoso y original de éstos tenía como especialidad la poesía y su administrador era don Nestor Jáuregui, un hombre sereno, miope y silencioso, que siempre estaba leyendo y permitía, con una sonrisa amable, que sus clientes hojearan los libros y revistas que exhibía. Toda la poesía peruana viva estaba ahí, sobre todo las hojas y revistas mimeografiadas de la emergente Generación del 70. Fue la tribuna más auspiciosa que tuvo este movimiento poético que pretendía abrirse paso contra viento y marea.
A mediados de la década del 70 aparecieron en el centro de Lima los primeros “campamentos” de libreros ambulantes, llamados también los “libreros del suelo”. Colmena Izquierda fue su punto de partida. Pronto se desbordaron por las diferentes calles del centro histórico. Y en los años 80 prácticamente tomaron el jirón Quilca, al costado del cine Colón. Antes había aparecido la “feria permanente del libro” de la avenida Grau. Al inicio sólo ocupaba un par de cuadras. Al empezar los años 90, aquella feria llegaba hasta el Hospital Almenara: había conquistado aproximadamente diez cuadras. El alcalde Andrade nunca la vio con buenos ojos y un día decidió desalojar de libreros la avenida Grau y los envió a un terreno baldío del jirón Amazonas, en las márgenes del río Rímac, donde permanecen hasta ahora.
Finalizaba el siglo XX y en Lima declinaban las cadenas libreras de Studium, La Familia y Época. Se afirmaban El Virrey y Mosca Azul en San Isidro. Mejía Baca también cerró su librería del jirón Azángaro precedida por la extinción de las “librerías de viejo”. Pero surgieron La Casa Verde, Ibero y Atlántida en Miraflores. Con el nuevo siglo apareció una nueva cadena de La Familia; Contracultura se instaló para beplácito de los jóvenes en la avenida Larco, y en los alrededores del remozado Óvalo Gutiérrez apareció Crisol, actualmente el más grande mercado librero del Perú.
Mi librería favorita resistió todos los embates de las crisis económicas nacionales y de la revolución mundial del Internet. Su historia la he reservado para el final. La descubrí siendo un escolar de primaria, en mi barrio victoriano, mientras retornaba del colegio a mi casa. Se extendía en el suelo sucio de grasa y gasolina, en una fracción de vereda del jirón García Naranjo, entre factorías y casas de repuestos para automóviles. Su dueño era un hombre silencioso, de color cetrino y pómulos salientes. Exhibía ediciones pasadas de Selecciones, historietas de editorial Novaro, novelas del far west de Estefanía, y libros y folletos de las más diversas y extrañas materias. Nunca crucé palabra con él, pero su “librería” me fascinó. Ahí fueron a dar gran parte de mis propinas de aquella época. Siempre hallaba novedades: cuentos de Efrén Hernández, una biografía de Washington Irving, páginas de homenaje a Ventura García Calderón, poemas de Amado Nervo, etc. Ella fue mi primer contacto con la “gran literatura”. Pero esto sucedió hace mucho tiempo. Con los años se cambia de casa, de barrio, de ciudad. Crecí, tuve un hijo, escribí un libro y planté un árbol. Pasé por diferentes experiencias, pero nunca dejé los libros. Puedo dejar de escribir, pero no de leer. Una vez un amigo me mostró un librito muy curioso y de páginas amarillentas sobre la masonería. Le pregunté dónde lo había conseguido, y se refirió a una del jirón García Naranjo, “entre factorías y casas de repuestos para automóviles”. Le pregunté por el librero y algunas señas coincidieron. No quise quedarme con la duda y un día fui en su búsqueda. Era el mismo, sólo que con algunos años más encima. Al parecer, él también me reconoció, según lo advertí en su mirada de contenida sorpresa. Como antes, no cruzamos palabras. Su librería tenía ahora su local, pero mantenía su carácter. Me zambullí en sus pilas de textos y escogí dos volúmenes en rústica de cuentos de Ágata Christie y pagué. “¿Le interesa algo más?, me preguntó con tono amistoso. “Me interesan muchas cosas”, le dije, “pero ahora no he traído suficiente dinero”. “No se preocupe amigo”, me respondió. “Lleve lo que quiera y después me paga. Usted es de la casa”.
Juan Carlos Lázaro: hechosperu@hotmail.com