junio 18, 2012

Tzvetan Todorov: Mito e Historia.

Tzvetan Todorov: Mito e Historia.*



En la iconología del Renacimiento, la memoria se representaba como una mujer de dos rostros, vuelto el uno hacia el pasado y el otro hacia el presente; llevaba en una mano un libro (del que podía sacar sus informaciones) y una pluma en la otra (probablemente para poder escribir nuevos libros). La labor de memoria se somete a dos series de exigencias: fidelidad para con el pasado, utilidad en el presente. Pero ¿qué ocurre cuando estas series entran en conflicto, cuando la restitución verídica de los hechos puede tener un efecto perjudicial?
Dos recientes debates referentes a personajes públicos han recordado la posibilidad de semejante conflicto. Ambos se referían a individuos que tenían en la imaginación colectiva un estatuto de héroes. El protagonista del primero fue Arthur London. Este hombre, de origen checo, muerto en 1986, era un funcionario de la Internacional Comunista, que había participado en la guerra de España; casado con una francesa, había sido un dirigente de la resistencia comunista en Francia, antes de ser deportado al campo de Mauthausen. Después de la guerra, permaneció varios años en la Europa occidental; de regreso a Praga en 1948, se convirtió muy pronto en viceministro de Asuntos Exteriores. Fue sin embargo detenido en 1951 y condenado a prisión perpetua, en el marco del proceso Slansky, la mayoría de cuyos protagonistas fueron ejecutados. Después de 1955, fue liberado y rehabilitado; en 1963 se instaló en Francia. En 1968, publicó La confesión, relato de su experiencia carcelaria. La obra fue adaptada al cine por Costa-Gavras, con Yves Montand en el papel de London; la película dio la vuelta al mundo.
En noviembre de 1996 apareció el libro de Karel Bartosek Las confesiones de los archivos, consagrado a las relaciones entre los partidos comunistas checo y francés, que explota esencialmente los archivos de Praga, recientemente abiertos. Bartosek es un historiador checo que vive en Francia desde 1982; también él fue «reprimido» tras la invasión soviética de 1968 (después de seis meses de cárcel, perdió su trabajo en la investigación científica y se convirtió en peón de albañil, antes de ser privado de su nacionalidad y expulsado). Un capítulo de este libro, consagrado al caso London, produjo una viva polémica en los medios de comunicación. La querella se refería a dos cuestiones. Por una parte, se trataba de establecer la biografía de London con la máxima precisión; los principales contradictores de Bartosek eran, aquí, los íntimos del revolucionario difunto. Por la otra, se instauró un debate sobre el papel de la historia en la sociedad contemporánea. Se desarrolló en el círculo de los historiadores y los periodistas.
El argumento que se opuso a Bartosek en este segundo debate consistía en decir, en líneas generales: sean cuales sean los detalles particulares de la vida de London, o de cualquier personaje de este tipo, sólo hay que decir públicamente lo que sea útil. Podemos encontrar la argumentación más completa de este punto de vista en un artículo del diario Le Monde, en diciembre de 1996. El análisis propuesto era el siguiente: vivimos hoy un momento difícil de la historia, cuando «la extrema derecha merodea en nuestras ciudades»; por consiguiente, es necesario mantener viva la llama del combate antifascista y seguir afirmando que «los héroes son héroes; el combate de la España republicana, el buen combate; [...] Artur y Lise London, los símbolos indestructibles de la auténtica pasión comunista», junto a Jean Moulin, dirigente de la Resistencia francesa asesinado por los nazis, «el puro arcángel de la revolución nacional». Desde este punto de vista, es evidente que debe cubrirse de oprobio a quienes, con el pretexto de cumplir su deber de historiadores, intentan arrojar las sospechas sobre «cualquier ser de excepción», demostrar que «los héroes son ilusorios», llevar, a fin de cuentas, «al odio hacia el héroe y el santo». Esos historiadores no hacen más que ayudar a la extrema derecha en su combate contra el «sentimiento moral» en general y el compromiso cívico en particular.
La inmensa mayoría de los historiadores se opuso a este modo de enfocar el papel de la historia, que supone afirmar que algunas verdades no es bueno decirlas (se publicó, también en Le Monde, una carta abierta de apoyo a Bartosek). Esta actitud ha tenido, en Francia, precedentes célebres. El primero, tal vez, se refiere al caso Dreyfus: Maurice Barres, uno de los cabecillas de los antidreyfusistas, decía que, aunque la verdad estuviera del lado de Dreyfus, había que condenarlo, pues, de lo contrario, se desacreditaba al ejército francés. «Aunque su cliente fuera inocente, ellos [los dreyfusistas] seguirían siendo criminales». Otro precedente ilustre es el de Sartre, que se oponía, a comienzos de los años cincuenta, a las revelaciones sobre los campos en la Unión Soviética: de acuerdo con su fórmula—tal vez apócrifa pero que se hizo célebre—, no había que desesperar a Billancourt, es decir, a la clase obrera, revelándole que la «patria del socialismo» no era todavía el paraíso terrestre. Se decía también, por aquel entonces, que esas revelaciones podían perjudicar a la causa de la paz, o que podían hacer el juego al imperialismo americano, y así sucesivamente.
Desde este punto de vista, el historiador no tiene ya deberes para con la verdad sino sólo con el bien. Es sólo un propagandista entre otros. Esta posición puede ser defendida si se está convencido, por otra parte, de que los hechos no existen, sino sólo los discursos sobre los hechos. El historiador, entonces, en nada se diferencia del conmemorador. Lo que significa, a decir verdad, la ruina de cualquier ciencia, puesto que ésta descansa sobre el postulado de que el conocimiento no es una pura proyección de la voluntad.
Podemos preguntarnos, no obstante, si incluso desde el punto de vista pragmático, que es tanto el de Barres y de Sartre como el de sus discípulos contemporáneos, la negligencia para con la verdad no arruina las tesis defendidas. El descubrimiento de la superchería en el proceso de Dreyfus comprometió duraderamente las posiciones antidreyfusistas en Francia. Las mentiras comunistas acabaron matando el atractivo de la idea comunista. ¿Se lucha hoy realmente, de modo eficaz, contra la extrema derecha dejándole, aquí o allá, el monopolio de la verdad? El peligro de lo moralmente correcto es muy real: las mentiras piadosas acaban siempre derrumbándose y comprometiendo las posiciones que querían defenderse. ¿Pueden imaginarse los daños que provoca la revelación de una omisión voluntaria de la verdad? En vez de servir a la causa noble, corre el riesgo, por el contrario, de desacreditarla. Recordemos la matanza de Katyn: para no mancillar su imagen, el poder soviético intentó, durante más de cuarenta y cinco años, atribuir a los nazis la responsabilidad por la muerte de esos miles de oficiales polacos. El descubrimiento de la verdad dio un golpe fatal a la credibilidad de las declaraciones oficiales soviéticas.
Hay que separar aquí los papeles del político y del historiador. El primero tiene como objetivo actuar sobre el espíritu de sus conciudadanos; sin estar obligado a mentir, puede elegir decirles esto en lugar de aquello, con vistas a obtener el resultado deseado. De Gaulle no tenía interés alguno en recordar a los franceses, en 1940, todas sus debilidades y cobardías pasadas; para despertar su resistencia, mejor era hablarles de Juana de Arco. El objetivo del historiador, en cambio, no es pintar imágenes piadosas, contribuir al culto de los héroes y los santos, prosternarse ante «arcángeles»; sino acercarse, en la medida de sus posibilidades, a la verdad.
En este sentido, quien dice historia dice sacrilegio. Lo sagrado es aquello que no tenemos derecho a tocar, so pena de castigo. Pero la historia desacraliza el espacio público, profana, en sentido estricto, todos los objetos de culto; en el otro extremo de la idolatría, participa, por su propio proyecto, en ese «desencanto del mundo» del que hablaba Max Weber considerándolo como una característica esencial de la modernidad. Tal vez en los momentos de crisis extrema, como la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, el propio historiador no debería tocar los segmentos de historia cuyas lecciones podrían desalentar a sus ciudadanos; eso no le autorizaba a engañarles haciendo pasar por trabajo histórico lo que sólo habría sido su esfuerzo de propaganda. De Gaulle seguía pensando en 1969 como en 1940: «Nuestro país no necesita verdad. Debemos darle la esperanza, la cohesión y un objetivo», decía refiriéndose a la película Le Chagrín et la Pitié. Por razones parecidas, las profundas investigaciones históricas sobre el régimen de Vichy no eran alentadas en Francia en los años siguientes a la guerra y fue preciso que historiadores alemanes o americanos se interesaran, sin prejuicio, sobre el reciente pasado francés para que la opinión pública acabara admitiéndolo: la política de Vichy no constituía un «escudo» protector contra las sevicias alemanas, como afirmaba ser. Pero podemos dudar que hoy, sea cual sea la preocupación ante el ascenso de la extrema derecha, vivamos un momento semejante de crisis extrema.
¿Cómo juzgar, actualmente, el papel histórico de un personaje como London? Los hallazgos de Bartosek en los archivos se refieren a varios momentos de su biografía. London, nacido en 1915, se convirtió en un permanente del Komintern en Moscú, donde vivió a partir de 1943. En 1937-1938, se unió a las Brigadas Internacionales en España, aunque sin participar en los combates: dirigió la sección de la Europa del Este del Servicio de Investigación Militar, una policía militar dependiente de la policía política soviética; organizó una «depuración» de elementos poco fiables. Después de la guerra, en Suiza y en Francia, London trabajó para los servicios de información y la policía política checos. Un detalle incongruente: London escribió el primer informe contra Noel Field, el comunista americano que más tarde fue utilizado en el proceso de Praga que implicaba a London. Estos aspectos de su actividad nunca habían sido puestos de relieve por el propio London en La confesión.
La revelación de estas peripecias produce hoy mal efecto. Se comprende, pues, que los íntimos de London, apoyados por algunos historiadores aislados, se rebelaran contra ella. El hombre al que conocimos, dicen en resumidas cuentas, tenía ciertamente fuertes convicciones políticas, era un revolucionario profesional, pero no espía ni policía. Era un hombre de ideales elevados, dotado de valor y de generosidad, como demostró en las difíciles condiciones de la clandestinidad y de la deportación.
Una de las lecciones de esta confrontación es que no debiera elegirse entre las dos tesis, sino escucharlas juntas. Los íntimos de London lo dicen a su modo, cuando intentan justificar la implicación de su pariente y amigo en las redes de espionaje en Francia: «Este asunto sucedió en el marco de la guerra fría y fue colocado bajo el signo de la fidelidad total a un ideal internacional». Hombres como London creyeron realmente que el fin justificaba los medios. No fueron cínicos que desviaran el dinero del Estado para llenarse los bolsillos; fueron «idealistas» que creían que el comunismo era el mejor estado posible de la humanidad. Para contribuir a su advenimiento (aunque, incluso en su concepción propia, fuera a producirse en un porvenir lejano), eran capaces de todo, incluso de «purgar» sus propias formaciones, espiar, calumniar, falsificar, llevar al sufrimiento y a la muerte a muchas personas. La ética estaba por completo sometida a la política: ésa era la doctrina comunista. Como recordaba Jacques Rossi, otro veterano del Komintern: según Lenin, «lo ético es todo lo que sirve a los intereses de la clase proletaria».
Cuando se lee la historia de los dirigentes comunistas de aquella época, no puede dejar de sorprender su dimensión propiamente trágica (como hemos visto ya en el caso de Heinz Neumann). Bartosek publicó, como apéndice a su libro, las cartas de despedida de los once dirigentes checos que fueron ahorcados en el marco del proceso Slansky: no sólo son humanamente conmovedoras, atestiguan también que, en vísperas de su muerte, aquellos hombres seguían profesando el mismo ideal, cuando acababan de sufrir las peores torturas, físicas y morales, y sabían con seguridad que no habían cometido crimen alguno. Lo mismo ocurrió con Noel Field: una vez liberado (en 1954), aquel hombre que hubiera podido quedar destrozado por la tortura no tuvo más preocupación que la de proclamar su indefectible fidelidad al Partido (se negó a regresar a Estados Unidos y murió en el «campo socialista»). Así había sucedido ya con Nikolai Bujarin, que, condenado a morir tras haber sufrido las humillaciones y torturas vinculadas a los interrogatorios para su proceso, pudo aún escribir a Stalin una carta personal en la que le aseguraba su amor y su fidelidad: a él, Stalin, al Partido, a la revolución, al comunismo... En vez de dirigirle reproches por las injusticias que había sufrido, le pidió perdón: «Adiós por los siglos de los siglos, y no guardes rencor alguno al infeliz que soy».
Los procesos contra los dirigentes del Partido, en los años 1949-1953, merecen evidentemente la atención del historiador; sin embargo, no deben ocultar las características principales de la represión, cuyo primer efecto no fue el de afectar a otros comunistas. Bartosek estableció una elocuente estadística a este respecto: «Para todo el período 1948-1954, los comunistas representan aproximadamente el 0,1 por 100 de los condenados, aproximadamente el 5 por 100 de los condenados a muerte, el 1 por 100 de los muertos». Ante esas cifras se comprende mejor la injusticia que supone presentar a London como la víctima ejemplar del poder comunista; peor aún, el interés que ese poder tiene en hacerlo creer. En realidad, los dirigentes perseguidos sólo pertenecían a la tercera oleada de represión, la más débil: tras la de todas las personas que podían ser acusadas de connivencia con el fascismo; tras la de las personas que no mostraban suficiente ardor en su colaboración con los comunistas.
Una vez liberado y rehabilitado, London siguió siendo igual de fiel al ideal comunista; pueden cargarse pues los «atropellos» de los años precedentes en la cuenta de policías incompetentes o corruptos, en el peor de los casos en la cuenta de Stalin. Lo quisiera o no, por medio de La confesión London siguió sirviendo al poder comunista. Se comprende muy bien que los íntimos de London, o de otros personajes como él y, con más razón aún, esas mismas personas cuando están todavía vivas, no puedan reconocerse en el trabajo de los investigadores de hoy: es el conflicto, ya conocido, entre testigos e historiadores. Ambos partidos, sin embargo, pueden tener razón simultáneamente, aunque en planos distintos. Cierto hombre habrá sido, a la vez, un individuo cálido y carismático, y el implacable funcionario de la represión (yo mismo conocí personas así en Bulgaria). El guión por el que los agentes del mal son invariablemente unos monstruos no pertenece a la historia humana.
El otro debate se refiere a la pareja de Lucie y Raymond Aubrac, grandes resistentes franceses. Para refutar algunas insinuaciones referentes a su papel en la Resistencia, éstos habían solicitado a algunos historiadores de renombre que participaran en una mesa redonda organizada por el diario Liberation (en mayo de 1997), con el fin de establecer, de una vez por todas y con la mayor precisión posible, los hechos que les concernían. Pero los resultados de la mesa redonda (publicados por el diario en julio del mismo año, decepcionaron las expectativas de los antiguos resistentes.
Los historiadores, es cierto, mostraron que las insinuaciones en cuestión carecían de fundamento; pero no pudieron dejar de advertir, al mismo tiempo, que los testimonios dados por los Aubrac en el transcurso de los años no eran del todo fiables. Raymond Aubrac daba, en distintos momentos, versiones divergentes de los mismos hechos; Lucie Aubrac admitía haberse tomado ciertas libertades con la verdad histórica para que su relato fuera más vivo e instructivo. Como resistentes, los Aubrac estaban por encima de cualquier reproche; como testigos, no eran fiables. A su vez, este hecho produjo una polémica paralela a la precedente: ¿Era útil mancillar, incluso levemente, la imagen de los héroes? ¿Había que intentar a toda costa romper los ídolos? ¿No habría valido más preservar intactos los mitos necesarios? Lucie Aubrac concluyó sus reflexiones durante la mesa redonda oponiendo a los historiadores, «esos hombres supuestamente serios» que sólo conocen «las reglas tradicionales de estudio de una época con los hechos, las fechas, los análisis y las conclusiones que de ellos se desprenden», esos especialistas «que almacenan la historia en su verdad desnuda y fría»; y, por el otro lado, los testimonios como ella, «pedagoga ante todo», defensores del «honor de la Resistencia»: «Por todos los medios, libros, películas, televisión, daré a conocer el valor y la gloria». Otros comentadores se conmovieron: ¿No se había asistido, acaso, a la ejecución simbólica de una pareja de grandes resistentes? ¿No estaba amenazada hoy toda la herencia de la Resistencia?
De nuevo nos vemos remitidos a la distinción entre los papeles del testigo, el conmemorador y el historiador: sus exigencias no son las mismas. Del testigo se espera, ante todo, que sea sincero; que se equivoque aquí o allá es humano. El conmemorador, a su vez, lo admite abiertamente: le guían los imperativos del momento y toma del pasado lo que le conviene. Pero ¿puede el historiador, por su parte, permitirse renunciar, y desde el comienzo, a la verdad desnuda y fría?
Les costó mucho admitirlo a los especialistas en la Resistencia que participaron en el debate. Francois Bédarida reivindicó el derecho a «reconstruir pacientemente la cadena de la verdad» y recordó el «deber de verdad» que es el del historiador; para ser legítima y eficaz, «una política de la memoria sólo puede descansar sobre una obra de verdad». Jean-Pierre Azéma afirmaba «prohibirse cualquier discurso "políticamente correcto" con el pretexto comúnmente alegado de la especificidad de tal o cual causa», aunque fuese la lucha de clases o el genocidio de los judíos; el historiador «no debe, en modo alguno, en su trabajo, convertirse en servidor de ésa o aquélla memoria particular». Henry Rousso se opuso a la idea del «mito necesario» y de las «verdades que no hay que decir», antes de concluir que el objetivo del historiador es llevar al conocimiento y no a la fe: «La transmisión del pasado no debe resumirse en el culto pasivo de los héroes y las víctimas»."
En nuestros días, es paradójicamente más difícil llevar a cabo una investigación histórica sobre los «buenos» que sobre los «malos». Contrariamente a lo que podría creerse (y a lo que afirman, a veces, algunos autores extranjeros mal informados), a la Francia de hoy no le cuesta en absoluto denunciar las torpezas del gobierno de Vichy o de sus colaboradores. Los libros sobre el tema son incontables ya, los periódicos están ávidos de cualquier nueva revelación. En cambio, más difícil es realizar y publicar investigaciones sobre los héroes de antaño, comunistas o gaullistas: la indignación de los idólatras se inflama enseguida, los investigadores son amenazados con procesos por difamación, los editores se vuelven desconfiados. Los antiguos participantes y testigos de estos acontecimientos dramáticos se sienten ofendidos: ¿Cómo se puede cuestionar su visión de los hechos cuando sólo ellos los sufrieron en sus carnes? Pero los antiguos resistentes, a los que podemos admirar por su acción en el pasado, no tienen el privilegio de su interpretación en el presente; su deseo de sacralizar su propia versión de la historia no presta un gran servicio al conocimiento del pasado ni, por lo demás, a la acción en el presente. Como escribe también Rousso: «Aquellos, entre los historiadores o entre los antiguos resistentes, que pretenden escribir una historia de la resistencia manteniendo en su espíritu que es preciso, al mismo tiempo, conservar todo su valor edificante, se equivocan gravemente». El historiador no es un hombre ajeno al mundo de los valores, y la inmensa mayoría de los historiadores actuales prefieren los valores de la Resistencia a los del nazismo; pero el empeño sin fallos en la búsqueda de la verdad sigue siendo su valor supremo.

