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Nacido en Quito en 1905 y fallecido en esa misma ciudad en 1977, el poeta y periodista Jorge Reyes destaca entre los literatos ecuatorianos contemporáneos por su vigoroso repertorio poético, impelido por la sucesión de ideas sociales y estéticas que dominaron el siglo XX. Además de dirigir las columnas literarias del periódico La Tierra, dejó muestras de su capacidad analítica en las páginas de opinión de otra cabecera quiteña, El Comercio. Hay que vincular toda esa producción al ideario socialista, defendido por Reyes en revistas como Cartel, cuyo lanzamiento editorial fue impulsado por el poeta en colaboración con escritores como Pablo Palacio, Alfonso Moscoso y Jaime Chávez. En el terreno literario, destaca un ensayo que resume buena parte de esas inquietudes: Apostilla (1997).
Aparte del citado título, la bibliografía de Jorge Reyes incluye poemarios tan atractivos como Treinta poemas de mi tierra; Quito, arrabal del cielo (1926), (1930) y El gusto de la tierra (1977). Asimismo, cabe hallar sus versos en las antologías Índice de la poesía ecuatoriana contemporánea (1937), Antología poética de Quito (1977), Quito: Del arrabal a la paradoja, (1985) y Poesía viva del Ecuador (1990).
VECINA
Ahora que está el patio de domingo
y no hay ropa lavada
y en las vasijas no se quiebra el cielo
y los niños, caracolas terrestres,
danzan de lado a lado
con los trompos borrachos
y las bolas que guardan estrellas de colores,
usted y yo, vecina,
nos podemos fiar un gran cariño
y decir, por ejemplo, deme un beso
usted, buena como un periódico en la mañana
cuando es indispensable echar ancla en la vida,
yo, inquilino de una tristeza
por esa mujer pálida como la palabra muerto.
La calle se ha vestido de un pañolón de flecos
Tiene usted unas manos
dignas de atar el nudo de mi corbata,
por la presencia de su boca
ya no chisporrotean mis recuerdos,
aparece usted conmigo en las conversaciones
como los parientes en las fotografías
con dedicatoria al amigo del alma,
y detrás suyo hay una familia contenta
que conoce la utilidad del mondadientes
y mira al cielo para hablar:
“se ha muerto el Ambrosio como perro
sin siquiera una cruz entre las manos”.
No sé hacer la alabanza de sus ojos,
pero estamos juntos en la tarde que se achica
y mi alegría sube y le muerde los pechos.
junto a usted me olvido de las constelaciones
y estoy tan sólo aquí y en ninguna parte,
sin voz, como los muertos, porque tengo dos manos
y un deseo en el único sitio en que está el deseo.
sin embargo, quiero que me encargue su corazón
para envolverlo en la esquina de mi pañuelo
y guardarlo en el fondo del bolsillo del pecho.
Así estaré tranquilo
como los toreros en las fotografías.
Los faroles en la tarde son como forasteros.