CLAVELES ROJOS PARA JUAN RAMÌREZ RUIZ
x Rodolfo Ybarra
Recuerdo la primera vez que vi a Juan, recién se iniciaba la década de los noventas y fue en aquel recital en la antigua Biblioteca Nacional de la avenida Abancay en el que leía Carlos Oliva junto a otros poetas jovencísimos de nuestra recién inaugurada generación. Al fondo, junto a la puerta de ingreso, estaba JRR sentado a un extremo, solo, contemplando el vacío, la altura del techo, el espacio silencioso, las columnas churriguerescas y como marco la roída cortina guinda con blondas doradas, escuchando el eco ahuecado, catedralicio, puesto que no había más que cinco personas en todo el recinto, todos poetas. Su imagen de clochard, -cabello desordenado, ropa ajada, fumando un cigarrillo crío- y su atención para con el aedo que leía me hicieron pensar por algún momento en que se trataba del padre de alguno de los que se presentaba esa noche; y en cierta forma -literariamente para muchos de mi generación- lo fue. Pater literae o pater poiesis.
En algún preciso instante, entre los interregnos del recital y cuando uno de los poetas le pasaba el micro al presentador, nos quedamos mirando y me saludó amablemente como si me conociera a lo cual respondí con el saludo levantando la mano. Vi que cargaba un saco o bolsa cuyas protuberancias rectilíneas y rectangulares hacían denotar que se trataba de libros, revistas, material bibliográfico. Unos meses después lo encontré en el otrora bar “Las Rejas” del jirón Quilca. Algún poeta parroquiano nos presentó y me sorprendí cuando dijo que era Juan Ramírez Ruiz, a quien yo había leído en la adolescencia primera, a los diecisiete años, tanto sus “Palabras Urgentes” en la revista-manifiesto que un amigo me pasó; “Un par de vueltas por la realidad”, y, su “Vida Perpetua”, hasta ese momento uno de sus mejores logros, donde aplicaba la mecánica cortazariana, los poemas saltados, numerados y dispuestos aleatoriamente, guarismos en los que se descubría algún posible o intrincado poema, algún infinitesimal verso, además de ciertos criterios surrealistas como el azar y la probabilidad. Y también vanguardistas, sobre todo en esos poliedros versiculares, esas imágenes sacadas de la geometría no euclidiana. Nos tomamos unas cervezas hablando de poesía, entre insultos y exabruptos, altavoces y escupitajos, luego de que se nos acabara la plata -yo, en un acto de rebeldía y desdén crematístico no trabajaba, y Juan tampoco, en lo que formalmente se conoce como trabajo- y luego, también, de recíprocos insultos coprolálicos (tú no eres nadie, yo soy un poeta, yo soy el que soy, tú eres el leoncito poeta y tú el perro poeta, y tú la rata poeta, entonces quién es quien, escribe nomás y no jodas, etc.) nos pedimos un par de “medias reses” o sea ron con gaseosa, y terminamos abrazados bajo la lluvia de ese invierno garuesco en Lima. Las calles las aromaba el humo de las fritangas y choncholíes que emergía de una carreta ubicada en la esquina entre Cailloma y Quilca. Fumones, lúmpenes, escritores, rockeros encuerados, mujeres en tacos agujas, perros embarrados con violeta genciana avanzaban por la estrecha calle. Desde ahí nos encontrábamos casualmente, tanto en “Las Rejas” como en el “Queirolo”. Recuerdo alguna vez, reunidos -otra vez bajo el mismo techo-, el mozo iba y venía con heladísimas botellas y los vasos flotaban entre las manos, con un humo grisáceo fungiendo de éter; a un costado, en unas mesas arrejuntadas, estaba un grupo de poetas: Carlos Oliva, Juan Vega, Josemári Recalde, Juan Ramírez Ruiz; y en otro: Hudson Valdivia, Grober Gambarini, Kilowats. Muchos sueños y ganas de vivir en aquella época. Cachuca cantaba nostalgia provinciana…
JRR: Poeta del 70 y de Hora Zero.