En Memoria del Mal, tentación del Bien
Traducción de Manuel Serrat Crespo

*Tzvetan Todorov (Sofía, Bulgaria, 1 de marzo de 1939) es un lingüista, filósofo, historiador, crítico y teórico literario de expresión y nacionalidad francesa, nacido en Bulgaria en 1939.

Hijo de bibliotecarios de Sofía, se educó en la Bulgaria comunista. Reside en Francia desde 1963, a donde fue a estudiar con Roland Barthes, y se quedó en ese país definitivamente. Es profesor y director del Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje, en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS), en París. Ha dado también clases en Yale, Harvard y Berkeley.

Tras un primer trabajo de crítica literaria dedicado a la poética de los formalistas rusos, su interés se extendió a la filosofía del lenguaje, disciplina que concibió como parte de la semiótica o ciencia del signo en general. De su obra teórica destaca la difusión del pensamiento de los formalistas rusos. Más tarde dio un giro radical en su investigación, y en sus nuevos textos historiográficos predomina el estudio de la conquista de América y de los campos de concentración en general, pero también el estudio de ciertas formas de la pintura. Sin embargo, lo que sobresale una y otra vez son sus recorridos por el pensamiento ilustrado, por sus orígenes y sus ecos de todo tipo: Frágil felicidad, Nosotros y los otros, Benjamin Constant, El jardín imperfecto o El espíritu de la Ilustración.
En 2008 le fue concedido el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales

Obras:
* Théorie de la littérature (1965). Tr.: Teoría de la literatura, textos de los formalistas rusos, Signos, 1970.
* Literatura y significación, Planeta, 1971, or. 1967.
* Gramática del 'Decamerón’, JB, 1973, or. 1969
* Introducción a la literatura fantástica, Ed. Buenos Aires, 1982, or. 1970
* Poética de la prosa, 1971
* ¿Qué es el estructuralismo? Poética, 1977 (Poética estructuralista. Losada, 2004)
* Teoría del símbolo, 1977
* Simbolismo e interpretación, Monte Avila, 1991, or.1978.
* Los géneros del discurso, 1978
* Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, en colaboración con Oswald Ducrot, Siglo XXI, 1983
* Mijail Bajtín: el principio dialógico, 1981
* La conquista de América, la cuestión del otro, 1982
* Relatos aztecas de la conquista, en colaboración con Georges Baudot, 1983
* Frágil felicidad, ensayo sobre Rousseau, Gedisa, 1987, or. 1985
* Crítica de la crítica, Paidós, 2005, or. 1984
* La noción de literatura y otros ensayos, 1987
* Nosotros y los otros, 1989
* Las morales de la historia, Paidós, 2008, or. 1991
* Face à l’extrême. Tr.: Frente al límite, 1994, or. 1991
* La vida en común, Taurus, 1995; La vida en comú, Tres i quatre, 1996.
* Les abus de la mémoire, 1995. Tr.: Los abusos de la memoria, Paidós, 2008
* El hombre desplazado, Taurus, 1997, or. 1996
* Benjamin Constant: la pasión democrática, 1997
* Elogio de lo cotidiano, 1998
* El jardín imperfecto: luces y sombras del pensamiento humanista, Paidós, 2008, or. 1998.
* La fragilidad del bien: el rescate de los judíos búlgaros, 1999; selección y comentarios; trad. de búlgaro por M. Vrinat e I. Kristeva).
* Elogio del individuo: ensayo sobre la pintura flamenca del Renacimiento, Galaxia Gutenberg, 2006, or. 2000.
* Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX, Península, 2002, or. 2000.
* Deberes y delicias. Una vida de pasante (Entrevistas con Catherine Portevin), 2002.
* El nuevo desorden mundial. Reflexiones de un europeo, Quinteto, 2008, or.2003.
* Los aventureros del absoluto, G. Gutenberg, 2007, or. 2006
* La literatura en peligro, Galaxia Gutenberg, 2008, or. 2007
* L'Esprit des Lumières, Robert Laffont, 2006. Tr.: El espíritu de la Ilustración, Galaxia Gutenberg, 2008.
* El miedo a los bárbaros, más allá del choque de civilizaciones, Galaxia Gutenberg, 2008
* La experiencia totalitaria, Galaxia Gutenberg, 2010.
* Muros caídos, muros erigidos, Buenos Aires/Madrid, Katz editores, 2011, (En coedición con el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona)

junio 15, 2012

Notas sobre los cuadros parisinos de Baudelaire/ Por Walter Benjamín.

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Notas sobre los cuadros parisinos de Baudelaire
por Walter Benjamín.
      

Conferencia dictada por Walter Benjamín
DÉCADES DE PONTIGNY / mayo de 1939
Traducida y anotada por Fernando Bruno

Hacia 1939,Walter Benjamin se encuentra exiliado en París, donde lleva adelante un exhaustivo trabajo de investigación sobre la problemática filosófica y social plasmada en ese centro urbano bajo el Segundo Imperio. Su análisis parte del diagnóstico de que "el capitalismo fue un fenómeno natural por el cual un encantamiento nuevo, lleno de sueños, se abatió sobre Europa, acompañado de una reactivación de las fuerzas míticas" [Gesammelte Schriften V, 1: K 1a, 8, p. 494].
Según Benjamin, ése es el sueño colectivo que aún vive el mundo occidental a comienzos del siglo veinte y que es necesario diseccionar filosóficamente: el método para descifrarlo y de este modo romper su hechizo consiste en valorar la totalidad social a partir de sus fragmentos, de sus hechos minúsculos, de los mismos productos de la sociedad, lo que conducirá a percibir los monumentos de la burguesía triunfante como ruinas. Desde este punto de vista, Benjamin concibe la realización de Passagen-Werk .Metodológicamente, su objetivo fundamental era -tal como lo describe en el convoluto dedicado a la teoría del conocimiento- "aplicar a la historia el principio del montaje", y de esta manera "descubrir en el análisis del pequeño momento singular el cristal del evento total" [GS V, 1: N 2, 6, p. 575].
En paralelo a este trabajo, bajo encargo del Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt, Benjamin proyecta realizar un libro sobre Charles Baudelaire, por quien ya se había interesado desde la década del diez, cuando comenzó a traducir al alemán los Tableaux parisiens (Cuadros parisinos), publicados en edición bilingüe por Richard Weißbach en 1923. Si su intención inicial era que el trabajo funcionara como un capítulo de Passagen-Werk, este impulso fue bruscamente descartado y la investigación sobre Baudelaire tomó una dirección hasta cierto punto autónoma. Conservamos el testimonio del propio Benjamín acerca de cuál debería ser la estructura de esta obra en cartas dirigidas a Max Horkheimer el 16 de abril y el 28 de septiembre de 1938 [Gesammelte Briefe VI, pp. 64-69 y 161-165]: la primera parte, "Idea e imagen", plantearía el problema en términos de teoría estética y debería mostrar "la significación determinante de la alegoría en Las flores del mal". La segunda, "Antiguo y moderno", dedicada al amalgamiento de modernidad y antigüedad, cumpliendo un rol antitético, negaría la primera sección para analizar la producción poética desde el punto de vista de la crítica social. Finalmente, la tercera sección, "Lo nuevo y el retorno de lo mismo", trataría sobre "la mercancía en tanto cumplimiento de la visión alegórica baudelairiana", es decir, sobre "la mercancía como objeto poético", absorbiendo la poesía misma en su contexto social de producción, el capitalismo industrial del siglo XIX.
La segunda sección del libro proyectado, que resultaría en definitiva la única en adquirir una forma acabada, fue redactada por Benjamin en 1938 con el título Das Paris des Second Empire bei Baudelaire (El París del Segundo Imperio en Baudelaire).
Inmediatamente después de tomar conocimiento del escrito, en una carta del 10 de noviembre del mismo año, Theodor W.Adorno criticó severamente el trabajo que, por "referir especialmente a contenidos de orden económico", por presentar la fantasmagoría "como fisonomía de caracteres sociales" y no "como categoría objetiva filosófico-histórica", carecía de una reflexión dialéctica mediada por el proceso social concebido globalmente [Adorno/Benjamin, Correspondencia 1928-1940 , edición de Henri Lonitz, traducción de Jacobo Muñoz Veiga y Vicente Gómez Ibáñez, Editorial Trotta, pp. 270-271]. Benjamin asume las críticas al trabajo, no sin defenderlo en una carta de los primeros días del mes de diciembre, y comienza a trabajar en una nueva versión, retitulada Über einige Motive bei Baudelaire (Sobre algunos temas en Baudelaire). En definitiva, de todo el gran proyecto sobre Baudelaire, sólo esta parte llegaría a ser editada en la revista del Instituto en enero de 1940 -el último número publicado en Europa- bajo la forma de un artículo separado.
El texto que aquí presentamos es una traducción de la versión estenográfica de la disertación de Benjamin "Notes sur les Tableaux parisiens de Baudelaire", pronunciada en francés en mayo de 1939 en las "Décades" de Pontigny, encuentros instituidos por Paul Desjardins en primer decenio del siglo veinte con el fin de nuclear a personalidades de países diferentes y contribuir a través del intercambio de ideas al "espíritu del humanismo" internacional. La conferencia fue publicada originalmente en Walter Benjamin, Gesammelte Schriften I, 2: Abhandlungen, Herausgegeben von Rolf Tiedemann und Hermann Schweppenhäuser, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1974, pp. 740-748. Posteriormente, fue recopilada también en el volumen Écrits français , editados y prologados por Jean- Maurice Monnoyer, Éditions Gallimard/NRF, París, 1991, pp. 235-240.
FERNANDO BRUNO


