junio 19, 2025

PIURA EN UN MUNDO AJENO:

SIN “PIAJENOS” POR SUS CALLES

Armando Arteaga

 


 No veo ningún “piajeno” en Piura me dice mi interlocutora  amiga, la cineasta brasilera Belén Piñera, quien ha viajado conmigo a la ciudad de Piura para realizar algunas locaciones  en Piura La Vieja,  para una posible filmación de un documental sobre Froilán Alama,  mientras tomamos un jugo de lúcuma, esa fruta increíblemente deliciosa, en “El Rosita” de la  céntrica Av. Grau, y por allí empieza la discrepancia, mientras yo tomo una cremolada de mango ciruelo, fruta tan exótica o más comparada a la lúcuma, que nos ayudan a superarla sed y  el calor sofocante, tanto como Tabatinga y Leticia, las ciudades amazónicas donde reside nuestra sorprendida visitante.

 Hace un par de años, en plena pandemia del Covid 19,  caminábamos por Piura en pleno protocolo sanitario, mientras ella disparaba,  a diestra y siniestra, las tomas para sus fotografías, sobre la gente inesperada que pulula con discreción la Plaza Merino donde -le cuento- se reunían poetas jóvenes piuranos  a leer sus poemas por las noches. Ahora, me dispara a mí,  más preguntas, quiere conocer “La Casa Verde” (ya no existe, le respondo);  Yapatera sí existe (el último asentamiento de población afro-piurano),  y la fiebre del algodón, el oro blanco (mientras busco el número del celular de Jorge Arévalo Acha, alguien me lo dio,  y me dijo: allí lo encuentras, allí vive);  y le comunico que ya estamos en el  “huarique” de Castilla donde beberemos chicha y comeremos un ceviche de caballa.  

 Mientras almorzamos. Es cierto, los “piajenos” han desparecido del casco urbano de Piura, ella hace una referencia a la recreación poética del “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez, amigo de su niñez y juventud,  recuerda un inseparable asno pequeño, suave, blando, peludo, casi de algodón sin dureza alguna, tan frágil, denota su malestar,  por acá,  tan bandidos, en la tierra de Froilán Alama, los hayamos reducido a bestias de carga. Le explico: en toda la literatura piurana los “piajenos” son personajes sobresalientes, épicos “compadritos”  para el trabajo fuerte, de mucha ayuda en los hogares pobres: de gran alivio humano -para cargar bultos- en faenas campestres.

 Mario Vargas Llosa tiene un espectacular artículo periodístico (“La desaparición de los “Piajenos”),  publicado en marzo del 2012, es una aproximación a la Piura de su infancia y también de su juventud, donde los “piajenos”: “Estoicos y pacientes cargaban costales de fruta, leña, gentes, todo lo que podía cargar, y se los veía trotando día y noche por las calles de altas veredas, soportando maltratos de los malhumorados y sádicos, alimentándose de los que encontraban al paso o viviendo del aire y de su mera terquedad de no resignarse a morir”.  La guadaña del tiempo se lleva todo: familiares, amigos, profesores, todo lo que a cualquier vecino le importa. Por lo que recuerda también su etapa de san miguelino, la puesta en escena de su primera “obrita” de teatro en el ya desaparecido Teatro Variedades, “La huida del Inca”.

 

Otro escritor piurano que refiere a la presencia del burro piurano en su libro “Romancero Piurano”, es Teodoro Garcés, como un icono notable en “El escudo de mi pueblo”.  Al igual que el algarrobo, y los Seminario: familia multiplicada, que Seminario es de Piura, ó es Piura de Seminario. Donde el algarrobo es el árbol plebeyo, hijo de la arena del desierto inmenso. El burro piurano, es un filósofo paciente, no tiene descanso en trabajo rudo, no entiende de treguas en su amor de fuego. Aguatero del pueblo, sufrido arriero,  alcalde del progreso,  Cuando el cansancio lo deja muerto, festín de carne, para el gallinazo hambriento. “Lo que hizo el burro, no lo hizo nunca ningún diputado”,  refiere en un verso solemne Teodoro Garcés.

 El burro piurano, no tiene la épica de los “caballos” (su más cercano semejante)  en la Guerra de Troya, donde es “caballo de batalla”, y/o argumento de ficción, en la  guerra,  para engañar al enemigo, el artífico bélico de los ejércitos aqueos contra la ciudad. Ni la gesta de aquella “locura”  de las novelas de caballerías.  Aunque, en “Los caballeros del delito” de Enrique López Albújar donde el bandolerismo es una profesión, un viaje de seres rabiosos, desesperados, histéricos, como los toreros, los piratas, o los contrabandistas: el burro piurano es su aliado silencioso (casi forzado con revolver en la cabeza)  para cargar lo robado (donde no tiene parte en el reparto de los amigos de lo ajeno). Claro está, para cualquier filme, el bandolero es un personaje que odia la ciudad, sus escenarios donde luce mejor son los rurales; odia el tren, el avión, el auto, el teléfono, a los gendarmes, en cambio: ama sus caballos, sus “burros” de carga para la “merca” robada, ama el río, el rancho, la quebrada, el chicherio, el bosque, la cima, el caserío, y sus amores trágicos. Le roba a los “sambios”, siempre “prevalicando”, piuranismos usados por el autor de “De la tierra brava” en su glosario.