En una ocasión me encontraba conversando con una amiga dentro de este último local y apareció repentinamente Juan enlentado, cabellos revueltos, sudoroso, con aires de haber descubierto algo extraño, alguna fórmula poética de alguna angelical procedencia, y de pronto, señalando con el dedo a mi amiga cuando yo pensé que iba a decir ¡Eureka!, empezó a gritar, dando resoplidos: “puta”, “puta”, “maldita puta” (durus est hic sermo). Me quedé pensando un momento, estaba en un dilema (¿qué es lo que debía hacer?, ¿qué era lo más correcto?), y me puse de pie decididamente. Cuando los comensales, ayayeros de la petimetre, haciendo círculo, se preparaban para el espectáculo, abracé a Juan, (cálmate Juan, te estás confundiendo de persona, no te preocupes hermano, todo está bien, no hay de qué preocuparse, normal, normal, tú eres poeta y quizá nosotros simples mortales, no te podemos juzgar, no se nos está permitido, no te preocupes, hagamos un brindis, sí, eso está mejor…), lo llevé a una mesa aparte y le puse una cerveza (¡salud, poeta!). Antes de irme solo aquella noche, porque mi amiga se había molestado aduciendo que no era capaz de defenderla, vi a Juan miccionando en la mesa de un grupo de bardos mientras daba estruendosas carcajadas (¡ah, cojudos, aquí ya no hay poetas, no hay nada, ociosos!…). No sé si esos actos eran provocación o simples “excentricidades”. Dicen que la palabra “locura” patológica se debería emplear para personas de espíritu chato, para los artistas lo correcto sería la palabra “excéntrico”. Juan obviamente hubiera descreído de esto, que más resonancias tiene a los diálogos de Zavalita con el zambo Ambrosio; y no podría decirse que JRR fuera un desclasado o un poeta irracional como alguna vez escuché por ahí. Muchos se han atrevido a hablar de delirium tremens y de locura, e incluso de posesión (¿exorcismo?) o de alguna extraña manía. Nada de modales, ni el “Manual de Carreño”, ni “Ese Dedo Meñique” de la Holler Figallo. Quizás a su manera Juan era el escritor engagement, comprometido con su escritura y con su vida. Tanto su poesía como su persona, era en alguna forma un peligro para la delicatesse, un puñetazo a las narices levantadas que no se querían juntar con él, no era nice, mucho menos invitarlo a algún evento “porque podría malograr el show” y después “qué iba a decir el público”. “Horror vacui”. Hipocresías de espíritus innobles y reptiles.
En otra ocasión me encontré con él a plena luz del día -pensaba que Juan era un espíritu nocturno, gótico, un ángel de Pasolini. Me equivoqué. ¡Me equivoqué?- lo vi bastante preocupado y me contó que se había olvidado en el taxi, luego de un viaje relámpago a Chiclayo, un libro totalmente inédito que superaba las doscientas páginas y en el que había volcado años de trabajo e investigación, le propuse que pusiéramos un anuncio en el periódico o que pegásemos en los muros del centro de Lima un aviso donde constase la pérdida, además de alguna ficticia o improbable recompensa. Para ello, y luego de escribir a mano el anuncio sobre el reverso de un paquete de cigarros, nos citamos al día siguiente; por cierto el poeta nunca llegó, días después lo volví a ver y me dijo que me olvidara del asunto y que trataría de reescribir el libro saliera como le saliese. Nunca más se volvió a hablar del tema.
En cierta ocasión, conversando en San Vicente de Cañete con el poeta Enrique Verástegui, me “confesó” que él había iniciado en las matemáticas y en la escritura a JRR. No contento con esta “confesión” (y no es que me gusten las intrigas, pero siempre me gusta llegar a la verdad, aunque sea de manera silogística o confrontacional) fui un día a buscar a Juan y le comuniqué el rollo, a lo que él me dijo que fue al revés: “Verástegui es lo que es gracias a mí”. Bueno, rollo de poetas dije, y nos fuimos a tomar. Aquella noche acabamos en la “cámara de gas”, ubicado cerca de la avenida Alfonso Ugarte. Una garra negra de uñas largas nos acercó un extraño líquido verduzco que burbujeaba en una bolsa plástica.