Conferencia de Walter Benjamín
NOTAS SOBRE LOS CUADROS PARISINOS DE BAUDELAIRE

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El estudio de una obra lírica frecuentemente se propone como fin hacer entrar al lector en ciertos estados poéticos del alma, hacer participar a la posteridad de los sentimientos que habría conocido el poeta. De cualquier manera, parece admisible concebir para tal estudio una finalidad un poco diferente. Para definirla de forma positiva, podemos recurrir a una imagen. Supongamos que una ciencia ligada al devenir social tenga derecho a considerar cierta obra poética -un mundo autosuficiente en sí mismo, en apariencia- como una suerte de llave [clé], confeccionada sin la menor idea de la cerradura en la que un día podría ser introducida. Esta obra se vería revestida de una significación completamente nueva a partir de la época en la que un lector, o mejor, una generación de lectores nuevos, se apercibiera de esta virtud clave [clé]. Para ellos, las beldades esenciales de dicha obra se integrarán en un valor supremo. Les permitirá apresar, a través de su texto, ciertos aspectos de una realidad que no será tanto la del poeta difunto, sino la suya propia. Ciertamente, tales lectores no se privarán de esa utilidad suprema de la cual, para ellos, la obra en cuestión dará testimonio. Tampoco se privarán del proceso de análisis que va a familiarizarlos con ella.
El ciclo de los Cuadros parisinos de Baudelaire es el único que figura en Las flores del mal solamente a partir de la segunda edición. Quizás nos esté permitido buscar allí aquello que en Baudelaire ha madurado más lentamente, aquello que para salir a la luz ha demandado una mayor cantidad de experiencias sustanciales. Mejor que ningún otro texto, este ciclo de poemas nos hace sentir la repercusión de los hogares de la vida moderna, de las grandes ciudades, en una sensibilidad de las más delicadas y de las más severamente conformadas. Tal era la sensibilidad de Baudelaire. Ella le ha valido una experiencia que lleva la marca de la originalidad esencial. Es el privilegio de aquel que, en primer lugar, ha pisado una tierra inexplorada, de la que ha sacado para sus anotaciones poéticas una riqueza no solamente singular, sino también de un alcance sorprendente. Tal alcance no ha sido de ninguna manera previsible desde el comienzo. Podemos tomar como prueba algunos trazos no menos bellos que significativos, que apenas deben de haber sorprendido al lector del siglo XIX. Tan cierto es que toda experiencia original guarda como encerrados en su seno ciertos gérmenes que prometen un desarrollo ulterior.
En estas pocas notas, se tratará menos de hacer revivir al poeta en su medio que de volver visible, por medio del conjunto de algunos poemas, la actualidad extraordinaria de ese París que Baudelaire fue el primero en experimentar poéticamente.
Para acercarse al fondo del problema, se podría partir de un hecho paradójico del que Paul Desjardins realiza una constatación sutil: "Baudelaire -dice él- está más ocupado por deshacer la imagen en el recuerdo que por ornamentarla y pintarla". 1 En efecto, Baudelaire, cuya obra está profundamente impregnada por la gran ciudad, no la pinta. Tanto en Las flores del mal como en esos Poemas en prosa que, sin embargo, en su título original El Soleen de París y en otros tantos pasajes, evocan la ciudad, buscaremos en vano el menor rastro de las descripciones de París tal como abundan en Victor Hugo.
Se recordará el rol que la descripción minuciosa de la gran ciudad juega en ciertos poetas más recientes, sobre todo de inspiración socialista, y se notará que su ausencia constituye un fundamento de la originalidad baudelairiana.
Estas descripciones de la gran ciudad concuerdan fácilmente con una cierta fe en los prodigios de la civilización, con un idealismo más o menos sombrío. La poesía de Verhaeren abunda en trazos de este género:
Y qué importan los males y las horas dementes
Y las cubas de vicio donde la ciudad fermenta
Si algún día, del fondo de las brumas y velos
Surge un nuevo Cristo, en luz esculpido
Que eleva hacia él la humanidad
Y la bautiza al fuego de nuevas estrellas . 2
  Nada de eso hay en Baudelaire. Incluso reconociendo el prestigio de la gran ciudad, "donde todo, incluso el horror, se dirige a los encantamientos", guarda algo de desencantado. París es para él "esta gran planicie donde el frío viento juega", es "las casas en las que la bruma alargaba la altura", simulando "los dos muelles de un río crecido", es el amontonamiento de "palacios nuevos, andamiajes, edificios, viejos suburbios", es, sobre todo, la ciudad en vías de desaparición:
El viejo París no existe más (la forma de una ciudad
Cambia más rápido ¡ay! que el corazón de un mortal). 3
La forma de la ciudad cambiaba, en efecto, con una velocidad prodigiosa en el tiempo de Baudelaire. No hay que olvidar que la obra de Haussmann, sus largos trazados que no se integraban en ninguna consideración histórica, fueron hechos para constituir un tremendo memento mori a la intención y al corazón de París misma. Esta obra destructiva, por más pacifica que fuera, ilustraba por primera vez y sobre el cuerpo mismo de la ciudad el poder de la fuerza de un hombre para hacer desaparecer aquello que durante generaciones había sido erigido. Un sentimiento premonitorio de la insigne precariedad de los grandes centros urbanos está presente en los Cuadros parisinos . El estremecimiento nuevo con el que Baudelaire, según Hugo, habría dotado a la poesía es un estremecimiento de aprensión.
El París baudelairiano es, por así decirlo, una ciudad minada, una ciudad desfalleciente, endeble. No hay allí nada bello como en el poema El sol , que la muestra atravesada de rayos como un viejo tejido precioso y raído. El anciano, imagen con la que termina ese canto a la decrepitud que es El crepúsculo de la mañana, que día tras día con resignación vuelve al trabajo, es la alegoría de la ciudad:
  Y el París sombrío, frotándose los ojos
Empuñaba sus útiles, viejo laborioso . 4
Para París, incluso los seres elegidos son decrépitos. En la multitud inmensa de los ciudadanos, las viejas mujeres son las únicas que transforman su debilidad y su abnegación.
Solamente un lector que haya comprendido lo que significa el borramiento de la ciudad en la poesía urbana de Baudelaire podrá entrever la significación de algunos versos que van al encuentro de este procedimiento. En Baudelaire, la discreción en la evocación de la ciudad no excluye el trazo cargado ni la exageración. Tal el comienzo del soneto A una transeúnte:
La calle ensordecedora a mi alrededor aullaba. 5
No se trata solamente de un acento absolutamente nuevo en la poesía lírica (acento cuyo vigor es redoblado al ser colocado al comienzo del poema), sino que además esta frase, tomada como un simple enunciado, parece de una audacia provocante. Ciertamente, esta constatación, para nosotros, habituados a los ruidos ininterrumpidos de las bocinas de nuestras calles, no tiene nada de extraño. Pero cuán grande debe de haber sido su extrañeza para los contemporáneos del poeta, y cuán extraña esta concepción del París de 1850 de donde ella se derivaba. En este poema, la singularidad de la concepción va de par con la maestría poética. Tenemos derecho a ver en él una poderosa evocación de la multitud. Por otra parte, no hay en esta poesía ningún pasaje que haga alusión a ella, a menos que se la quiera encontrar en su enigmática frase inicial. Tan verdadero es que Baudelaire no pinta.
Podemos hablar en los Cuadros parisinos de una presencia secreta de la multitud. Danza macabra , El crepúsculo de la tarde, Las pequeñas viejas, son evocaciones de ella. La multitud innombrable de sus transeúntes constituye el velo en movimiento a través del cual el transeúnte parisino ve la ciudad.
  Además, las referencias a la multitud, inspiradora soberana, fuente de embriaguez para el transeúnte solitario, no faltan en los Diarios íntimos . Más que referirse a estos pasajes, valdría la pena quizás releer el entorno magistral en el que Poe evoca la multitud. Allí encontraremos el valor adivinatorio de la exageración de estas primeras tentativas de restituir la fisonomía de las grandes ciudades. "La mayoría de los transeúntes tenía un porte convencido propio de los negocios, y no parecían ocupados más que en abrirse camino entre la multitud.
Fruncían el ceño y jugaban vivamente con sus ojos; cuando eran atropellados por algún otro transeúnte, no mostraban ningún síntoma de impaciencia, sino que acomodaban sus vestimentas y se apresuraban. Otros, un grupo incluso más numeroso, se movían inquietamente, se hablaban a sí mismos y gesticulaban, como si se sintieran en soledad por el hecho mismo de la multitud incontable que los rodeaba. Cuando detenían su marcha, cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con una sonrisa distraída y exagerada el paso de las personas que los obstaculizaban.
Si eran empujados, saludaban abundantemente a las personas que los golpeaban, y parecían abrumados por la confusión". 6
Difícilmente podríamos considerar este pasaje como una descripción naturalista. La carga es demasiado brutal. Pero este transeúnte en una multitud expuesta a ser empujada por la gente que se apresura en todas direcciones es una prefiguración del ciudadano de nuestros días, cotidianamente apurado por las novedades de los diarios y de la T.S.F. y expuesto a una sucesión de shocks que alcanzan los cimientos de su misma existencia. Baudelaire ha hecho suya esta apercepción adivinatoria que se encuentra en la descripción de Poe.
Ha ido incluso más lejos: ha sentido la amenaza que las multitudes de las grandes ciudades constituyen para el individuo y su entorno. Una pieza singular y desconcertante, Pérdida de aureola, releva estas angustias:
"Conoces el miedo que me producen los caballos y los coches. Hace un momento, al cruzar la calle de forma apresurada saltando el lodo, a través de este caos en movimiento en el que la muerte llega a galope de todos los costados a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco, cayó de mi cabeza en el fango del macadam. No tuve el valor de recogerla. Juzgué menos desagradable perder mis insignias que romperme los huesos". 7
Algunas observaciones de los críticos más sagaces podrían insertarse aquí. Gide, y luego Jacques Rivière, han insistido sobre algunos shocks íntimos, ciertos desajustes estructurales de los versos baudelairianos. "Extraño encadenamiento de palabras", dice Rivière, "a veces como una fatiga de la voz, una palabra llena de fragilidad":
¿Y quién sabe si las flores nuevas que sueño
Encontrarán en este suelo lavado como un arenal
El místico alimento que les daría vigor? 8
O bien
Cibeles, que los ama, aumenta sus verdores . 9
 
