febrero 14, 2006

VIRGILIO GOMEZ: UN TESTIMONIO/ ROGER SANTIVÀÑEZ



Foto: Virgilio Gómez, gran pintor mexicano.



Foto:Virgilio en Apurímac.

EN MEMORIA DE VIRGILIO GOMEZ: 
 UN TESTIMONIO
por Róger Santiváñez

1

Conocí a Virgilio Gómez alguna tarde del año 1993 o 94 en el Restaurant Queirolo del jirón Quilca en el centro de Lima. Inmediatamente nos hicimos amigos. El pintor mexicano llevaba una colita hippie y sus materiales de trabajo bajo el brazo. Nuestra conversación giró en torno a pintura y poesía. El dominaba ambos temas, con gracia y erudición incomparables. A partir de entonces lo veía con frecuencia en esa arteria y si no era en el Queirolo nos tomábamos una chata de ron conversando por el circuito Amargura-Plaza Francia y encontrándonos con otros bohemios de la época como Lucho Córdova, llamado el Químico por ser profesor de esta especialidad. En el Departamento de Apoyo Intelectual que la Editorial Logos –propiedad de Córdova- tenía en el conglomerado comercial Centro-Lima me encontraba a menudo con Virgilio para discutir sobre la estadía de Trotzky en México, o Rosario Castellanos o Frida Khalo, cuando no de Suave Patria de Ramón López Velarde, siempre con una mesa que era un bosque de botellas, en los más insospechados y recónditos bares del Cercado ubicados en medio de la jungla de cemento por el talento del Químico.

Otro de nuestros lugares de casual (y buscado) encuentro era el taller del maestro Carlos Espinoza en el jirón Amargura. En este agradabilísimo ambiente y al caer de la noche con Carlos Jr. tambien pintor y Don Valle, el orfebre, nos entregábamos a una cadena de ininterrumpidos temas que iban desde la política del día en el Perú hasta los más alucinantes tópicos de la especulación intelectual y artística. Esos eran los días de mi bohemia cotidiana en el Centro de la ciudad y Virgilio siempre era un fiel acompañante, trejo para el trago, humanísimo hasta la emoción más pura. Una de sus pasiones eran los libros y se dedicaba a búsquedas intensas entre los intrincados laberintos de las librerías de Viejo; recuerdo una tarde en que se apareció iluminado: traía en sus manos la edición prínceps de El Periquillo Sarniento (la primera novela hispanoamericana de la historia escrita por el mexicano Fernández de Lizardi). O podían ser raras ediciones de algunos poetas, como el inencontrabale Efrén Hernández, con cuyo libro los ojos le brillaban a Virgilio pidiéndome que leyera en voz alta con un !salúd! al unísono en la primera mesa del Queirolo. Allí le gustaba congregar también a sus amigas las jóvenes actrices del Teatro de la Universidad Católica (TUC) –sito a la sazón en Amargura- deleitándolas con su refinada sensibilidad y vastísmo conocimiento de las artes y la cultura o les rendía homenaje con un rápido y certero apunte a lápiz de su belleza: la de Karen Spano, Ximena Ameri, Eliana Vigil o Mariella Coronel, entre las más recordadas de aquellas horas gloriosas.

2

Súbitamente hacia los últimos días de 1997 lo encontré una tarde por la Colmena y me contó que tenía problemas para seguir viviendo en el cuarto que habitaba en el jirón Tayacaja. No dudé un instante en decirle que se fuera a vivir a mi casa en el Rímac. Desde ese día mi amistad con el pintor creció y se fortaleció en los avatares de la lucha por la supervivencia en medio de agudísimas dificultades económicas. Pero los milagros existen y entonces debido a la magia del poeta Jorge López Zegarra, el quenista Lolo Reyes y el genio de Virgilio (los tres habitábamos mi casa rimense) nunca nos faltó un bocado para llevarnos al alma desolada y sin embargo invicta que ostentábamos en esos durísmos días de creación y canciones; porque siempre nos las arreglábamos para escuchar música. Y recuerdo que Virgilio me decía: “Yo hasta cuando duermo oigo música”. Y nos salíamos desde Villacampa caminando hasta Tacna pasando por el Puente Santa Rosa, donde él tenía sus buenas amigas curanderas quienes le ofrecían dulce caña que él compartía conmigo mostrándome sus recientes cartulinas o papeles con dibujos a lapiz, o en múltiple colorido y en distintas técnicas ya que Virgilio dominaba a fondo el arte pictórico y además todos los estilos y maneras, desde el abstracto hasta el figurativo más exigente. Era impresionante comprobar la versatilidad que poseía y el toque oaxaqueño que –usualmente- le imprimía a sus creaciones. Luego podríamos perdernos –cada uno por su lado- pero ya sabíamos que a la vuelta del infierno nos encontraríamos (aunque parezca contradictorio) en el augusto refugio del Averno en cuya puerta hallaríamos siempre la palabra cordial de Jorge, el Negro Acosta.
De un momento a otro –el 2000- yo decidí abandonar Lima y viajar a mi Piura natal. Consideré que mi vida bohemia y marginal había llegado a un tope. Después de unos meses en la ciudad de los algarrobos, volví a Lima por unos días. Visité a Virgilio en el Rímac y él lo primero que hizo fue entregarme mis certificados de estudios en San Marcos, que había encontrado entre los revueltos papeles de mi cuarto. “Esto te va a servir para postular a una beca en Estados Unidos” –me dijo sabiendo que yo cierta vez le comenté el tema en algunas de nuestras caminatas deambulando por Lima, la esponja. Y efectívamente esos fueron los certificados –eran originales- que yo presenté a Temple University el 2001. Virgilio los había guardado esperando el mejor momento para dármelos. Sólo con este gesto queda diseñada en un trazo la extraordinaria calidad humana de este gran hombre, cultísimo como pocos, magnífico y genial pintor que hoy definitívamente está en el cielo y para quien he escrito estas íntimas palabras de homenaje.

Epílogo

Desde que vivo en Estados Unidos, en dos oportunidades he visitado el Perú. En ambas la primera persona que se acercó a saludarme fue Virgilio. E invariablemente con su sonrisa inteligente y el corazón abierto para confundirnos en ese abrazo que hoy me duele muy dentro, porque sé que ya no habrá una próxima vez con él. Ya nunca más las caminatas confiándonos nuestros más secretos ideales como artistas, esas horas querido maestro en que compartir un combo o un pisco, nos reunía en el solitario azul de la belleza bajo la gran noche peruana, porque no quiero que las lágrimas que alguna vez te vi brotar de emoción nos alcancen en su pena, sino que esas estrellas que amabas subiendo por el Puente Santa Rosa ya están en ti, o mejor dicho: tú ya eres una de ellas en el inacabado lienzo de tus sueños. Hasta siempre compare.
[Collingswood, New Jersey, 13 de frebrero de 2006]

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