Hubo tiempos relativamente largos en que el poeta no hablaba, se mostraba catatónico y se limitaba a observar y a beber todo el licor que le pudieran acercar. Con las justas se movía de su asiento para ir al baño, o ante el saludo cumplidor de algunos solo levantaba la mano para llevarse el cigarrillo a la boca. Imagino que eran momentos de introspección y de silencios casi típicos en su psicología y su modus vivendi. En cierta forma, y aunque no lo hubiera aceptado, se estaba convirtiendo en una suerte de mito viviente y no es que fuera un convidado de piedra, Juan estaba y no estaba en la realidad. Quién hubiera podido decirnos qué es lo que pasaba realmente por su cabeza. Quizá simplemente estaba construyendo versos o corrigiendo ritmos, cadencias, estructuras o qué se yo.
JRR: Apunte de Nelson Castañeda.
La última vez que vi a Juan, hace algunos meses, estaba bastante delgado, se había afeitado la barba y lucía un sacón largo color crema y una gorra de lana, estaba parado afuera de “La Rockola” de Quilca, como aguardando en la puerta de un centro materno- infantil, nervioso, impasible, titubeante, esperando a que alguien lo invitara a entrar, y nos dimos un fuerte abrazo, le dije que me esperara, que iba a entregar unos textos a un editor y regresaba por la misma. Cuando salí, ya no estaba, busqué por calles aledañas. Había desaparecido literalmente para siempre. Luego vendrían los continuos mensajes que rebotaban de uno y otro lado por internet, avisando de su pérdida, y que su hermano José había iniciado una intensa búsqueda en Chiclayo. ¿Cómo un poeta se podía perder? Salvo que esto no estuviera precisamente referido a su situación física. Muchos temían lo peor. Un comunicado firmado por Hora Zero apagaba todo tipo de esperanzas: nuestro amigo había partido el 17 de junio, arrollado por un camión. Según confirman las noticias, su cuerpo fue hallado en el cementerio de Huanchaco, gracias a una identificación de huellas digitales. Un canal local mostraría por primera vez en televisión la foto de JRR. Paradojas de la vida.
Sé que en estos momentos debería estar escribiendo de su poesía y de sus “Armas Molidas” –que, amablemente, lo editó Jorge Luis Roncal-, o de sus teorías sobre el poema integral o de sus innumerables peleas literarias -con guantes verdaderos, pero con protectores para no afectar la integridad del contrincante-, con los otros supérstites horacerianos, pero lo cierto es que no logro comprender –o quizás sí, pero me cuesta- por qué un creador, un espíritu dotado de magia necesitaba de ciertos resabios de sordidez, de cierto spleen y anosmia, o como dicen los cátaros todo es ficción, nada existe, y por eso los cristianos heterodoxos los eliminaron porque ellos salían a pelear con espadas ficticias, puesto que sus enemigos también deberían ser ficticios, arrojados a una carne de cañón indescriptible. Idealismo ortodoxo. Poesía pura.
Debería también aquí hablar de los reclamos a un Estado farsante, un Estado plutócrata y verdugo donde los políticos confunden cultura con celulares y que nada hace por sus artistas y descuida y pisotea a sus mejores hijos y solo se acuerda de ellos cuando se mueren. Por ello sería inaceptable que el INC o alguna otra institución burocrática de fintosa culturalidad se presente a hacer algún homenaje tardío a JRR. No se podría permitir. La sociedad necrofílica tiene que acabar.