Podríamos agregar el célebre comienzo de poema:
La sirviente de gran corazón, de la que estabas celosa . 10
Si pareciera azaroso vincular estas deficiencias métricas a la experiencia del transeúnte solitario en la multitud, podríamos referirnos al poeta mismo.
Leemos, en efecto, en la dedicatoria de los Pequeños poemas en prosa : "¿Quién es aquel de nosotros que, en sus días de ambición, no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo y sin rima, lo bastante flexible y lo bastante golpeada como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es sobre todo de la frecuentación de las grandes ciudades, del cruzamiento de sus innombrables relaciones, que nace este ideal obsesivo". 11
Hablamos aquí de un transeúnte solitario. Baudelaire ha sido solitario en la acepción más atroz de la palabra. "Sentimiento de soledad, desde mi infancia. A pesar de la familia, y en medio de los camaradas, sobre todo, sentimiento de destino eternamente solitario". Este sentimiento lleva, más allá de su significación individual, una impronta social. Una digresión la identificará brevemente.
En la sociedad feudal, disfrutar del ocio -estar exento de trabajar- constituía un privilegio. Privilegio no sólo de hecho, sino también de derecho.
Las cosas no son más así en la sociedad burguesa. La sociedad feudal podía fácilmente reconocer el privilegio del ocio a algunos de sus miembros ya que disponía de los medios para ennoblecer esta actitud, incluso de transfigurarla.
La vida de la corte y la vida contemplativa servían como dos moldes en los cuales las distracciones del gran señor, del prelado y del guerrero podían ser vertidas. Estas actitudes, tanto la representación como la devoción, convenían al poeta de esta sociedad, y su obra las justificaba. A través de la escritura, el poeta guardaba un contacto, al menos indirecto, con la religión o la corte, o bien con las dos. (Voltaire, el primero de los literatos que rompe deliberadamente con la Iglesia en vida, arregla retratarse junto al rey de Prusia).
En la sociedad feudal, las distracciones del poeta son un privilegio reconocido.
Al contrario, una vez que la burguesía asume el poder, el poeta se encuentra siendo el ocioso por excelencia. Esta situación no ha tenido lugar sin provocar una angustia notable. Numerosas fueron las tentativas de escaparle.
Los talentos que se sentían más cómodos en su vocación de poeta fueron los que más se desarrollaron: Lamartine, Victor Hugo, se encontraron investidos de una dignidad totalmente nueva. Eran de alguna manera los sacerdotes laicos de la burguesía. Otros -Béranger, Pierre Dupont- se contentaron con solicitar el concurso de la melodía fácil para asegurar su popularidad.Otros, como Barbier, hicieron suya la causa del cuarto estado. Otros, finalmente, Théophile Gautier, Leconte de Lisle, se refugiaron en el arte por el arte.
  Baudelaire no se comprometió con ninguna de esas vías. Esto lo ha expresado muy bien Valéry en la famosa Situación de Baudelaire, donde se lee: "El problema de Baudelaire debería plantearse de la siguiente manera: ser un gran poeta, pero no ser ni Lamartine, ni Hugo, ni Musset. No digo que éste haya sido un propósito consciente, pero ocurrió necesariamente en Baudelaire -e incluso esencialmente en Baudelaire-. Era su razón de Estado". 12 Se podría decir que Baudelaire, enfrentado a este problema, toma la decisión de llevarlo delante del público. Toma la resolución de anunciar su existencia ociosa, desprovista de identidad social; hace de su aislamiento social una insignia, se transforma en flâneur. Aquí, como en todas las actitudes esenciales de Baudelaire, parece imposible y vano distinguir entre lo que ellas comportan de gratuito y de necesario, de escogido y de sufrido, de artificioso y de natural.
Este encabalgamiento señala que Baudelaire elevó la ociosidad al rango de un método de trabajo, de su método propio. Es sabido que en muchos períodos de su vida no conoció, por así decirlo, un escritorio de trabajo. Es en tanto flâneur que construyó y, sobre todo, modificó interminablemente sus versos.
A lo largo del viejo suburbio, donde penden de las casuchas
Las persianas, abrigo de secretas lujurias,
Cuando el sol cruel golpea en trazos redoblados,
Sobre la ciudad y los campos, sobre los techos y los trigales
Voy a ejercitarme solo en mi antojadiza esgrima,
Husmeando en los rincones los azares de la rima,
Tropezando en las palabras y en el empedrado,
Chocando a veces con versos largamente soñados. 13
  Es el flâneur Baudelaire quien ha hecho la experiencia de las masas de la que nos habla. Volvemos a ella para valorar otro de estos sondeos hacia las profundidades de la vida colectiva. Una de las primeras reacciones que provocó la formación de las multitudes en el seno de las grandes ciudades fue la moda de lo que se llamó las "fisiologías". Ellas eran pequeños folletines en los que el autor se entretenía clasificando tipos según su fisonomía y captando al vuelo tanto el carácter como las ocupaciones y el rango social de un transeúnte cualquiera. La obra de Balzac contiene miles de muestras de esta manía.
Tenemos aquí, diríamos, una perspicacia bien ilusoria. Ilusoria, en efecto. Pero existe una pesadilla que le corresponde, que aparece como mucho más substancial.
Esta pesadilla consistiría en ver los trazos distintivos que en un primer abordaje parecen garantizar la unicidad, la individualidad estricta de un personaje, como reveladores a su vez de los elementos constitutivos de un tipo nuevo que establecería una subdivisión nueva. De esta manera se manifestaría, en el corazón de la flânerie, una fantasmagoría angustiante. Baudelaire la ha desarrollado vigorosamente en Los siete viejos:
De golpe, un viejo cuyos harapos amarillos
Imitan el color de este cielo lluvioso,
Y cuyo aspecto habría hecho llover las limosnas,
Sin la maldad que relucía en sus ojos,
Apareció [...]
Su igual lo seguía: barba, ojos, espalda, bastón, andrajos
Ningún trazo diferenciaba, del mismo infierno venido
Este mellizo centenario y sus espectros barrocos
Marchaban al mismo paso con rumbo desconocido
¿De qué complot extraño era yo la víctima,
o qué malvado azar así me humillaba?
¡Pues conté siete veces, de minuto en minuto,
ese siniestro viejo que se multiplicaba! 14
El individuo que es así presentado, siempre idéntico en su multiplicación, sugiere la angustia que siente el ciudadano por no poder, a pesar de sus singularidades más excéntricas, romper el círculo mágico del tipo. Círculo mágico que es ya sugerido por Poe en su descripción de la multitud. Los seres que la componen aparecen como sujetos a automatismos. La conciencia de este automatismo estrictamente reglado, de este carácter rigurosamente típico, lentamente adquirido, solidamente establecido, va a permitirles luego de un siglo jactarse de una inhumanidad y de una crueldad inéditas. Parece que, por momentos, Baudelaire ha captado ciertos rasgos de esta inhumanidad por venir. Leemos en Fusées : "El mundo se va a acabar... Demando a todo hombre que piensa que me muestre lo que subsiste de la vida... La ruina universal no se manifestará particularmente en las instituciones políticas... Lo hará en el envilecimiento de los corazones. ¿Tengo necesidad de decir que lo poco que quedará de política se debatirá penosamente en la opresión de la animalidad general y que los gobernantes serán forzados, para mantenerse y crear un fantasma de orden, a recurrir a medios que estremecerán nuestra humanidad actual, que es sin embargo tan avezada?... Esta época está, quizás, muy próxima; ¿quién sabe si no está ya sucediendo, y si el espesamiento de nuestra naturaleza no es el único obstáculo que nos impide apreciar el medio en el que respiramos?" 15
Nosotros nos encontramos ya mejor ubicados como para convenir en la justeza de estas frases. Hay muchas posibilidades de que se vuelvan más siniestras. Quizás la clarividencia que ellas muestran sea menos un don cualquiera de un observador que el irremediable desamparo del solitario en el seno de la multitud. ¿Es demasiado audaz pretender que sean estas mismas multitudes las que en nuestros días sean moldeadas por las manos de los dic tadores? La facultad de entrever en estas multitudes sojuzgadas núcleos de resistencia -núcleos que forman las masas revolucionarias del cuarenta y ocho y los partidarios de la Comuna - no estaba destinada a Baudelaire. La desesperanza fue el precio de esta sensibilidad, la primera en abordar la gran ciudad, la primera en ser apresada por un escalofrío que nosotros, enfrentados a amenazas múltiples, no sabemos ya sentir por ser éstas demasiado precisas.  

NOTAS
1. Desjardins, Paul, "Poètes contemporains. Charles Baudelaire", en Revue Bleu, 3era serie, tomo 14, año 24, 2da serie, N° I, 2, julio de 1887.
2. "Et qu'importent les maux et les heures démentes / Et les cuves de vice où la cité fermente / Si quelque jour, du fond des brouillards et des voiles / Surgit un nouveau Christ, en lumière sculpté / Qui soulève vers lui l'humanité / Et la baptise au feu de nouvelles étoiles". Verhaeren, Émile, "L'âme de la ville", en Les villes tentaculaires , Edición presentada, establecida y anotada por Maurice Piron, Gallimard / NRF, París, 1982, p. 95.
3. "Le vieux Paris n'est plus (la forme d'une ville / Change plus vite, hélas! Que le coeur d'un mortel)". «Le Cygne» (El cisne), en Baudelaire, Charles, Les fleurs du mal , édition de Claude Pichois, Collection Follio Classique, Gallimard, 1996, p. 119.
4. "Et le sombre Paris, en se frottant les yeux / Empoignait ses outils, vieillard laborieux". «Le Crépuscule du matin» (El crepúsculo de la mañana), en Baudelaire, C., op. cit. , p. 139.
5. "La rue assourdissante autour de moi hurlait". «Á une passante» (A una transeúnte), Ibid., p. 127.
6. Benjamin cita la traducción al francés de The man of the crowd hecha por el propio Baudelaire. Véase "L'homme des foules", en Oeuvres completes de Charles Baudelaire. Traduction: Edgar Poe, Nouvelles histories extraordinaires, edición a cargo de Jacques Crepet, París, Louis Conard, 1933.
7. «Perte d'aureole» (Pérdida de aureola), en Baudelaire, C., Petits Poèmes en Prose (Le Spleen de Paris), edición establecida por Robert Kopp, Gallimard / NRF, Paris, 1999, p. 139.
8. "Et qui sait si les fleurs nouvelles que je rêve / Trouveront dans ce sol lavé comme une grève / Le mystique aliment qui ferait leur vigueur?" «L'ennemi» (El enemigo), en Baudelaire, C., op. cit., p. 43.
9. " Cybèle, qui les aime, augmente ses verdures" «Bohémiens en voyage» (Bohemios en viaje), ibid., p. 45.
10. " La servante au grand coeur dont vous étiez jalouse". Ibid., p. 135.
11. "À Arsène Houssaye", en Baudelaire, C., op. cit, p. 21.
12. Valéry, Paul., "Situation de Baudelaire", en Varieté II, Gallimard / NRF, Paris, 1950,
p.132-133. Traducción española: "Baudelaire y su descendencia", en Revista de Occidente, Tomo IV, abril-junio 1924,Madrid, p. 265.
13. " Le long du vieux faubourg, où pendent aux masures / Les persiennes, abri des secrètes luxures, / Quand le soleil cruel frappe à traits redoublés / Sur la ville et les champs, sur les toits et les blés, / Je vais m'exercer seul à ma fantasque escrime, / Flairant dans tous les coins les hasards de la rime, / Trébuchant sur les mots comme sur les pavés, / Heurtant parfois des vers depuis longtemps rêvés" «Le soleil» (El sol), en Baudelaire, C., op. cit., p. 116.
14. "Tout à coup, un vieillard dont les guenilles jaunes / Imitaient la couleur de ce ciel pluvieux, / Et dont l'aspect aurait fait pleuvoir les aumônes, / Sans la méchanceté qui luisait dans ses yeux, / M'apparut. / (.) / Son pareil le suivait : barbe, oeil, dos, bâton, loques, / Nul trait ne distinguait, du même enfer venu, / Ce jumeau centenaire, et ces spectres baroques / Marchaient du même pas vers un but inconnu. / À quel complot infâme étais-je donc en butte, / Ou quel méchant hasard ainsi m'humiliait ? / Car je comptai sept fois, de minute en minute, / Ce sinistre vieillard qui se multipliait!" «Les sept vieillards» (Los siete viejos), en Baudelaire, C., op. cit. p. 121.
15. Fusées XXII, en Baudelaire, C., OEuvres II, texto establecido y anotado por Yves-Gérard Le Dantec, Paris, 1931.


Terra Ígnea / Armando Arteaga.... Por Matías Aznar

Como adelanto del TAJO 6, les dejamos un texto de Matías Aznar sobre el poeta caleta Armando Arteaga.  

Terra Ígnea   /  Armando Arteaga





Encuentro
Camino con tres soles en el bolsillo. En mi mente se bamboleaban versos de los setenta. Necesito existir más lejos de mis pasos. La ciudad es un concierto desafinado. Y otra música dentro de mí, otro transito, resuena estridente. Quiero huir. Ser libre.
Una librería de Cailloma con Jirón Quilca. Perfecto. Repaso los anaqueles, consulto precios y –tras revisar mis monedas - mascullo una mentada de madre. En Lima, donde nadie lee, los libros son caros. Escarbo en la ruma de “tres Soles” Sin tristezas leo los títulos: viejos manuales de medicina, diccionarios en alemán, Ña Catita y demás... Y, de pronto, la epifanía.  
Por el grosor intuyo que se trataba de poesía. Los poetas son unos vagos que escriben poco. Inventaron los haikus ante su incapacidad de ordenarse. Inventaron los poemas ante su incapacidad de vivir. Lluvia editores. Poesía peruana. Ansioso, reviso las páginas y busco el índice. A. A. no me suena de ningún lado. Leo el prologo de Roger Santiváñes. Me animo.  Conozco de oídas al grupo Kloaka. La Kloaka de Hora Zero. Muchachos desaliñados de los 80tas.
Detesto a las personas que venden libros dedicados. Esté esta dedicado ¿Quién será el profesor Relles? Vendido y rematado a tres soles: el destino de la poesía. Las líneas inquietan. Intento una rebaja, inútil. Intento robarlo, más inútil.  Lo compro. Y regreso a caminar, solito, por Lima.
Poeta insular



Mi deber es escribir en libertad, sentencia Arteaga. Y aunque sea un verso suelto, parece cuajar dentro de su actitud. Por edad, relaciones y tiempo debería pertenecer a la generación del 70. Pero no milito en ningún grupo literario. No figura en ninguna antología “respetable” Es arquitecto de profesión, cineasta y poeta porque no le queda de otra. Su primer poemario aparece con tardanza –siguiendo la tendencia de publicar estrenados los 20 (Heraud, Calvo, Watanabe, Oquendo de Amat…)- Callejón sin salida se publica en 1982. Treinta años. Sin embargo, incapaz de huir del influjo setentero-hippie-social, lo usa como arcilla y logra un poemario al filo de la ruptura 70 y la exploración suicida: Terra Ígnea (2004) Colagge de la contra-cultura, del mundo underground, mezclada con influencias del cine europeo, jerga peruana, música setentera, salpicado de oralidad. De total desparpajo y arraigo social. Surgen guiños de Vallejo, Juan Ramírez, Kenneth Koch, entre otros; todos bajo un pulso dulzón y deschavado: “El dadaísmo ha muerto/ el nadaísmo vende baratijas/ Nosotros/ somos esa nueva manera de mirar….” Y más abajo: “crear el nuevo idioma/ de la acción a la irrupción”
Es influenciado e influenciante. Y esto lo agradecemos. Releo lo anterior: que lejos suena todo de sus poemas, de la poesía (en minúsculas), no haría más falta que leer uno de Terra Ígnea para que todo quede claro. Como dijo Sabina, por influencia de Octavio Paz: vivir sencillamente.
Sigamos. Da la sensación de no ceñirse a ninguna estructura más que la búsqueda de su propia poética. Estira sus versos  como le da la gana.  La libertad es lúcida y lúdica (El aguaplop, plap…/ jugando a la berlina, desolado el te-/ jado, asustando al gato), y parece que no se acaba nunca.  
Otras vueltas por la realidad


Tierra Ígnea, caliente, volcánica y, ante todo, nostálgica. Para Santibáñez esta es la palabra clave del libro. Aunque no sé  cual sea la palabra clave, pues el libro es una explosión de muchas posibilidades. Puede ser un libro de amor contrariado. De amor desarraigado, de amor imposible. A.A. regresa a los malecones donde amo a muchachas desesperadas, retoma el curso de sus recuerdos pateando latas, fumando sus versos, como la única salida posible. Dar vueltas por Lima entonces es algo parecido a la soledad. Y da vueltas por los poetas (menciona a los muertos/recuerda a los vivos) No hay más vueltas y Armando lo sabe: El tiempo es una inmundicia/ La poesía es ahora una muchacha/ encontrada en un cubo de basura/ Ya no es posible el sueño, oscurecerse/ Tardarse, amanecerse/ Despertarse- circunstancialmente- en un parque/ Todos los días me levanto con guerrillas/ Miro a mi alrededor/ No encuentro a nadie… Pero también se incluye dentro de los cantos contra la sociedad mercantilista. En el poema TACORA MOTORS se desliza el reclamo -sin aspavientos ni poses- contra los humanos chatarra, los humanos marca, los humanos objetos.
Entre la guerrilla y el amor, no existe un lugar donde ir, hay mujeres y largas avenidas. Es difícil caminar sin amor, pero más aún amando. Mejor meter las manos. Piensas. Están las mujeres: compartieron arena, sol y tibieza de la tarde. Hoy se guardan pequeñitas en letras negras. Cruza otra avenida (Me alejo por la autopista/ Mi ruta/ -imán de las imágenes- / La ciudad de noche/ Un gestos algo indiscreto/vida veloz/ Viajo en algodón, patino en la lluvia) Cruza playas, caleteando hasta el amanecer (Sabes… Neruda también estuvo aquí)
Buscando a uno de esos dinosaurios sabios que no van a desaparecer (Enséñeme a escribir este poema –viejo- / Aprenda a escribir, no joda, observe/ primero el universo, usted es muchacho todavía/ cada cual mata las pulgas como puede)
Cómo dijo José Coronel Urtecho “Cuando ya nada pido/ y casi nada espero/ y apenas puedo nada/ es cuando más te quiero” 

junio 14, 2012

Van Gogh , el suicidado por la sociedad / Por Antonin Artaud


  Van Gogh , el suicidado por la sociedad
Antonin Artaud. 