 

 

febrero 11, 2025

VASIJA DE BARRO / ARMANDO ARTEAGA

Domingo, 17-01-2021.
Mi artículo publicado en el Suplemento Dominical
Semana, Diario El Tiempo, Piura.
VASIJA DE BARRO

POR ARMANDO ARTEAGA



Uno nunca termina de entender cómo es que la “piuranidad” acaba metiéndose en los huesos y en el alma del “ser piurano”. Siempre que ando por Piura, el mensaje sonoro retoma un dialogo persistente con los “pasillos” y los “tristes”, sobre todo con ese ruido mundano que viene de rockolas. Mi abuela materna, Carmen, de Sullana, me decía, cuando era niño, que escuchar pasillos era cosa de “montubios”.
Así, con esa identidad musical, dejé Piura de niño, y volví a encontrarme con el “pasillo”, el “sanjuanito”, los “albazos” y los “pasacalles”, en mis tiempos universitarios, en Ayabaca, cuando el exalcalde Teófilo Flores me invitaba a las serenatas de las noches ayabaquinas, que los parroquianos muy “soferos” calentaban a punto de “canelazos”. Después, años más tarde, descubrí que también había una ruta musical del “pasillo” en Huancabamba.
Claro está, que por Ayabaca ha llegado la importa del “pasillo” cuencano y lojano. Lo trajeron, en sus cantos, ritmos y melodías, los estudiantes universitarios que iban al Ecuador, a estudiar, a la Universidad de Loja, porque no tenían vacantes en las universidades peruanas. Regresaban las “rondallas” de alegres muchachos en las vacaciones con sus guitarras, bandurrias, laudes, y requintos, que le daban vida testimonial, y ficciones nocturnas amorosas, donde el “pasillo” era el monarca local de los géneros musicales.
Varias generaciones de ayabaquinos se forjaron escuchando “pasillos” y dando serenatas. Eso no significaba, tampoco, que entre pasillos van, y vienen, siempre aparecía el valse criollo peruano. Aquí nadie se pasó al otro bando, la resistencia musical de estos pueblos fronterizos era la alternancia, la combinación y la hermandad musical con el país norteño.
En los años 90, cuando estuve por Ayabaca, fui consciente ciudadano, de reconocer mi admiración por la belleza del “pasillo”. Llevaba en mi mochila la novela experimental de Jorge Enrique Adoum: “Entre Marx y una mujer desnuda”, y la preste a un amigo, de las serenatas, que se interesó por la novela. En la próxima serenata, ese amigo, se me acerco con su guitarra y me dijo: “Adoum, el novelista ecuatoriano, ha compuesto este “pasillo”, y tocó “Vasija de barro”, que en realidad es un “danzante”.
Yo conocía la canción, y la historia de la canción escrita por varios autores ecuatorianos, reconocidos poetas y escritores: Jorge Carrera Andrade, Hugo Alemán, Jaime Valencia, Jorge Enrique Adoum, y la música de Luis Alberto Valencia y Gonzalo Benítez. El mensaje de la canción es algo recurrente con lo histórico, recupera el amor por lo ancestral: “Yo quiero que a mí me entierren como a mis antepasados/ en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro”.
Alguna vez conversando con Chalena Vásquez, la musicóloga piurana, le pregunté: ¿La poética del “pasillo” es algo muy habitual a la teleología de la cultura de los piuranos? Me aseguró: que en realidad, “el acomodo del prolijo social era de protesta”. No estoy tan seguro de esa aseveración de Chalena Vásquez, pero echemos una mirada por la historia. En resumen, en las guerras por la independencia contra España, las migraciones de los pueblos fueron muy fuertes, y entramos en contacto con la música del norte: Colombia, Venezuela y Ecuador. Por allí viajo el “pasillo” en las “montoneras”, de esas que hablaba Francisco Vega Seminario en su novela del mismo nombre. Que para hacer una síntesis musical tenemos ahora: un pasillo costeño, un pasillo lojano, otro cuencano, y el quiteño. No se trata, del entusiasmo, por quedarse en el infinito del cielo: “Viendo a mis lindas Tres Marías”. El famoso pasillo, “Las Tres Marías”, que cantaban las Hermanas Mendoza Sangurima, ha unido pueblos y literaturas, de ambos lados. El destello galante de este “pasillo” ha removido sentimientos a prueba dura de amistad sincera, entre nuestros dos países.
El pasillo costeño desde Guayaquil tiene excelente autores: Nicasio Safadi, Carlos Solís Morán, Carlos Silva Pareja, Carlos Rubira Infante, entre otros. En Portoviejo: Constantino Mendoza. En el pasillo lojano, los nombres de: Segundo Cueva Celi y Salvador Bustamante Celi. En el pasillo cuencano: Francisco Paredes Herrera. Y, en el pasillo quiteño: Carlos Amable “Pollo” Ortiz, así como Homero Iturralde, Víctor Aurelio Paredes y Ramón Moya Alzamora. Por último, para mi gusto, existen “pasillos inmortales”, tales como: “Ángel de luz” (Benigna Dávalos Villavicencio); “Cantares del alma” (Carlos Bonilla Chávez); “El aguacate” (César Guerrero); “Rosales mustios” (José Guerra Carrillo), y “Romance de mi destino” (Abel Romero Castillo). Una prueba más, de que las canciones y la poesía: no tienen visiones localistas. Las rockolas del atardecer piurano muchas veces nos enseñan a buscar cataclismos sentimentales.