Debería también sindicar con el índice y con todos los dedos de la mano a quienes lo vejaron y lo mantuvieron en la mordaza impidiéndole, de alguna forma, participar en lo único que a él le interesaba y por lo cual se desvivía: la literatura, la Weltanschaung literaria. ¿Por qué muchos ahora se rasgan las vestiduras y lloran con lágrimas de cocodrilo? Ahora se habla de algunas viudas y pelonas literarias, hasta ha aparecido por ahí algún monaguillo que quiere cargar la cruz y otro que clama a gritos por ser crucificado y se irroga el nombre de nuestro vate. ¿Acaso alguna vez les interesó realmente Juan Ramírez Ruiz, el poeta, el escritor, el ángel caído que transitó por este mundo de infamias intolerables y de epifanías ridículas? Ahora se rifan sus vestiduras y dicen “creerle” porque al final “ no hay novia fea, hijo idiota, ni muerto malo”. Sicofantes. Basta ya de traficar con el dolor. Basta ya de hipocresías. Basta ya de querer tapar el sol con un dedo y de fingir la búsqueda de una justicia que sólo se remite a la unidad indivisible.
Debería también recordar que no es casual que sobre su tumba, la tumba de un buen rapsoda, se pusiera paradójicamente las siglas NN. ¿No es acaso esto la metáfora o alguna novedosa figura literaria de cómo se premia en este país a la sensibilidad creativa? Sin seguro de vida, sin pensión, sin jubilación, sin ningún tipo de reconocimiento ni asistencia, muriendo como alguna vez lo dije, parafraseando a JRR, “a la intemperie”.
Muchos escritores amigos y no muy amigos han empezado a discutir sobre el verdadero valor (literario) de JRR y su calidad de artista. No estoy seguro de hasta dónde más pudiera haber llegado el espíritu creador de Juan, lo cierto es que de seguro a él no le hubiera importado mucho las opiniones de nadie y de seguro nos hubiera mandado a la misma merde al modo de Jarry, como hizo con Raúl Zurita, el que se echó ácido en los ojos para no ver la realidad poética que se proyectaba en el cielo, el Zurita emocionado ante el poeta de hierro y hormigón, el poeta cofundador de Hora Zero a quien se acercó para saludarlo y estrechar su mano. Tampoco le importaban los desaires, los ninguneos, la bofetada o la patada de nadie, porque él sabía que había algo intocable dentro de su persona, algo de inmenso valor que solo un verdadero escritor, un verdadero artista podría reconocer dentro de sí.
Ahora muchos jóvenes poetas –y me incluyo- como en el cuento “El bagrecico” del maestro Izquierdo, quieren saber mayores detalles, signos, indicios reveladores de Juan Ramírez Ruiz, nuestro mitológico Juan, y les (me) digo como les dicen todos sus amigos, los que realmente le apreciaban: que lean su poesía, que lean sus libros, (que se saque fotocopias, que se escriba a mano, como hice yo cuando en la BN no me quisieron sacar copia del libro completo por razones del “copyright”). Acaso no nos dimos cuenta de que sus libros nunca se reeditaron, ni que nadie se preocupó por incluirlo en la curricula de las universidades o por lo menos de los colegios. Que descubran ahora en sus libros su calidad humana, su esencia, su luz, sus giros, su simbología, sus delicados manejos del verso y sus proyecciones, sus descubrimientos, sus nobles locuras. Ahí está Juan, nunca se perdió, siempre estuvo ahí, proteico, vital, con el puño hacia arriba. Solo fue a dar un paseo, “un par de vueltas por la realidad”. Acerquémonos a escuchar y leer al poeta.
Ahora prendo una vela para ti, Juan Ramírez Ruiz; espero que te alumbre, amigo, poeta. Que suenen las trompetas de Jericó. Que doblen las campanas de las iglesias. Que se icen las banderas a media asta. Que se disparen los doce cañonazos. Que todo el mundo cargue su negro crespón. Que se desempolven los trajes negros, los trajes de luto. Que se silencie el mundanal ruido. Que se entone “La pasión según San Mateo” de Bach, los Cantos goliardos del siglo XII o “Cuando los santos van marchando” de Armstrong. “Agua Rosada” del Picaflor de los Andes. Música de clavicordio. Quenas. Pututos. Tarkas. Violines. Charangos. Pianos y arpas. Un momento deténganse todos. Un minuto de silencio. Ha muerto un Poeta.
Dejo estos claveles rojos para ti.