Se puede proclamar la buena salud mental de Van Gogh que durante toda su vida sólo se hizo a-sar una de las manos [1] y, fuera de esto, no pasó de cortarse la oreja izquierda, [2] en un mundo en que todos los días la gente come vagina cocinada con salsa verde, o sexo de recién nacido flagelado y enfurecido tomado tal como sale del sexo materno.
Y no se trata de una imagen, sino de un hecho muy frecuente, repetido a diario, y cultivado en toda la extensión de la tierra.
Es así como se mantiene -por delirante que pueda parecer tal afirmación -la vida presente en su vieja atmósfera de estupro, de anarquía, de desorden, de desvarío, de descalabro, de locura crónica, de inercia burguesa, de anomalía psíquica (pues no es el hombre sino el mundo el que se ha vuelto anormal), de deshonestidad deliberada e insigne hipocresía, de sucio desprecio por todo lo que presunta nobleza, de reivindicación de un orden enteramente basado en el cumplimiento de una primitiva injusticia, en resumen, de crimen organizado.
Las cosas van mal porque le conciencia enferma tiene el máximo interés, en este momento, en no salir de su enfermedad.
Así es como una sociedad deteriorada inventó la psiquiatría para defenderse de las investigaciones de algunos iluminados superiores cuyas facultades de adivinación le molestaban.
Gerard de Nerval no era loco, pero lo acusaron de serlo con la intención de arrojar descrédito sobre determinadas revelaciones fundamentales que se aprestaba a hacer, y además de acusarlo, una noche lo golpearon en la cabeza -materialmente golpeado en la cabeza- para que perdiera el recuerdo de los hechos monstruosos que iba a revelar y que, por efecto del golpe, pasaron, dentro de él, al plano supranatural; porque toda la sociedad, secretamente confabulada contra su conciencia, era bastante fuerte en ese momento como para hacerle olvidar su realidad.
No, Van Gogh no era loco [3], pero sus cuadros constituían mezclas incendiarias, bombas atómicas, cuyo ángulo de visión, comparado con el de todas las pinturas que hacían furor en la época, hubiera sido capaz de trastornar gravemente el conformismo larval de la burguesía del Segundo Imperio, y de los esbirros de Thiers, de Gambetta, de Félix Faure tanto como los de Napoleón III.
Porque la pintura de Van Gogh no ataca a cierto conformismo de las costumbres, sino al de las instituciones mismas. Y hasta la naturaleza exterior, con sus climas, sus mareas y sus tormentas equinocciales, ya no puede, después del paso de Van Gogh por la tierra, conservar la misma gravitación.
Con mayor motivo en el plano de lo social, las instituciones se disgregan, y la medicina semeja un cadáver inutilizable y descompuesto que declara loco a Van Gogh.
Frente a la lucidez de Van Gogh en acción, la psiquiatría queda reducida a un reducto de gorilas, realmente obsesionados y perseguidos, que sólo disponen, para mitigar los más espantosos estados de angustia y opresión humana, de una ridícula terminología, digno producto de sus cerebros viciados.
En efecto, no hay psiquiatra que no sea un notorio erotómano.
Y no creo que la regla de la erotomanía inveterada de los psiquiatras sea pasible de ninguna excepción.
Conozco uno que se rebeló, hace algunos años, ante la idea de verme acusar en bloque al conjunto de insignes crápulas y embaucadores patentados al que pertenecía.
En lo que me a mí respecta, señor Artaud -me decía- no soy erotómano, y lo desafío a que presente una sola prueba para fundamentar su acusación.
No tengo más que presentarlo a usted mismo, Dr. L..., [4] como prueba;lleva el estigma en la jeta,pedazo de cochino inmundo.
Tiene la facha de quien introduce su presa sexual bajo la lengua y después le da vuelta como a una almendra, para hacer la higa a su modo.
A esto lo llaman sacar su buena tajada y quedar bien.
Si en el coito no logra ese cloqueo de la glotis del modo que usted tan a fondo conoce, y al mismo tiempo el gorgoteo de la faringe, el esófago, la uretra y el ano, usted no se considera satisfecho.
En el curso de esas sacudidas orgánicas internas, ha adquirido usted cierta propensión que es testimonio encarnado de un estupro inmundo,que usted cultiva de año en año, cada vez más, porque socialmente hablando, no cae bajo la férula de la ley, pero cae bajo la férula de otra ley cuando sufre entera la conciencia lesionada, porque al comportarse usted de ese modo, le impide respirar.
Mientras por un lado usted dictamina que la conciencia en actividad constituye delirio, por otro estrangula con su innoble sexualidad.
Y ése es, precisamente, el plano en el que el pobre Van Gogh era casto, casto como no pueden serlo ni un serafín ni una virgen, porque son precisamente ellos los que han fomentado y alimentado en sus orígenes la gran máquina del pecado.
Por otra parte, quizás pertenezca usted, Dr. L..., a la raza de los serafines inicuos, pero por favor, deje a los hombres tranquilos,el cuerpo de Van Gogh, libre de todo pecado, también estuvo libre de la locura que, por otra parte, sólo se origina en el pecado.
Y conste que no creo en el pecado católico,pero creo en el crimen erótico del que justamente todos los genios de la tierra, los auténticos alienados de los asilos, se han abstenido, o, en caso contrario, es porque no eran (auténticamente) alienados.
¿Qué se entiende por auténtico alienado?
Es un hombre que prefiere volverse loco -en un sentido social de la palabra- antes que traicionar una idea superior del honor humano.
Pues un alienado es en realidad un hombre al que la sociedad se niega a escuchar, y al que quiere impedir que exprese determinadas verdades insoportables.
Pero en este caso la internación no es el arma exclusiva, porque la confabulación de los hombres tiene otros medios para someter a las voluntades que pretende quebrar.
Fuera de las pequeñas hechicerías de los brujos de pueblo están los grandes pases de hechizo colectivo en los que toda la conciencia en estado de alarma interviene periódicamente.
Así es como con motivo de la guerra, de una revolución, de un cataclismo social todavía en germen, la conciencia unánime es interrogada y se interroga, y llega a emitir su propio juicio.
También puede suceder que se le haya incitado a salir de sí misma en ciertos casos individuales resonantes.
Así es como hubo hechizos unánimes en los casos de Baudelaire, Edgar Poe, Gerard de Nerval, Nietzsche, Kierkegaard, Hölderlin, Coleridge,y lo hubo en el caso de Van Gogh.
Eso puede ocurrir durante el día, pero habitualmente ocurre de noche.
Así es como extrañas fuerzas son elevadas y conducidas a la bóveda astral, a esa especie de cúpula sombría que, por encima de la respiración humana general, configura la venenosa agresividad del espíritu maléfico de la mayor parte de las gentes.
Así es como las escasas y bien intencionadas voluntades lúcidas que ha tenido que debatirse en la tierra, se ven a sí mismas, en ciertas horas del día o de la noche, profundamente sumidas en auténticos estados de pesadilla en vela, rodeadas de la formidable succión, de la formidable opresión tentacular de una especie de magia cívica que no tardará en aparecer abiertamente en las costumbres.
Confrontado con esa inmundicia unánime que de un lado tiene al sexo y del otro a la masa, u otros análogos ritos psíquicos, como base o puntal, no es índice de ningún delirio el pasearse de noche con un sombrero coronado por doce bujías [5] para pintar un paisaje al natural;¿pues de qué otro modo habría podido el pobre Van Gogh iluminarse?, como bien lo hizo notar en cierta oportunidad nuestro amigo el actor Roger Blin.
En lo que respecta a la mano asada, se trata de un heroísmo puro y simple; y en cuanto a la oreja cortada no se trata más que de lógica directa, e insisto: a un mundo que tanto de día como de noche, y cada vez más, come lo incomible para dirigir su maléfica voluntad al logro de sus fines, sobre este punto no le queda más remedio que enmudecer.

Post-scriptum

Van Gogh no murió a causa de una definida condición delirante, sino por haber llegado a ser corporalmente el campo de acción de un problema a cuyo alrededor se debate, desde los orígenes, el espíritu inicuo de esta humanidad, el del predominio de la carne sobre el espíritu, o del cuerpo sobre la carne, o del espíritu sobre uno u otra.
¿y dónde está, en este delirio, el lugar del yo humano?
Van Gogh buscó el suyo durante toda su vida, con energía y determinación excepcionales.
Y no se suicidó en un ataque de insanía, por la angustia de no llegar a encontrarlo, por el contrario, acababa de encontrarlo, y de descubrir qué era y quién era él mismo, cuando la conciencia general de la sociedad, para castigarlo por haberse apartado de ella, lo suicidó.
Y esto le aconteció a Van Gogh como acontece habitualmente con motivo de una bacanal, de una misa, de una absolución, o de cualquier otro rito de consagración, de posesión, de sucubación o de incubación.
Así se produjo en su cuerpo

esta sociedad
absuelta
consagrada
santificada
y poseída

borró en él la conciencia sobrenatural que acababa de adquirir, y como una inundación de cuervos negros en las fibras de su árbol interno,
lo sumergió en una última oleada,
y tomando su lugar,
lo mató.
Pues está en la lógica anatómica del hombre moderno, no haber podido jamás vivir, ni pensar en vivir, sino como poseído.

El suicidado por la sociedad

Durante mucho tiempo me apasionó la pintura lineal pura hasta que descubrí a Van Gogh, quien pintaba, en lugar de líneas y formas, cosas de la naturaleza inerte como agitadas por convulsiones.
E inerte.
Como bajo el terrible embate de esa fuerza de inercia a la que todos se refieren con medias palabras, y que nunca ha sido tan oscura como desde que la totalidad de la tierra y de la vida presente se combinaron para esclarecerla.
Ahora bien, con mazazos, realmente mazazos los que Van Gogh aplica sin cesar a todas las formas de la naturaleza y a los objetos.
Cardados por el punzón de Van Gogh, los paisajes exhiben su carne hostil, el encono de sus entrañas reventadas, que no se sabe, por lo demás, qué fuerza insólita está metamorfoseando.
Una exposición de cuadros de Van Gogh es siempre una fecha culminante en la historia, no en la historia de las cosas pintadas sino en la misma historia histórica.
Pues no hay hambre, epidemia, erupción volcánica, terremoto, guerra, que aparten las mónadas del aire, que retuerzan el pescuezo a la cara torva de fama fatum, el destino neurótico de las cosas, como una pintura de Van Gogh, -expuesta a la luz del día,colocada directamente ante la vista, el oído, el tacto, el aroma, en los muros de una exposición-, lanzada por fin como nueva a la actualidad cotidiana, puesta otra vez en circulación.
En la última exposición en el Palacio de l'Orangerie no se exhibieron todas las telas de gran formato del desventurado pintor. Pero había, entre las que estaban, suficientes desfiles giratorios tachonados con penachos de plantas de carmín, caminos desiertos coronados por un tejo, soles violáceos que giraban sobre parvas de trigo de oro puro, y también el "Tío Tranquilo" [6], y retratos de Van Gogh por Van Gogh, para recordar de que mísera simplicidad de objetos, personas, materiales, elementos, Van Gogh extrajo esas calidades de sones de órgano, esos fuegos artificiales, esas epifanías atmosféricas, esa "Gran Obra", en fin, de una permanente e intempestiva transmutación.
Van Gogh extrajo esas calidades de sones de órgano, esos fuegos artificiales, esas epifanías atmosféricas, esa "Gran Obra", en fin, de una permanente e intempestiva transmutación.
Los cuervos pintados dos días antes de su muerte no le abrieron más que sus otras telas, la puerta de cierta gloria póstuma, pero abren a la pintura pintada, o más bien a la naturaleza no pintada, la puerta oculta de un más allá posible, de una permanente realidad posible, a través de la puerta abierta por Van Gogh hacia un enigmático y pavoroso más allá.
No es frecuente que un hombre, con un balazo en el vientre del fusil que lo mató, ponga en una tela cuervos negros, y debajo una especie de llanura, posiblemente lívida, de cualquier modo vacía, en la que el color de borra de vino de la tierra se enfrenta locamente con el amarillo sucio del trigo.
Pero ningún otro pintor, fuera de Van Gogh, hubiera sido capaz de descubrir, para pintar sus cuervos, ese negro de trufa, ese negro de "comilona fastuosa" y a la vez como excremencial, de las alas de los cuervos sorprendidos por los resplandores declinantes del crepúsculo.

