EN
“EL CARBONE” / ARMANDO ARTEAGA
Visito una vez al mes
Este bistró para beber un par de capitanes
y masticar garbanzos (importuno árabe) y
trozos de pescado.
Vengo hasta aquí, ileso tallán, inerme
párvulo, tal
como lo hacía Efraín Urquizo, mi tío
solterón
que bajaba por estas fondas de mala muerte,
no por poesía, ni por masoquismo. De puro comelón.
Vengo porque me gusta sentir el pisco acholado
y la canada dry, el pejerrey frito y la
cebolla con limón
dando vueltas alrededor del mismo tema, en el regazo
de cierto desamparo, por redundar los límites
buscando el referéndum teratológico de la
condición humana.
En el fin de la tierra, mi fisterra.
El hambre de madre lleva a los solterones
a cualquier olor de cocina, a los ajos
a las emes, a las p(a)utas de mi blend,
al peregrinar romano por la civitas:
uno busca el perdulario gastronómico
perdido en la infancia,
los pallares y las aceitunas moqueguanas
son delicias
donde uno mastica lentamente su cansancio,
su disgusto, y el gusto por la vida. No se crean,
pues
todo ese rollo del complejo de Edipo, la
sed y las uvas.
Vengo haciendo el mismo recorrido del tío
en percance
antes del cáncer, porque Efraín era bueno y
solitario
como yo. Y porque el poema necesita de
observadores
científicos de las cosas que suceden en la
vida.
A pesar de todos estos detalles, siempre vanos
y hasta sosos de hablar de asuntos tan
familiares.
Efraín, tenía una enseñanza buena, de cero
en conducta
en poesía, decía, siempre, en cada final de
su banquete:
Un poema malo, no es el fin del mundo, es
algo peor que eso.