RODOLFO YBARRA
x Rodolfo Ybarra
Recuerdo la primera vez que vi a Juan, recién se iniciaba la década de los noventas y fue en aquel recital en la antigua Biblioteca Nacional de la avenida Abancay en el que leía Carlos Oliva junto a otros poetas jovencísimos de nuestra recién inaugurada generación. Al fondo, junto a la puerta de ingreso, estaba JRR sentado a un extremo, solo, contemplando el vacío, la altura del techo, el espacio silencioso, las columnas churriguerescas y como marco la roída cortina guinda con blondas doradas, escuchando el eco ahuecado, catedralicio, puesto que no había más que cinco personas en todo el recinto, todos poetas. Su imagen de clochard, -cabello desordenado, ropa ajada, fumando un cigarrillo crío- y su atención para con el aedo que leía me hicieron pensar por algún momento en que se trataba del padre de alguno de los que se presentaba esa noche; y en cierta forma -literariamente para muchos de mi generación- lo fue. Pater literae o pater poiesis.
En algún preciso instante, entre los interregnos del recital y cuando uno de los poetas le pasaba el micro al presentador, nos quedamos mirando y me saludó amablemente como si me conociera a lo cual respondí con el saludo levantando la mano. Vi que cargaba un saco o bolsa cuyas protuberancias rectilíneas y rectangulares hacían denotar que se trataba de libros, revistas, material bibliográfico. Unos meses después lo encontré en el otrora bar “Las Rejas” del jirón Quilca. Algún poeta parroquiano nos presentó y me sorprendí cuando dijo que era Juan Ramírez Ruiz, a quien yo había leído en la adolescencia primera, a los diecisiete años, tanto sus “Palabras Urgentes” en la revista-manifiesto que un amigo me pasó; “Un par de vueltas por la realidad”, y, su “Vida Perpetua”, hasta ese momento uno de sus mejores logros, donde aplicaba la mecánica cortazariana, los poemas saltados, numerados y dispuestos aleatoriamente, guarismos en los que se descubría algún posible o intrincado poema, algún infinitesimal verso, además de ciertos criterios surrealistas como el azar y la probabilidad. Y también vanguardistas, sobre todo en esos poliedros versiculares, esas imágenes sacadas de la geometría no euclidiana. Nos tomamos unas cervezas hablando de poesía, entre insultos y exabruptos, altavoces y escupitajos, luego de que se nos acabara la plata -yo, en un acto de rebeldía y desdén crematístico no trabajaba, y Juan tampoco, en lo que formalmente se conoce como trabajo- y luego, también, de recíprocos insultos coprolálicos (tú no eres nadie, yo soy un poeta, yo soy el que soy, tú eres el leoncito poeta y tú el perro poeta, y tú la rata poeta, entonces quién es quien, escribe nomás y no jodas, etc.) nos pedimos un par de “medias reses” o sea ron con gaseosa, y terminamos abrazados bajo la lluvia de ese invierno garuesco en Lima. Las calles las aromaba el humo de las fritangas y choncholíes que emergía de una carreta ubicada en la esquina entre Cailloma y Quilca. Fumones, lúmpenes, escritores, rockeros encuerados, mujeres en tacos agujas, perros embarrados con violeta genciana avanzaban por la estrecha calle. Desde ahí nos encontrábamos casualmente, tanto en “Las Rejas” como en el “Queirolo”. Recuerdo alguna vez, reunidos -otra vez bajo el mismo techo-, el mozo iba y venía con heladísimas botellas y los vasos flotaban entre las manos, con un humo grisáceo fungiendo de éter; a un costado, en unas mesas arrejuntadas, estaba un grupo de poetas: Carlos Oliva, Juan Vega, Josemári Recalde, Juan Ramírez Ruiz; y en otro: Hudson Valdivia, Grober Gambarini, Kilowats. Muchos sueños y ganas de vivir en aquella época. Cachuca cantaba nostalgia provinciana…
JRR: Poeta del 70 y de Hora Zero.