¿Y de qué se queja la tierra aquí, bajo las alas de los faustos cuervos, faustos sólo, sin duda, para Van Gogh y, además, fastuoso augurio de un mal que ya no ha de concernirle?
Pues hasta entonces nadie como él había convertido a la tierra en ese trapo sucio empapado en sangre y retorcido para escurrir vino.
En el cuadro hay un cielo muy bajo, aplastado, violáceo como los márgenes del rayo.
La insólita franja tenebrosa del vacío se eleva en relámpago.
A pocos centímetros de lo alto y como proveniente de lo bajo de la tela Van Gogh soltó los cuervos cual si soltara los microbios negros de su bazo suicida, siguiendo el tajo negro de la línea donde el batir de su soberbio plumaje hace pesar sobre los preparativos de la tormenta terrestre la amenaza de una sofocación desde lo alto.
Y, sin embargo, todo el cuadro es soberbio.
Cuadro soberbio, suntuoso y sereno.
Digno acompañamiento para la muerte de aquel que, en vida, hizo girar tantos soles ebrios sobre tantas parvas rebeldes al exilio y que, desesperado, con un balazo en el vientre, no pudo dejar de inundar con sangre y vino un paisaje, empapando la tierra con una última emulsión, radiante y tenebrosa a un tiempo, que sabe a vino agrio y a vinagre picado.
Por eso el tono de la última tela pintada por Van Gogh, el más pintor de todos los pintores, es que, sin salirse de lo que se denomina y es pintura, sin apartarse del tubo, del pincel, del encuadre del motivo y de la tela sin recurrir a la anécdota, al relato, al drama, a la acción con imágenes, a la belleza intrínseca del tema y del objeto, llegó a infundir pasión a la naturaleza y a los objetos en tal medida que cualquier cuento fabuloso de Edgar Poe, de Herman Melville, de Nathaniel Hawthorne, de Gerard de Nerval, de Achim d'Arnim o de Hoffmann, no superan en nada, dentro del plano psicológico y dramático, a sus telas de dos centavos, sus telas, por otra parte, casi todas de moderadas dimensiones, como respondiendo a un propósito deliberado.
La candela encendida, sobre el sillón de paja verde, pareciera indicar la línea de demarcación luminosa que separa las dos individualidades antagónicas de Van Gogh y Gauguin.
El motivo estético de su disputa, podría no ofrecer interés si se lo relatara, pero serviría para señalar una fundamental escisión humana entre las personalidades de Van Gogh y Gauguin.
Pienso que Gauguin creía que el artista debía buscar el símbolo, el mito, agrandar las cosas de la vida hasta la dimensión del mito.
Mientras que Van Gogh creía que hay que aprender a deducir el mito de las cosas más pedestres de la vida, y según yo pienso, carajo que estaba en lo cierto.
Pues la realidad es extraordinariamente superior a cualquier relato, a cualquier fábula, a cualquier divinidad, a cualquier superrealidad.
No se necesita más que el genio de saber interpretarla.
Lo que ningún pintor, antes que el pobre Van Gogh, había hecho, lo que ningún pintor volverá a hacer después de él, pues yo creo que esta vez, hoy mismo, ahora, en este mes de febrero de 1947, es la realidad misma, el mito de la realidad misma, la realidad mística misma, la que está en vías de incorporarse.
Así nadie, después de Van Gogh, ha sabido sacudir el gran címbalo, el timbre suprahumano según el orden rechazado que hace sonar los objetos de la vida real, cuando se ha aprendido a aguzar suficientemente el oído para advertir la hinchazón de su macareo.
De ese modo resuena la luz de la candela, la luz de la candela como la respiración de un cuerpo amante frente al cuerpo de un enfermo dormido.
Resuena como una crítica extraña, un juicio profundo y sorprendente, del cual es probable que Van Gogh pueda permitirnos presumir el fallo más tarde, mucho más tarde, el día en que la luz violeta del sillón de paja haya logrado sumergir totalmente el cuadro.
Y no se pude dejar de advertir esa cortadura de luz lila que muerde los travesaños del gran sillón torvo, del viejo sillón esparrancado de paja verde, aunque no se la descubra a la primer mirada.
Pues el foco está como ubicado en otra parte, y su fuente es extrañamente oscura, como secreto del cual sólo Van Gogh habría conservado la llave.

No necesito interrogar a la Gran Plañidera para que me diga de qué supremas obras maestras se hubiera enriquecido la pintura si Van Gogh no hubiese muerto a los 37 años, pues no puedo resolverme, después de "Los cuervos", a creer que Van Gogh hubiera pintado un cuadro más.
Creo que murió a los 37 años porque había, ay, llegado al término de su fúnebre y lamentable historia de agarrotado por un espíritu maléfico.
Pues no fue por sí mismo, por efecto de su propia locura, que Van Gogh abandonó la vida.
Fue por la presión, dos días antes de su muerte, de ese espíritu maléfico que se llamaba doctor Gachet, [7] improvisado psiquiatra, causa directa, eficaz y suficiente de esa muerte.
Leyendo las cartas de Van Gogh a su hermano he llegado a la firme y sincera convicción de que el doctor Gachet, "psiquiatra", detestaba en realidad a Van Gogh, pintor, y que lo detestaba como pintor, pero por encima de todo como genio.
Es casi imposible ser a la vez médico y hombre honrado, pero es vergonzosamente imposible ser psiquiatra sin estar al mismo tiempo marcado a fuego por la más indiscutible insanía: la de no poder luchar contra ese viejo reflejo atávico de la turba que convierte a cualquier hombre de ciencia aprisionado en la turba, en una especie de enemigo nato e innato de todo genio.

La medicina ha nacido del mal, si no ha nacido de la enfermedad, y si, por el contrario, ha provocado y creado por completo la enfermedad para darse una razón de ser; pero la psiquiatría ha nacido de la turba plebeya de los seres que han querido conservar el mal de la fuente de la enfermedad, y que han arrancado así de su propia nada una especie de guardia suizo para liquidar en su base el impulso de rebelión reivindicatoria que está en el origen de todo genio.
En el alienado hay un genio incomprendido que cobija en la mente una idea que produce pavor, y que sólo puede encontrar en el delirio un escape a las opresiones que le prepara la vida.

El doctor Gachet no le decía a Van Gogh que estaba allí para rectificar su pintura (como le oí decir al doctor Gastón Ferdière, [8] médico-jefe del asilo de Rodez, que estaba allí para rectificar mi poesía), pero lo enviaba a pintar al natural, a sepultarse en un paisaje para evitarle la tortura de pensar.

Ahora bien, tan pronto como Van Gogh volvía la cabeza, el doctor Gachet le cerraba el conmutador del pensamiento.
Como sin querer la cosa, pero mediante uno de esos despectivos e insignificantes fruncimientos de nariz en los que todo el inconsciente burgués de la tierra ha inscripto la antigua fuerza mágica de un pensamiento cien veces reprimido.
Al hacer esto no solamente el doctor Gachet impedía los daños del problema, sino la siembre azufrada, el tormento del punzón que gira en la garganta del único paso, con el que Van Gogh tetanizado. Van Gogh suspendido sobre el abismo del aliento, pintaba.
Pues Van Gogh era una sensibilidad terrible.
Para convencerse no hay más que echar una mirada a su rostro siempre como jadeante, y, desde cierto ángulo, también hechizante, de carnicero.
Como el del antiguo carnicero tranquilizado, y ahora retirado de los negocios, ese rostro en sombras me persigue.
Van Gogh se representó a sí mismo en gran número de telas, y por bien iluminadas que estuvieran siempre tuve la penosa impresión de que les habían hecho mentir acerca de la luz, que habían quitado a Van Gogh una luz indispensable para cavar y trazar su camino dentro de sí.
Y ese camino, no era sin duda el doctor Gachet el capacitado para indicárselo.
Pero como ya dije, en todo psiquiatra viviente hay un sórdido y repugnante atavismo que le hace ver en cada artista, en cada genio, a un enemigo.
Y no ignoro que el doctor Gachet ha dejado en la historia, con relación a Van Gogh, que él atendía, y que terminó por suicidarse en su casa, la impresión de haber sido su último amigo en la tierra, algo así como un consolador providencial.

Sin embargo creo más que nunca que es el doctor Gachet, de Auvers-sur-Oise, a quien Van Gogh debe, el día que se suicidó en Auvers-sur-Oise, debe, repito, el haber dejado la vida, pues Van Gogh era una de esas naturalezas dotadas de lucidez superior, que les permite, en cualquier circunstancia, ver más allá, infinita y peligrosamente más allá de lo real inmediato y aparente de los hechos.
Quiero decir, más allá de la conciencia que la conciencia ordinariamente conserva de los hechos.
En el fondo de sus ojos, como depilados, de carnicero, Van Gogh se entregaba sin descanso a una de esas operaciones de alquimia sombría que toman a la naturaleza por objeto y al cuerpo humano por marmita o crisol.
Y sé que según el doctor Gachet esas cosas a Van Gogh lo fatigaban.
Lo que no era en el doctor el resultado de una simple preocupación médica, sino la manifestación de celos tan conscientes como inconfesados.

Porque Van Gogh había alcanzado ese estado de iluminación en el cual el pensamiento en desorden refluye ante las descargas invasoras de la materia,en el cual el pensar ya no es consumirse, y ni siquiera es, y en el cual no queda más que reunir cuerpos, mejor dicho ACUMULAR CUERPOS.
No es el mundo de lo astral sino el de la creación directa el que se recupera de ese modo, más allá de la conciencia y del cerebro.
Y jamás vi que un cuerpo sin cerebro se fatigara por paneles inertes.
Paneles de lo inerte son esos puentes, esos girasoles, esos tejos, esas recolecciones de olivas, esas siegas de heno. Ya no se mueven.
Están congelados.
Pero quién podría soñarlos más duros bajo el tajo seco que pone al descubierto su impenetrable estremecimiento.
No, doctor Gachet, un panel nunca ha fatigado a nadie. Son energías frenéticas en reposo, que no determinan agitación.
Yo estoy como el pobre Van Gogh; también he dejado de pensar, pero dirijo, cada día de más cerca, formidables ebulliciones internas, y sería digno de verse que un médico cualquiera viniera a reprocharme que me fatigo.

Alguien debía a Van Gogh cierta suma de dinero, y a propósito de esto la historia nos dice que Van Gogh se hacía mala sangre desde varios días atrás.
Las naturaleza superiores son proclives -siempre situadas un tramo por encima de lo real-, a explicarlo todo por el influjo de una conciencia maléfica, a creer que nada es debido al azar, y que todo lo que sucede de malo se debe a una voluntad maléfica, consciente, inteligente y concertada.
Cosa que los psiquiatras no creen jamás.
Cosa que los genios creen siempre.
Cuando estoy enfermo, es porque estoy embrujado, y no puedo considerarme enfermo si no admito, por otra parte, que alguien tiene interés en arrebatarme la salud y obtener provecho de mi salud.
También Van Gogh creía estar embrujado y lo decía.
En lo que a mí respecta creo firmemente que lo estuvo, y un día diré dónde y cómo sucedió.
El doctor Gachet fue el grotesco cancerbero, el sanioso y purulento cancerbero, de chaqueta azul y tela almidonada, puesto ante el mísero Van Gogh para arrebatarle sus sanas ideas. Pues si tal manera de ver, que es sana, se difundiera universalmente, la sociedad ya no podría vivir, pero yo sé cuáles héroes de la tierra encontrarían su libertad.
Van Gogh no supo sacudirse a tiempo esa especie de vampirismo de la familia, interesada en que el genio de Van Gogh pintor se limitara a pintar, sin reclamar, al mismo tiempo, la revolución indispensable para el desarrollo corporal y físico de su personalidad de iluminado.
Y entre el doctor Gachet y Théo, el hermano de Van Gogh, hubo muchos de esos hediondos conciliábulos entre familiares y médicos jefes de los asilos de alienados, concernientes al enfermo que tienen entre manos.
"Vigílelo para que ya no tenga esa clase de ideas". "Te das cuenta, el doctor lo ha dicho, tienes que desprenderte de esa clase de ideas". "Te hace daño pensar siempre en ellas; te quedarás internado para toda la vida".
"Pero no, señor Van Gogh, vamos, convénzase usted, todo es pura casualidad; y además no está bien querer examinar así los secretos de la providencia. Yo conozco al señor Fulano de Tal, es una excelente persona; su espíritu de persecución lo lleva a usted a creer que él practica la magia en secreto".
"Le han prometido pagarle esa suma y se la pagarán. No puede usted continuar obstinado de tal modo en atribuir ese retardo a mala voluntad".
Todas ésas son suaves pláticas de psiquiatra bonachón, que parecen inofensivas, pero que dejan en el corazón algo así como la huella de una lengüita negra, la lengüita negra anodina de una salamandra venenosa.
Y algunas veces no se necesita nada más para inducir a un genio a suicidarse.
Sobrevienen días en que el corazón siente tan terriblemente la falta de salida, que lo sorprende, como un mazazo en la cabeza, la idea de que ya no podrá ir adelante.
Pues fue precisamente después de una conversación con el doctor Gachet que Van Gogh, como si nada pasara, entró en su cuarto y se suicidó.
Yo mismo he estado 9 años en un asilo de alienados y nunca tuve la obsesión del suicidio, pero sé que cada conversación con un psiquiatra, por la mañana a la hora de la visita, me hacía surgir el deseo de ahorcarme, al comprender que no podría degollarlo.
Y Théo era quizás muy bueno para su hermano, desde el punto de vista material, pero eso no le impedía considerarlo un delirante, un iluminado, un alucinado, y se obstinaba, en lugar de acompañarlo en su delirio, en calmarlo.
Que después haya muerto de pesar, no cambia en nada la cosa.
Lo que a Van Gogh le importaba más en el mundo era su idea de pintor, su terrible idea fanática, apocalíptica de iluminado.
El mundo debía someterse al mandato de su propia matriz, retomar su ritmo comprimido, antipsíquico de festival secreto en lugar público y, delante de todos, volver a ser puesto en el crisol sobrecalentado.
Eso quiere decir que el Apocalipsis, la consumación de un Apocalipsis se incuba en este momento en las telas del viejo Van Gogh martirizado, y que la tierra tiene necesidad de él para lanzar coces con pies y cabeza.
No hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno.
Y para salir del infierno prefiero las naturalezas de ese convulsionario tranquilo, a las hormigueantes composiciones de Breughel el viejo o de Jerónimo Bosch que frente a él no son más que artistas, allí donde Van Gogh no es sino un pobre ignorante empeñado en no engañarse.
Pero cómo hacer comprender a un sabio que hay algo definitivamente desordenado en el cálculo diferencial, la teoría de los quanta o las obscenas y tan torpemente litúrgicas ordalías de la precesión de los equinoccios, frente a ese edredón de un rosa de camarones que Van Gogh hace espumar tan suavemente en el lugar elegido de su cama, frente a la pequeña insurrección de un verde Veronés o de un azul que empapa esa barca ante la cual una lavandera de Auvers-sur-Oise se incorpora después del trabajo, frente también a ese sol atornillado detrás del ángulo gris del campanario del pueblo, en punta, allá en el fondo de esa enorme masa de tierra que, en el primer plano de la música, busca la ola donde congelarse.

O VIO PROFE, [9]
O VIO PROTO,
O VIO LOTO,
O THETÉ.

¡Para qué describir un cuadro de Van Gogh! Ninguna descripción intentada por quienquiera que sea podrá equipararse a la simple alineación de objetos naturales y de tintas a la que se entrega Van Gogh mismo, tan grande escritor como pintor y que transmite a propósito de la obra que describe la impresión de la más desconcertante autenticidad.

23 de julio de 1890

"Quizás veas ese croquis del jardinero de Daubigny -es de las telas en las que trabajé con más ahínco-, e incluyo un croquis de viejas chozas, y los croquis de dos telas de 30 que representan inmensas extensiones de trigo después de la lluvia..."
"El jardín de Daubigny con un primer plano de hierbas verde y rosa. A la izquierda un matorral verde y lila y una cepa de planta con follaje blancuzco. En el centro, un macizo de rosas, a la derecha un vallado, un muro y por encima del muro un nogal de follaje violeta. Sigue un seto de lilas, una fila de redondeados tilos amarillos, la casa en el fondo rosada, con techos de tejas azuladas. Un banco y tres sillas, una figura negra con sombrero amarillo, y en el primer plano un gato negro. Cielo verde pálido".

