SOLEDAD
Por Elid Rafael Brindis Gómez*
Es la madrugada. Como pude, apenas terminé de revisar un texto. Estoy
ahíto de letras, salen de mis dedos, de mis ojos, de mis orejas; se acomodan
una a una formando líneas obtusas, como mi cerebro, que se
resiste al sueño.
En un rincón de la
habitación triste, una botella de vino descansa taciturna, sin el menor
deseo de nada, sin pensar, sin sentir; quizá sólo refleja el periplo
recorrido desde que la vid emergió de la tierra, y ahora lamenta su desdicha
prisionero en una cárcel de cristal oscuro.
La cajetilla de cigarros se
va quedando vacía, como mi corazón. Los cigarros, también uno a uno, se
van esfumando; salen de su estuche para convertirse en humo, que se eleva hacia
el cielo de los cigarros; humo en mis ojos, humo que me hace llorar. ¿Cómo será
el cielo de los cigarros? ¿Tendrá ángeles y serafines, como el cielo de los
humanos?
El cielo. Ese bendito cielo
de los humanos, una utopía de los humanos. Ese cielo de los humanos, oscuro,
como la madrugada que se cierra antes del amanecer. ¿Amanecerá para
mí? ¿Saldrá ese sol radiante que en otros tiempos, ya casi olvidados, salía
para mí?
En el rincón más olvidado
del cuarto fallecen prematuramente ideas y proyectos largamente acariciados,
pensados, cuando hubo momentos de lucidez; ahora, descansan en el
cementerio de los cigarros formando parte de sus cenizas, las que se
resisten a irse como vinieron; otras, simplemente forman un hilillo
caprichoso que se eleva hacia el cielo de los pensamientos para convertirse en
nada.
“Pulvis
eris et in pulverem reverteris”. ¿Qué
habría sido del vino si hubiera sido ingerido hasta saciar instintos, adormecer
sentidos, embotar cerebros? También, quizá, se habría elevado hacia el cielo de
los vinos convertido en vapor etílico, retornando en pesadez, como retorna la
realidad después de sus efectos.
Una madrugada más, sin
sueño. Un cigarro más, convertido en cenizas. Una botella de vino que se niega
a ser tomada —literal— por asalto, como me asaltan las dudas: ¿qué fui,
qué soy, qué seré? ¿Acaso un cigarro fuera de la cajetilla, pisoteado en la
calle? ¿Un sorbo de vino escupido en la nada? ¿Seré una madrugada oscura que no
entiende de insomnios?
Busco en el fondo de mis
raídos pensamientos y sólo alcanzo a recordar “Amar te duele”. ¡Vaya título
para una película! ¡Vaya título para una vida estéril, vacía! El humo de
los cigarros tiene más contenido; el vapor del etilo tiene más presencia; la
madrugada, el insomnio, tienen más sentido que una vida sin remedio.
Amar te duele, me duele.
Amar. ¿Me amo? Quizá. “No puedo dar lo que no poseo”, sentencia el aprendiz de “maestro”,
que no predica con el ejemplo aun cuando en cada letra ponga el corazón y sus
vísceras, carne vil que un día habrá de ser entregada sin provecho a la tierra,
de la que vino, de la que brotó como plaga dañina.
¿La madrugada sabrá de
entregas, de pasiones, de arrebatos? ¿Sabrá de sentimientos que duelen en lo
más hondo, como la extirpación de pensamientos que sólo están inmersos en esa
mente obtusa y desfigurada por el asedio de la inseguridad? ¿Sabrá la madrugada
de buenas intenciones, de ilusiones, de esperanzas?
No creo que comprenda que
amar duele. Es más, se niega a cerrarme los ojos, como un buen samaritano le
cierra los ojos a los muertos para que no puedan percibir su propia partida,
para que no puedan ver el cadáver, el cuerpo que habitaron y que no
supieron conservar a tiempo; cuando la vida se les escapó como el humo que se
desprende del cigarro.
Un segundo más, un minuto
atrás, un cigarro que se acaba, se apaga lentamente, como la vida misma que se
esfuma entre mis manos de madrugada, manos oscuras que se niegan a cerrarme los
ojos. Elucubran, especulan, que no debo descansar en paz; que debo vagar por el
resto de mi tiempo como las almas que no abandonan sus posesiones materiales y
retornan una y otra vez al punto de partida sin encontrar el descanso eterno.
Lo que no sabe la madrugada
insomnia es de colores, esas tonalidades verdes, como los árboles de las
montañas, que un día alegraron mi espíritu, hoy árido como los desiertos; esos
matices azules, como el cielo y el mar, que ya no estarán presentes para
ayudarme a imaginar el misterio de lo infinito; de esas ondas blancas y
amarillas, como los rayos del sol hermano que sólo calentará mis
huesos antes de que sean hallados en medio de la nada.
Amar duele. La sentencia
rebota en mis tímpanos como estribillo, como una fijación de la esquizofrenia
paranoide. Amar duele y no creo amarme, no puedo predicar, no debo. No soy ese
ejemplo que alguna vez quise esgrimir como estandarte, como falso apóstol de la
iniquidad.
En medio de la madrugada
sólo siento la compañía desalentadora de Antonio Plaza, su resentimiento inunda
mis sentidos, si se le puede llamar “sentido” a la esterilidad, al vacío: “Aquí
me tienes a tus pies rendido / y nunca mi rodilla tocó el suelo / porque nunca,
Señora, le he pedido / ni amor al mundo ni piedad al cielo”. Versos dedicados a
la virgen venerada, cuando su invalidez sucumbió a su orgullo.
Antes bien, preferiría “no
omnis moriar”, no morir del todo para seguir soportando las madrugadas y
sus latigazos de insomnio; ridículo bufón de la metafísica, ridículo aprendiz
espiritual que no puede sino mirar la punta de su propia nariz, cual ridículo
Quevedo, que no escapaba de sí mismo.
No sé qué hago atrapado en
el humo de un cigarro que se apaga; no sé qué hago prisionero en el vapor de un
vino que no he bebido.
No sé ni para qué escribo
esto. No sé ni para qué escribo. No sé ni para qué existo. Algún día, si acaso
éste llega, sabré el motivo.
Ya “no sé si vivo porque no
muero, o muero porque no vivo”.
Soledad, graciosa compañía,
no me abandones.
* Elid Rafael Brindos Gómez. Escritor, editor, periodista méxicano. De Chiapas.