En una ocasión me encontraba conversando con una amiga dentro de este último local y apareció repentinamente Juan enlentado, cabellos revueltos, sudoroso, con aires de haber descubierto algo extraño, alguna fórmula poética de alguna angelical procedencia, y de pronto, señalando con el dedo a mi amiga cuando yo pensé que iba a decir ¡Eureka!, empezó a gritar, dando resoplidos: “puta”, “puta”, “maldita puta” (durus est hic sermo). Me quedé pensando un momento, estaba en un dilema (¿qué es lo que debía hacer?, ¿qué era lo más correcto?), y me puse de pie decididamente. Cuando los comensales, ayayeros de la petimetre, haciendo círculo, se preparaban para el espectáculo, abracé a Juan, (cálmate Juan, te estás confundiendo de persona, no te preocupes hermano, todo está bien, no hay de qué preocuparse, normal, normal, tú eres poeta y quizá nosotros simples mortales, no te podemos juzgar, no se nos está permitido, no te preocupes, hagamos un brindis, sí, eso está mejor…), lo llevé a una mesa aparte y le puse una cerveza (¡salud, poeta!). Antes de irme solo aquella noche, porque mi amiga se había molestado aduciendo que no era capaz de defenderla, vi a Juan miccionando en la mesa de un grupo de bardos mientras daba estruendosas carcajadas (¡ah, cojudos, aquí ya no hay poetas, no hay nada, ociosos!…). No sé si esos actos eran provocación o simples “excentricidades”. Dicen que la palabra “locura” patológica se debería emplear para personas de espíritu chato, para los artistas lo correcto sería la palabra “excéntrico”. Juan obviamente hubiera descreído de esto, que más resonancias tiene a los diálogos de Zavalita con el zambo Ambrosio; y no podría decirse que JRR fuera un desclasado o un poeta irracional como alguna vez escuché por ahí. Muchos se han atrevido a hablar de delirium tremens y de locura, e incluso de posesión (¿exorcismo?) o de alguna extraña manía. Nada de modales, ni el “Manual de Carreño”, ni “Ese Dedo Meñique” de la Holler Figallo. Quizás a su manera Juan era el escritor engagement, comprometido con su escritura y con su vida. Tanto su poesía como su persona, era en alguna forma un peligro para la delicatesse, un puñetazo a las narices levantadas que no se querían juntar con él, no era nice, mucho menos invitarlo a algún evento “porque podría malograr el show” y después “qué iba a decir el público”. “Horror vacui”. Hipocresías de espíritus innobles y reptiles.
En otra ocasión me encontré con él a plena luz del día -pensaba que Juan era un espíritu nocturno, gótico, un ángel de Pasolini. Me equivoqué. ¡Me equivoqué?- lo vi bastante preocupado y me contó que se había olvidado en el taxi, luego de un viaje relámpago a Chiclayo, un libro totalmente inédito que superaba las doscientas páginas y en el que había volcado años de trabajo e investigación, le propuse que pusiéramos un anuncio en el periódico o que pegásemos en los muros del centro de Lima un aviso donde constase la pérdida, además de alguna ficticia o improbable recompensa. Para ello, y luego de escribir a mano el anuncio sobre el reverso de un paquete de cigarros, nos citamos al día siguiente; por cierto el poeta nunca llegó, días después lo volví a ver y me dijo que me olvidara del asunto y que trataría de reescribir el libro saliera como le saliese. Nunca más se volvió a hablar del tema.
En cierta ocasión, conversando en San Vicente de Cañete con el poeta Enrique Verástegui, me “confesó” que él había iniciado en las matemáticas y en la escritura a JRR. No contento con esta “confesión” (y no es que me gusten las intrigas, pero siempre me gusta llegar a la verdad, aunque sea de manera silogística o confrontacional) fui un día a buscar a Juan y le comuniqué el rollo, a lo que él me dijo que fue al revés: “Verástegui es lo que es gracias a mí”. Bueno, rollo de poetas dije, y nos fuimos a tomar. Aquella noche acabamos en la “cámara de gas”, ubicado cerca de la avenida Alfonso Ugarte. Una garra negra de uñas largas nos acercó un extraño líquido verduzco que burbujeaba en una bolsa plástica.