8 de septiembre de 1888

"En mi cuadro 'Café por la noche', intenté expresar que el café es un sitio donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer crímenes. En resumen busqué, mediante contrastes de rosa tenue y rojo sangre y heces de vino, de verde suave Luis XV y Veronés en contraste con verdes amarillentos y verdes blanquecinos duros, todo junto en una atmósfera de horno infernal de azufre pálido, expresar algo así como la potencia tenebrosa de una taberna".
"Y a pesar de todo eso, asumiendo una apariencia de alegría japonesa unida a la candidez de un Tartarín..."
"¿Qué quiere decir dibujar? ¿Cómo se llega a hacerlo? Es la acción de abrirse paso a través de un invisible muro de hierro que parece interponerse entre lo que se siente y lo que es posible realizar. Cómo hacer para atravesar ese muro, pues de nada sirve golpear fuertemente sobre él; para lograrlo se lo debe corroer lenta y pacientemente con una lima, tal es mi opinión".
.................................................

Qué fácil parece escribir así.

¡Y bien! Probadlo entonces, y decidme si no siendo el autor de una tela de Van Gogh, podríais describirla tan simplemente, sucintamente, objetivamente, durablemente, válidamente, sólidamente, opacamente, masivamente, auténticamente y milagrosamente, como en esa breve carta suya.
(Pues el criterio del punzón separador no depende de la amplitud ni del crispamiento sino del mero vigor personal del puño).
Por lo tanto, no describiré un cuadro de Van Gogh después de haberlo hecho él, pero diré que Van Gogh es pintor porque recolectó la naturaleza, porque la retranspiró y la hizo sudar, porque salpicó sus telas, en haces, en monumentales gavillas de color, la secular trituración de elementos, la terrible presión elemental de apóstrofes, estrías, vírgulas, barras que, después de él nadie podrá discutir que formen parte del aspecto natural de las cosas.
Y la barrera de cuantos codeos reprimidos, choques oculares tomados del natural, parpadeos tomados del tema, corrientes luminosas de las fuerzas que trabajan la realidad, han tenido que derribar antes de ser por fin contenidos y como izados hasta la tela y aceptados.

No hay fantasmas en los cuadros de Van Gogh, ni visiones ni alucinaciones.
Sólo la tórrida verdad de un sol de las dos de la tarde.
Una lenta pesadilla genésica poco a poco elucidada.
Sin pesadilla y sin afectos.
Pero allí está el sufrimiento prenatal.
Es el ilustre húmedo de un pasto, del tallo en un plano de trigo que está allí listo para la extradición.
Y del que la naturaleza un día rendirá cuentas.
Como también la sociedad rendirá cuentas de su muerte prematura.

Un plano de trigo inclinado bajo el viento, por encima del cual las alas de un solo pájaro dispuesto en vírgula; qué pintor que no fuera estrictamente pintor, podría haber tenido la audacia de Van Gogh de dedicarse a un motivo de tan desarmante simplicidad.
No, no hay fantasmas en los cuadros de Van Gogh, no hay ni drama ni sujeto y yo diría que ni siquiera objeto, pues el motivo mismo, ¿qué es?
A no ser algo así como la sombra de hierro del motete de una indescriptible música antigua, algo como el leit-motiv de un tema que desespera de su propio asunto.
Es naturaleza pura y desnuda, vista tal como se revela cuando uno sabe aproximársele al máximo.
Testimonio de ello ese paisaje de oro fundido, de bronce cocido en el antiguo Egipto, donde un enorme sol se apoya sobre techos tan abrumados por la luz que se encuentran como en estado de descomposición.
Y no conozco ninguna pintura apocalíptica, jeroglífica, fantasmagórica o patética que me transmita esa sensación de secreta extrañeza, de cadáver de un hermetismo inútil, que entrega con la cabeza abierta sobre el madero de la ejecución, su secreto.
Al decir esto no pienso en el "Tío Tranquilo", ni en esa funambulesca avenida de otoño donde pasa, en último término, un viejo encorvado con un paraguas colgado de la manga como el gancho de un trapero.
Vuelvo a pensar en los cuervos con alas de un negro de trufas lustrosas.
Vuelvo a pensar en el campo de trigo: espigas y más espigas, y no hay más que decir, con algunas pequeñas cabezas de amapolas discretamente sombreadas adelante, acre y nerviosamente aplicadas allí, raleadas, deliberada y furiosamente punteadas y desgarradas.
Sólo la vida puede ofrecer similares denudaciones epidérmicas que hablan bajo una camisa desabrochada; y no se sabe porqué la mirada se inclina a la izquierda más que a la derecha, hacia el montículo de carne rizada.
Pero el hecho es que es así.
Pero el hecho es que está hecho así.
Su dormitorio también oculto, tan adorablemente campesino e impregnado como de un olor capaz de encurtir los trigos que se ven estremecerse en el paisaje, a lo lejos, detrás de la ventana que los ocultaría.
También campesino, el color del viejo edredón, de un rojo de mejillones, de mújol del Mediterráneo, de un rojo de pimiento chamuscado.
Y es ciertamente culpa de Van Gogh que el color del edredón de su lecho alcanzara ese grado de realidad, y no conozco al tejedor capaz de transplantar con indescriptible tinte del modo como Van Gogh supo trasladar, desde lo profundo de su cerebro hasta la tela, el rojo de ese indescriptible revestimiento.
Y no sé cuántos curas criminales que sueñan con la cabeza de su así llamado Espíritu Santo, en el oro ocre, el azul infinito de unos vitrales a su mozuela "María", han sabido aislar en el aire, extraer de los nichos sarcásticos del aire esos colores a lo que salga, que son todo un acontecimiento, y donde cada pincelada de Van Gogh sobre la tela es peor que un acontecimiento.
Hay momentos en que impresiona como una habitación bastante prolija, pero con un toque balsámico o un aroma que ningún benedictino podría volver a descubrir para lograr el punto ideal de sus licores salutíferos.
(Esta habitación hace pensar en la "Gran Obra" con su muro blanco de perlas claras, del cual pende una toalla rugosa como un viejo amuleto campesino intocable pero reconfortante.)
En otros momentos impresiona como una simple parva aplastada por un enorme sol.

Hay unos tenues blancos de tiza peores que antiguos suplicios, y nunca como en esta tela aparece la clásica escrupulosidad operativa del mísero y grande Van Gogh.
Pues todo eso es definitivamente Van Gogh; la escrupulosidad única del toque, sorda y patéticamente aplicado. El color plebeyo de las cosas, pero tan justo, tan amorosamente justo que no hay piedra preciosa que pueda igualar su rareza.

Pues Van Gogh fue el más auténticamente pintor de todos los pintores, el único que no quiso rebasar la pintura como medio estricto de su obra, y como marco estricto de sus medios.
Y, por otra parte, el único, absolutamente el único, que haya absolutamente rebasado la pintura, el acto inerte de representar la naturaleza, para hacer surgir, de este representación exclusiva de la naturaleza, una fuerza giratoria, un elemento arrancado directamente del corazón.
Ha hecho, bajo la representación, brotar un aspecto, y en ella encerrar un nervio que no están en la naturaleza, que son de una naturaleza y un aspecto más verdadero que el aspecto y el nervio de la naturaleza verdadera.
A la hora que escribo estas líneas veo el rojo rostro ensangrentado del pintor venir hacia mí, en una muralla de girasoles reventados, en una formidable combustión de rescoldos de jacinto opaco y de hierbas de lapislázuli.
Todo esto en medio de un bombardeo meteórico de átomos en el que se destaca cada grano,prueba de que Van Gogh concibió sus telas como pintor, y únicamente como pintor, pero que sería por esa misma razónun formidable músico.
Organista de una tempestad detenida que ríe en la naturaleza límpida, apaciguada entre dos tormentas, aunque, como Van Gogh mismo, esa naturaleza muestra a las claras que está lista para partir.
Después de mirarla, se puede volver la espalda a cualquier tipo de tela pintada, pues ninguna tiene ya nada más que decirnos. La borrascosa luz de la pintura de Van Gogh comienza sus sombríos recitados en el instante mismo en que se la deja de mirar.
Únicamente pintor, Van Gogh, y nada más; nada de filosofía, de mística, de rito, de fiscurgia, ni de liturgia, nada de historia, ni literatura ni poesía; esos girasoles de oro broncíneo están pintados; están pintados como girasoles y nada más; pero para comprender un girasol en la realidad, será indispensable, en adelante, recurrir a Van Gogh, lo mismo que para comprender una tormenta real,
un cielo tormentoso,
una llanura real;
ya no se podrá evitar el recurrir a Van Gogh.
El mismo tiempo tormentoso había en Egipto o sobre las llanuras de la Judea semita, quizás las mismas caían en Caldea, en Mongolia o sobre los montes del Tibet, y nadie me ha dicho que hayan cambiado de lugar.
Y sin embargo, al mirar esa llanura de trigo o de piedras blancas como un osario enterrado, sobre la que pesa un viejo cielo violáceo, ya no es posible creer en los montes del Tibet.
Pintor, nada más que pintor, Van Gogh adoptó los medios de la pura pintura y los rebasó.
Quiero decir que, para pintar, no ha ido más allá de servirse de los medios que la pintura le ofrecía.
Un cielo tormentoso,
una llanura color blanco de tiza,
las telas, los pinceles, sus cabellos rojos, los tubos, su mano amarilla, su caballete,
pero todos los lamas juntos del Tibet pueden sacudirse, bajo sus ropajes, el Apocalipsis que hayan preparado,
Van Gogh nos habrá hecho presentir con anticipación el peróxido de ázoe en una tela que contiene la dosis suficiente de catástrofe para obligarnos a que nos orientemos.
Un día cualquiera se le ocurrió no rebasar el motivo, pero cuando se ha visto un Van Gogh, ya no se puede creer que haya algo menos rebasable que el motivo.
El simple motivo de una candela encendida en un sillón de paja con armazón violáceo dice mucho más, gracias a la mano de Van Gogh, que toda la serie de tragedias griegas, o de dramas de Cyril Turner, de Webster o de Ford, que hasta ahora, por otra parte, han permanecido irrepresentados.
Sin hacer literatura, he visto el rostro de Van Gogh, rojo de sangre en los estallidos de sus paisajes, venir hacia mí,

KOHAN [10]
TAVER
TINSUR

Sin embargo,
en un incendio,
en un bombardeo,
en un estallido,
vengadores de esa piedra de moler que el mísero Van Gogh el loco cargó toda su vida al cuello.
La piedra del pintar sin saber porqué ni para dónde.

Pues no es para este mundo,
nunca es para esta tierra, que todos hemos siempre trabajado,
luchado,
aullado el horror de hambre, de miseria, de odio, de escándalo y de asco,
que todos fuimos envenenados,
aunque todo eso nos haya embrujado,
hasta que por fin nos hemos suicidado,
¡pues acaso no somos todos, como el mísero Van Gogh, suicidados por la sociedad!

Al pintar, Van Gogh renunció a relatar historias; pero lo maravillo consiste en que este pintor que no es nada más que pintor,
y que es más pintor que los otros pintores, por ser aquel en quien el material, la pintura misma, tiene un lugar de primer plano,
con el color tomado tal como surge del tubo,
con la huella de cada pelo del pincel en el color,
con la textura de la pintura pintada, como resaltando en la luz de su propio sol,
con la i, la coma, el punto de la punta del pincel barrenado directamente en el color, que se alborota y salpica en pavesas, las que el pintor domina y amasa por todas partes,
lo maravilloso consiste en que este pintor, que no es nada más que pintor, es también, de todos los pintores que existieron, aquel que más nos hace olvidar que estamos frente a una pintura,
a una pintura que representa el asunto por él escogido, y que hace avanzar hasta nosotros, delante de la tela fija, el enigma puro, el puro enigma de la flor torturada, del paisaje acuchillado, arado, estrujado por todas partes por su pincel borracho.
Sus paisajes son antiguos pecados que todavía no han encontrado sus Apocalipsis primitivos, pero que no dejarán de encontrarlos.
¿Por qué las pinturas de Van Gogh me dan la impresión de ser vistas como desde el otro lado de la tumba de un mundo en el que, al fin de cuentas, habrán sido sus soles lo único que gira-ba e iluminaba jubilosamente?
¿Pues no es la historia completa de lo que un día se llamó el alma, la que vive y muere en sus paisajes convulsionados y en sus flores?
El alma dio su oreja al cuerpo, y que Van Gogh devolvió al alma de su alma,
una mujer, con el fin de vigorizar la sinies-tra ilusión,
un día el alma no existió más,
ni tampoco el espíritu,
en cuanto a la conciencia, nadie pensó jamás en ella,
pero dónde estaba, además, el pensamiento, en un mundo únicamente formado por elementos en plena guerra, tan pronto destruidos como recompuestos,
pues el pensamiento es un lujo de la paz,
¿Y quién supera al inverosímil Van Gogh, el pintor que comprendió el lado fenomenal del problema, y para quien todo verdadero paisaje está potencialmente en el crisol donde habrá de reconstituirse?
Entonces el viejo Van Gogh era un rey contra quien, mientras dormía, se inventó el curioso pecado denominado cultura turca, [11] ejemplo, habitáculo, móvil del pecado de la humanidad, la que no supo hacer nada mejor que devorar al artista en vivo para rellenarse con su probidad.
¡Con lo que sólo ha logrado consagrar ritualmente su cobardía!
Pues la humanidad no quiere tomarse el trabajo de vivir, de tomar parte en ese codeo natural entre las fuerzas que componen la realidad, con el objeto de obtener un cuerpo que ninguna tempestad pueda ya perjudicar.
Siempre he preferido meramente existir.
En lo que respecta a la vida, acostumbra ir a buscarla en el genio mismo del artista.
En cambio a Van Gogh, que puso a asar una de sus manos, nunca lo atemorizó la lucha para vivir, es decir, para separar el hecho de vivir de la idea de existir,
y por cierto cualquier cosa puede existir sin tomarse el trabajo de ser,
y todo puede ser, sin tomarse el trabajo, como Van Gogh el desorbitado, de irradiar y rutilar.
Todo esto se lo arrebató la sociedad para organizar la cultura turca que tiene la probidad por fachada y el crimen por origen y puntal.
Y así fue que Van Gogh murió suicidado, porque el consenso de la sociedad ya no pudo soportarlo.
Pues si no había ni espíritu, ni alma, ni conciencia, ni pensamiento, había materia explosiva,
volcán maduro,
piedra de trance,
paciencia,
bubones,
tumor cocido,
y escara de despellejado.
Y el rey Van Gogh incubaba soñoliento el próximo alerta de la insurrección de la salud.
¿Cómo?
Por el hecho de que la buena salud es una plétora de males acorralados, de un formidable anhelo de vida con cien llagas corroídas que, a pesar se todo, es preciso hacer vivir, que es preciso encaminar a perpetuarse.
Aquel que no husmea la bomba en cocción y el vértigo comprimido no merece estar vivo.
Este es el bálsamo que el mísero Van Gogh consideró su deber manifestar en forma de deflagraciones.
Pero el mal que lo atisbaba le hizo mal.
El Turco de rostro honrado se acercó delicadamente a Van Gogh para extraerle su almendra confitada,
con el objeto de separar el confite (natural) que se formaba.
Y Van Gogh consumió allí mil veranos.
Causa por la cual murió a los 37 años,
antes de vivir,
pues todo mono ha vivido antes que él de las fuerzas que él llegó a reunir.
Y que serán las que ahora habrá que devolver para hacer posible la resurrección de Van Gogh.
Frente a la humanidad de monos cobardes y perros mojados, la pintura de Van Gogh demostrará haber pertenecido a un tiempo en que no hubo alma, ni espíritu, ni conciencia, ni pensamiento; tan sólo elementos primeros, alternativamente encadenados y desencadenados.
Paisajes de intensas convulsiones, de traumatismos enloquecidos, como los de un cuerpo que la fiebre atormenta para restituirlo a la perfecta salud.
Por debajo de la piel el cuerpo es una usina recalentada,
y por fuera,
el enfermo brilla,
reluce,
con todos sus poros,
estallados,
igual que un paisaje
de Van Gogh
al mediodía.
Sólo la guerra perpetua explica una paz que es únicamente tránsito,
igual que la leche a punto de derramarse explica la cacerola en que hervía.
Desconfiad de los hermosos paisajes de Van Gogh remolinantes y plácidos,
crispados y contenidos.
Representan la salud entre dos accesos de una insurrección de buena salud.
Un día la pintura de Van Gogh armada de fiebre y de buena salud,
retornará para arrojar al viento el polvo de un mundo enjaulado que su corazón no podía soportar.

