(PARA SACARNOS DE LAS CASILLAS)
LA MINIFICCIÓN DE
EDUARDO BORRERO
Por Bernardo Rafael Álvarez
La
minificción es tan antigua como antiguos son los chismes. Las fábulas de Esopo
(o, mejor dicho, atribuidas a este personaje probable o improbablemente
inventado) vienen desde varios siglos antes de que comenzara nuestra era; y las
fábulas no son sino precisamente eso: relatos muy breves que tienen contenido o
finalidad de carácter moral. Y con propósitos similares pero acaso algo más
excelsos, Jesús, el Mesías, también –mucho después del fabulista griego- contó
relatos breves para ilustrar sus enseñanzas y hacerlas más convincentes y
persuasivas; me refiero, por cierto, a las parábolas.
Pero, en
verdad, creo que la expresión más remota del relato breve es aquello que todos
conocemos y en algún momento –o casi siempre- hemos practicado pero, sin
embargo (de la boca hacia afuera) solemos repudiar y negamos que forme parte de
nuestra “cultura” cotidiana. Me refiero a eso que, aunque medio
imperceptiblemente, acabo de mencionar: el chisme. El chisme es, no me cabe
duda, el punto de partida del género literario llamado narración; pero, claro,
también lo es del periodismo informativo. ¿Alguien puede negar que desde los
primeros días de la humanidad existió el deseo, el interés, la preocupación,
por saber qué es lo que pasa más allá de las propias narices, por enterarse de
la vida ajena, y también y sobre todo la casi irrefrenable inquietud por
ejercer acomedidamente el papel de correveidile?
Y otra de las
formas digamos innobles del relato breve, contra la que los literatos
posiblemente dirigen o dirigirían su artillería pesada, para borrarla del mapa,
es el chiste, que es, sí o sí desde el principio, un relato, un relato corto.
Ya hablando
en el terreno literario, muestras importantes de relato corto, o minificción,
encontramos en casi todos los escritores de que tenemos noticias. Recuerdo
ahora a Charles Baudelaire y sus Pequeños poemas en prosa (conocidos también
como El spleen de París), los que, naturalmente, son, como los llamó su autor,
poemas, pero casi todos dichos en forma de relato.
Nuestro poeta
mayor, César Vallejo, también hizo lo suyo. Aquí una muestra: “El perro que,
por fidelidad, no consiguió que se acercase nadie a curar la herida de su amo.
Este, naturalmente, murió.” Y esta otra que, podría haber sido inspirada por el relato de Francis Scott
Fizgerald, El curioso caso de Benjamin Button, y que, en buena cuenta, lo
resume de forma por demás acertadísima: “El hombre que nació viejo y murió
niño: la edad para atrás”.
Eduardo Borrero Vargas
Y ahora y
aquí tenemos a Eduardo Borrero Vargas, escritor piurano, nacido en Sullana,
cuya última producción es la que tengo en mis manos: Del misterio y otros
abismos (Editorial América, 2015). Relatos cortos, o cuentos, como él los
llama, en los que, en el plano formal, creo encontrar cierta familiaridad (o,
como dice la gente culta: intertextualidad) con la literatura del checo Franz
Kafka (claro está, no el de La metamorfosis o El Proceso sino, entre otros, de
los relatos Prometeo o El buitre), el argentino Jorge Luis Borges (de, por
ejemplo, estos textos que aparecen en el volumen Ficciones: El jardín de
senderos que se bifurcan, Tres versiones
de Judas, y lon, Uqbar, Orbis Tertius) y el peruano Felipe Buendía (de La
espera). Literatura desconcertante. Muy afín, a veces, con lo que es
característica del teatro de Ionesco: el absurdo.
Literatura
fantástica y además inverosímil, como aquello del prestamista en el relato
titulado Beneficios renovables, que “por un accidente fortuito, voló al cielo;
pero rebotó a la tierra”; o esto de imaginación igualmente extrema que
encontramos en Cuento de terror 1: “Despavorido, salí a las calles del pueblo a
buscarme. Pena me da confesarles que no he logrado encontrarme, pero se
confirma mi teoría de que un desalmado me ha secuestrado.” O, más extrema aún,
esta muestra de enigmático desdoblamiento: “Era una tarde sombría. Ingresé a mi
casa y vi, con estupor, que me estaban llevando sujeto a una camisa de fuerza.”
(Cuento de terror 3).
Es cierto,
como ha escrito Armando Arteaga en el prólogo y el mismo autor en algún momento
me lo dijo, que estos, los relatos de Eduardo Borrero Vargas, tienen una
tendencia marcadamente dirigida hacia lo metafísico. Sin embargo, hay también
lo que yo he visto, y lo digo sin ambages: el propósito de sacarnos,
inconsideradamente pero en buena lid, de nuestras casillas y decirnos, además,
eso que sabemos pero tratamos, tal vez inconscientemente, de olvidar: que la
literatura es, sobre todo, un trabajo de creación y no de remedo.
Y Eduardo ha
hecho eso: ha creado historias y seres que, como he tratado de explicar, no son
precisamente de nuestra realidad, parecen pero no son de la realidad, sino
productos de la auténtica ficción; hechuras que bien pueden inscribirse, y de
hecho están allí, en lo que Vargas Llosa llama “la verdad de las mentiras”.
Son relatos
extraordinariamente bien trabajados, con una escritura pulcra, sin la
imprudencia de innecesarias altisonancias. Ah, pero eso sí, con una dosis de
humor que puede tener su explicación en el hecho de que nuestro escritor es
piurano y, como ustedes saben, no hay humor más delicioso que el de los
piuranos; pero el de Eduardo va más allá: es un humor ácido, extraño, que -al
menos en este libro- nada tiene que ver, por ejemplo, con aquellas proverbiales
historias de los compadres que se
encuentran en los caminos calurosos del norte de nuestro país, acompañados casi
siempre con la medio ineludible presencia, en esos lugares, de los dóciles e
infatigables “piajenos”. El de Eduardo o, mejor dicho, el de este libro es un
humor no para reír, sino para dejarnos estupefactos.
Léanlo, y me
darán la razón.