Hubo tiempos relativamente largos en que el poeta no hablaba, se mostraba catatónico y se limitaba a observar y a beber todo el licor que le pudieran acercar. Con las justas se movía de su asiento para ir al baño, o ante el saludo cumplidor de algunos solo levantaba la mano para llevarse el cigarrillo a la boca. Imagino que eran momentos de introspección y de silencios casi típicos en su psicología y su modus vivendi. En cierta forma, y aunque no lo hubiera aceptado, se estaba convirtiendo en una suerte de mito viviente y no es que fuera un convidado de piedra, Juan estaba y no estaba en la realidad. Quién hubiera podido decirnos qué es lo que pasaba realmente por su cabeza. Quizá simplemente estaba construyendo versos o corrigiendo ritmos, cadencias, estructuras o qué se yo.
JRR: Apunte de Nelson Castañeda.
La última vez que vi a Juan, hace algunos meses, estaba bastante delgado, se había afeitado la barba y lucía un sacón largo color crema y una gorra de lana, estaba parado afuera de “La Rockola” de Quilca, como aguardando en la puerta de un centro materno- infantil, nervioso, impasible, titubeante, esperando a que alguien lo invitara a entrar, y nos dimos un fuerte abrazo, le dije que me esperara, que iba a entregar unos textos a un editor y regresaba por la misma. Cuando salí, ya no estaba, busqué por calles aledañas. Había desaparecido literalmente para siempre. Luego vendrían los continuos mensajes que rebotaban de uno y otro lado por internet, avisando de su pérdida, y que su hermano José había iniciado una intensa búsqueda en Chiclayo. ¿Cómo un poeta se podía perder? Salvo que esto no estuviera precisamente referido a su situación física. Muchos temían lo peor. Un comunicado firmado por Hora Zero apagaba todo tipo de esperanzas: nuestro amigo había partido el 17 de junio, arrollado por un camión. Según confirman las noticias, su cuerpo fue hallado en el cementerio de Huanchaco, gracias a una identificación de huellas digitales. Un canal local mostraría por primera vez en televisión la foto de JRR. Paradojas de la vida.
Sé que en estos momentos debería estar escribiendo de su poesía y de sus “Armas Molidas” –que, amablemente, lo editó Jorge Luis Roncal-, o de sus teorías sobre el poema integral o de sus innumerables peleas literarias -con guantes verdaderos, pero con protectores para no afectar la integridad del contrincante-, con los otros supérstites horacerianos, pero lo cierto es que no logro comprender –o quizás sí, pero me cuesta- por qué un creador, un espíritu dotado de magia necesitaba de ciertos resabios de sordidez, de cierto spleen y anosmia, o como dicen los cátaros todo es ficción, nada existe, y por eso los cristianos heterodoxos los eliminaron porque ellos salían a pelear con espadas ficticias, puesto que sus enemigos también deberían ser ficticios, arrojados a una carne de cañón indescriptible. Idealismo ortodoxo. Poesía pura.
Debería también aquí hablar de los reclamos a un Estado farsante, un Estado plutócrata y verdugo donde los políticos confunden cultura con celulares y que nada hace por sus artistas y descuida y pisotea a sus mejores hijos y solo se acuerda de ellos cuando se mueren. Por ello sería inaceptable que el INC o alguna otra institución burocrática de fintosa culturalidad se presente a hacer algún homenaje tardío a JRR. No se podría permitir. La sociedad necrofílica tiene que acabar.