Antonin Artaud

Post scriptum

Retorno al cuadro de los cuervos.
¿Alguien vio alguna vez en esta tela, una tierra equiparable al mar?
Entre todos los pintores Van Gogh es el que más a fondo nos despoja hasta llegar a la urdimbre, pero al modo de quien se despioja de una obsesión. [12]
La obsesión de hacer que los objetos sean otros, la de atreverse al fin a arriesgar el pecado del otro: y aunque la tierra no puede ostentar el color de un mar líquido, es precisamente como un mar líquido que Van Gogh arroja su tierra como una serie de golpes de azadón.
E infunde en la tela un color de borra de vino; y es la tierra con olor a vino, la que todavía chapotea entre oleadas de trigo, la que yergue una cresta de gallo oscuro contra las nubes bajas que se agolpan en el cielo por todas partes.
Pero como ya he dicho, lo lúgubre del asunto reside en la suntuosidad con que están representados los cuervos.
Ese color de almizcle, de nardo exuberante, de trufas que parecerían provenir de un gran banquete.
En las olas violáceas del cielo, dos o tres cabezas de ancianos de humo intentan una mueca de Apocalipsis, pero allí están los cuervos de Van Gogh incitándolos a una mayor decencia, quiero decir a una menor espiritualidad,
y es justamente lo que quiso decir Van Gogh en esa tela con un cielo rebajado, como pintada en el instante mismo en que él se liberaba de la existencia, pues, esa tela tiene, además, un extraño color casi pomposo de nacimiento, de boda, de partida,
oigo los fuertes golpes de cimbal que producen las alas de los cuervos por encima de una tierra cuyo torrente parece que Van Gogh ya no podrá contener.
luego la muerte,
los olivos de Saint-Rémy.
El ciprés solar.
El dormitorio.
La recolección de las olivas.
Los Aliscamps de Arlés.
El café de Arlés.
El puente donde le sobreviene a uno el deseo de hundir el dedo en el agua en un impulso de violenta regresión infantil al que lo fuerza la mano prodigiosa de Van Gogh.
El agua azul,
no de un azul de agua,
sino de un azul de pintura líquida.
El loco suicida pasó por allí y devolvió el agua de la pintura a la naturaleza,
pero a él, ¿quién se la devolverá?

¿Acaso era loco Van Gogh?
Que quien alguna vez supo contemplar un ros-tro humano contemple el autorretrato de Van Gogh, me refiero a aquel del sombrero blando.
Pintado por el Van Gogh extralúcido, esa cara de carnicero pelirrojo que nos inspecciona y vigila; que nos escruta con mirada torva.
No conozco a un solo psiquiatra capaz de escrutar un rostro humano con una fuerza tan aplastante, disecando su incuestionable psicología como un estilete.
El ojo de Van Gogh es el de un gran genio, pero por el modo como lo veo disecarme emergiendo de la profundidad de la tela, ya no es el genio de un pintor el que en este momento siento vivir en él, sino el de un filósofo como nunca supe de otro igual en la vida.
No, Sócrates no tenía esa mirada; únicamente el desventurado Nietzsche tuvo quizás antes que él esa mirada que desviste el alma, libera al cuerpo del alma, desnuda al cuerpo del hombre, más allá de los subterfugios del espíritu.
La mirada de Van Gogh está colgada, soldada, vitrificada, detrás de sus párpados pelados, de sus cejas finas y sin ceño.
Es una mirada que penetra derecha, taladra, partiendo de ese rostro tallado a golpes como un árbol cortado a escuadra.
Pero Van Gogh aprisionó el momento en que la pupila va a volcarse en el vacío,
en que esa mirada lanzada hacia nosotros como el proyectil de un meteoro, toma el color inexpresivo del vacío y de lo inerte que lo llena.
Mejor que cualquier psiquiatra del mundo, el gran Van Gogh situó así su enfermedad.
Irrumpo, comienzo, inspecciono, engancho, rompo el sello de clausura, mi vida muerta no oculta nada, y la nada, por lo demás, nunca ha hecho daño a nadie; lo que me impele a retornar a lo interno es esa desoladora ausencia que pasa y me hunde por momentos, pero veo claro en ella, muy claro, hasta sé qué es la nada, y podría decir qué hay en su interior.
Y tenía razón Van Gogh; se puede vivir para el infinito, satisfacerse sólo con el infinito, pues hay suficiente infinito sobre la tierra y en las esferas como para saciar a miles de grandes genios, y si Van Gogh no llegó a colmar su deseo de iluminar su vida entera con él, fue porque la sociedad se lo prohibió.
Se lo prohibió rotunda y conscientemente.
Un día aparecieron los verdugos de Van Gogh, como aparecieron los de Gerard de Nerval, de Baudelaire, de Edgar Poe y de Lautréamont.

Aquellos que un día le dijeron:
Y ahora basta, Van Gogh; a la tumba; ya esta-mos hartos de tu genio; en cuanto al infinito, ese infinito nos pertenece a nosotros.
Pues no es a fuerza de buscar el infinito que Van Gogh muere,
y es empujado a la sofocación por la miseria y la asfixia,
es a fuerza de vérselo rehusar por la turba de aquellos que, todavía estando vivo, creían detentar el infinito excluyéndolo a él;
Y Van Gogh habría podido encontrar suficiente infinito para vivir durante toda su vida si la conciencia bestial de la masa no hubiese decidido apropiárselo para nutrir sus propias bacanales que nunca tuvieron que ver con la pintura o la poesía.

Además, nadie se suicida solo.
Nunca nadie estuvo solo al nacer.
Tampoco nadie está solo al morir.
Pero en el caso del suicidio, se precisa un ejército de seres maléficos para que el cuerpo se decida al acto contra natura de privarse de la propia vida.

Y así Van Gogh se condenó porque había concluido con la vida, y como le dejan entrever sus cartas a su hermano, porque ante el nacimiento de un hijo de su hermano,
se sintió a sí mismo como una boca de más para alimentar.
Pero sobre todo, quería reunirse finalmente con ese infinito para el que se dice que uno se embarca como en un tren hacia una estrella,
y se embarca el día en que uno ha decidido firmemente poner término a la vida.
Ahora bien, en la muerte de Van Gogh, tal como aconteció, no creo que eso sea lo que aconteció.
Van Gogh fue despachado de este mundo, primero por su hermano, al anunciarle el nacimiento de su sobrino, e inmediatamente después por el doctor Gachet, quien, en lugar de recomendarle reposo y aislamiento, lo envió a pintar del natural un día en el que tenía plena conciencia de que Van Gogh hubiera hecho mejor en irse a acostar.
Pues no se contrarresta de modo tan directo una lucidez y una sensibilidad como las de Van Gogh el martirizado.
Hay espíritus que en ciertos días se matarían a causa de una simple contradicción, y no es imprescindible para ello estar loco, loco registrado y catalogado; todo lo contrario, basta con gozar de buena salud y contar con la razón de su parte.
En lo que a mí respecta, en un caso similar, no soportaría sin cometer un crimen que me digan: "Señor Artaud, usted delira", como me ha ocurrido con frecuencia.
Y Van Gogh oyó que se lo decían.
Y esa es la causa de que le haya apretado la garganta el nudo de sangre que lo mató.

Post scriptum

A propósito de Van Gogh, de la magia y de los hechizos, toda la gente que ha estado desfilando desde hace dos meses frente a la exposición de sus obras en el museo de L'Orangerie, ¿están bien seguros acaso de recordar todo lo que hicieron y todo lo que les sucedió cada noche de esos meses de febrero, marzo, abril y mayo de 1946? ¿Y no hubo cierta noche en que la atmósfera en las calles se volvía como líquida, gelatinosa, inestable, y en que la luz de las estrellas y de la bóveda celeste desaparecía?
Y Van Gogh, que pintó el café de Arlés, no estaba allí. Pero yo estaba en Rodez, es decir, todavía sobre la tierra, mientras que todos los habitantes de París se habrán sentido, durante una entera noche, muy próximos a abandonarla.
Y es que todos habían participado al unísono en ciertas inmundicias generalizadas, en las cuales la conciencia de los parisienses abandonó por una hora o dos el nivel normal y pasó a otro, a una de esas rompientes masivas de odio, de las que me ha tocado ser algo más que testigo en muchas oportunidades, durante mis nueve años de internación. Ahora el odio ha sido olvidado, así como las expurgaciones nocturnas que le siguieron, y los mismos que en tantas ocasiones mostraron al desnudo y a la vista de todas sus almas siniestras de puercos, desfilan ahora ante Van Gogh, a quien, mientras vivía, ellos o sus padres y madres le retorcieron el pescuezo a sabiendas.
¿Pero no fue en una de esas noches de que hablo que cayó en el boulevard de la Madeleine, en la esquina de la rue des Mathurins, una enorme piedra blanca como surgida de una reciente erupción del volcán Popocatepetl? [13]



NOTAS

(1) Rechazado Van Gogh por su prima Etten, suplica que antes de irse le permitan contemplarla por última vez durante todo el tiempo que sea capaz de mantener su mano sobre la llama de una lámpara de petróleo.
(2) En diciembre de 1888, en Arlés, después de una discusión con Gauguin, Van Gogh se cortó una oreja, la puso en un paquete y se lo envió de regalo a una pupila de una casa de tolerancia.
(3) En lo que respecta al trastorno mental de Van Gogh, no hay una opinión unánime sobre su diagnóstico. El doctor Félix Rey, que trató a Artaud en Arlés, pensó que se trataba de una forma de epilepsia, opinión que en general comparten los psiquiatras franceses que ha escrito sobre el caso (véase el trabajo de H. Gastaut: "La Maladie de Van Gogh" en Annales médicales psychologiques, 1956). Otros se inclinan por una demencia maníaco-depresiva. Jaspers sostiene en su libro "Strindberg y Van Gogh", que se trata de una esquizofrenia.
(4) Se refiere muy probablemente al doctor Latremolière, uno de los psiquiatras de Rodez, que publicó un testimonio sobre Artaud titulado: "Yo hablé de Dios con Artaud".
(5) El retrato de "Père Tanguy", comerciante en colores que se ocupó de la venta de los cuadros de Van Gogh.
(6) Un día de enero de 1889 con el pretexto de pintar un paisaje nocturno en Arlés, Van Gogh sale con el sombrero rodeado de bujías encendidas.
(7) El doctor Gachet no era psiquiatra sino médico rural (cosa que bien sabía Artaud, de ahí la calificación de "improvisado psiquiatra"). Practicaba la homeopatía y la electroterapia y además era pintor aficionado. En una de sus cartas a Theo, de mayo de 1890, Van Gogh dice: "Pienso que no se puede contar para nada con el doctor Gachet. Creo que está más enfermo que yo". En otra parte agrega: "Tengo la impresión de que es una persona razonable, aunque está tan desalentado por su oficio de médico rural como yo con mi pintura". Para Artaud, el doctor Gachet al improvisarse psiquiatra se convierte en encarnación y símbolo de la psiquiatría. Lo importante no es el personaje incriminado (en este caso el doctor Gachet) sino la exposición de una situación patética en que el psiquiatra se transforma (por asumir una posición falsa) en perseguidor consciente o inconsciente del alienado.
(8) El doctor Ferdière médico director del sanatorio de Rodez, era literato aficionado; publicó versos por debajo de lo mediocre y algunos ensayos literarios, entre ellos uno dedicado a las "palabras-estuche" de Lewis Carrol.
(9) Este rimero de voces, además de su evidente función sonora, tiene el aspecto de invocaciones o exorcismos.
(10) Serie de nombres también con el aspecto de invocaciones de significado ambiguo o secreto. El primero, Kohan, puede referirse a la palabra hebrea Kohen o Kohan (sacerdote). Por la similitud fonética también recuerda a la palabra japonesa Koan, de particular significado en el budismo Zen. La última vez que copio las notas al final (Nota del transcriptor)
(11) Juego de palabras entre depoullier (despojar) y s'èpoullier (despiojarse).
(13) Popocatépetl (en nahuatl: la montaña llameante). Famoso volcán del valle de México, protagonista también de la obra de Malcolm Lowry, "Bajo el Volcán".