Debería también sindicar con el índice y con todos los dedos de la mano a quienes lo vejaron y lo mantuvieron en la mordaza impidiéndole, de alguna forma, participar en lo único que a él le interesaba y por lo cual se desvivía: la literatura, la Weltanschaung literaria. ¿Por qué muchos ahora se rasgan las vestiduras y lloran con lágrimas de cocodrilo? Ahora se habla de algunas viudas y pelonas literarias, hasta ha aparecido por ahí algún monaguillo que quiere cargar la cruz y otro que clama a gritos por ser crucificado y se irroga el nombre de nuestro vate. ¿Acaso alguna vez les interesó realmente Juan Ramírez Ruiz, el poeta, el escritor, el ángel caído que transitó por este mundo de infamias intolerables y de epifanías ridículas? Ahora se rifan sus vestiduras y dicen “creerle” porque al final “ no hay novia fea, hijo idiota, ni muerto malo”. Sicofantes. Basta ya de traficar con el dolor. Basta ya de hipocresías. Basta ya de querer tapar el sol con un dedo y de fingir la búsqueda de una justicia que sólo se remite a la unidad indivisible.
Debería también recordar que no es casual que sobre su tumba, la tumba de un buen rapsoda, se pusiera paradójicamente las siglas NN. ¿No es acaso esto la metáfora o alguna novedosa figura literaria de cómo se premia en este país a la sensibilidad creativa? Sin seguro de vida, sin pensión, sin jubilación, sin ningún tipo de reconocimiento ni asistencia, muriendo como alguna vez lo dije, parafraseando a JRR, “a la intemperie”.
Muchos escritores amigos y no muy amigos han empezado a discutir sobre el verdadero valor (literario) de JRR y su calidad de artista. No estoy seguro de hasta dónde más pudiera haber llegado el espíritu creador de Juan, lo cierto es que de seguro a él no le hubiera importado mucho las opiniones de nadie y de seguro nos hubiera mandado a la misma merde al modo de Jarry, como hizo con Raúl Zurita, el que se echó ácido en los ojos para no ver la realidad poética que se proyectaba en el cielo, el Zurita emocionado ante el poeta de hierro y hormigón, el poeta cofundador de Hora Zero a quien se acercó para saludarlo y estrechar su mano. Tampoco le importaban los desaires, los ninguneos, la bofetada o la patada de nadie, porque él sabía que había algo intocable dentro de su persona, algo de inmenso valor que solo un verdadero escritor, un verdadero artista podría reconocer dentro de sí.
Ahora muchos jóvenes poetas –y me incluyo- como en el cuento “El bagrecico” del maestro Izquierdo, quieren saber mayores detalles, signos, indicios reveladores de Juan Ramírez Ruiz, nuestro mitológico Juan, y les (me) digo como les dicen todos sus amigos, los que realmente le apreciaban: que lean su poesía, que lean sus libros, (que se saque fotocopias, que se escriba a mano, como hice yo cuando en la BN no me quisieron sacar copia del libro completo por razones del “copyright”). Acaso no nos dimos cuenta de que sus libros nunca se reeditaron, ni que nadie se preocupó por incluirlo en la curricula de las universidades o por lo menos de los colegios. Que descubran ahora en sus libros su calidad humana, su esencia, su luz, sus giros, su simbología, sus delicados manejos del verso y sus proyecciones, sus descubrimientos, sus nobles locuras. Ahí está Juan, nunca se perdió, siempre estuvo ahí, proteico, vital, con el puño hacia arriba. Solo fue a dar un paseo, “un par de vueltas por la realidad”. Acerquémonos a escuchar y leer al poeta.
Ahora prendo una vela para ti, Juan Ramírez Ruiz; espero que te alumbre, amigo, poeta. Que suenen las trompetas de Jericó. Que doblen las campanas de las iglesias. Que se icen las banderas a media asta. Que se disparen los doce cañonazos. Que todo el mundo cargue su negro crespón. Que se desempolven los trajes negros, los trajes de luto. Que se silencie el mundanal ruido. Que se entone “La pasión según San Mateo” de Bach, los Cantos goliardos del siglo XII o “Cuando los santos van marchando” de Armstrong. “Agua Rosada” del Picaflor de los Andes. Música de clavicordio. Quenas. Pututos. Tarkas. Violines. Charangos. Pianos y arpas. Un momento deténganse todos. Un minuto de silencio. Ha muerto un Poeta.
Dejo estos claveles rojos para ti.
RODOLFO YBARRA